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Lo que bien amas nunca perece, dijo uno que estaba junto a nosotros y que nos oyó, un güero de traje cruzado y corbata roja que era el poeta oficial de San Luis Potosí, y ahí mismo, como si las palabras del güero hubieran sido el pistoletazo de salida, en este caso de despedida, se armó un desorden mayúsculo, con escritores mexicanos y nicaragüenses dedicándose mutuamente sus libros, y luego en la furgoneta, donde no cabíamos todos (los que nos íbamos y los que nos iban a despedir), al grado que tuvimos que llamar tres taxis para que proporcionaran apoyo logístico suplementario al desplazamiento. Por descontado yo fui el último en dejar el hotel. Antes hice unas cuantas llamadas telefónicas y le dejé una carta a Ulises Lima en el supuesto harto improbable de que volviera a aparecer por allí. En la carta le aconsejaba que se dirigiera de inmediato a la embajada mexicana en donde se encargarían de repatriarlo. También llamé a la comisaría. Allí hablé con Álamo y Labarca, que me aseguraron que nos encontraríamos en el aeropuerto. Luego cogí mis maletas, llamé a un taxi y me fui.

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Jacinto Requena, café Quito, calle Bucareli, México DF, julio de 1982. Yo fui a despedir a Ulises Lima al aeropuerto, cuando se fue a Managua, en parte porque no me acababa de creer que lo hubieran invitado y en parte porque no tenía nada que hacer aquella mañana, y también lo fui a recibir, cuando volvió al DF, más que nada por verle la cara y por reírnos un rato juntos, pero cuando divisé la cola de los escritores viajeros, perfectamente formados en doble fila india, no pude, por más esfuerzos que hice y por más codazos que propiné, dintinguir su inconfundible figura.

Allí estaban Álamo y Labarca, Padilla y Byron Hernández, nuestro viejo conocido Logiacomo y Villaplata, Sala y la poetisa Carmen Prieto, el siniestro Pérez Hernández y el excelso Montesol, pero no él.

Lo primero que pensé fue que Ulises se había quedado dormido en el avión y que no tardaría en aparecer escoltado por dos azafatas y con un pedo de proporciones homéricas. Al menos eso fue lo que quise pensar, dado que no soy una persona propensa a las alarmas, aunque si he de decir la verdad ya desde esa primera visión (el grupo de intelectuales que regresaba cansado y satisfecho) tuve un mal presentimiento.

Cerraba la fila, cargado con varios bolsos de mano, Hugo Montero. Recuerdo que le hice una seña pero no me vio o no me reconoció o se hizo el desentendido. Cuando ya todos los escritores hubieron salido vi a Logiacomo, que parecía renuente a abandonar el aeropuerto, y me acerqué a saludarlo procurando no exteriorizar los temores que sentía. Lo acompañaba otro argentino, un tipo alto y gordo, de barbita de chivo, a quien yo no conocía. Hablaban de dinero. Al menos yo oí la palabra dólares un par de veces y con varios y trémulos puntos de exclamación.

Tras saludarlo, la primera intención de Logiacomo fue hacer como que no se acordaba de mí, pero luego tuvo que aceptar lo inevitable. Le pregunté por Ulises. Me miró horrorizado. En su mirada también había desaprobación, como si yo estuviera exhibiéndome en el aeropuerto con la bragueta abierta o con una herida supurante en la mejilla.

Fue el otro argentino el que habló. Dijo: qué papelón nos hizo pasar el pendejo ese, ¿es tu amigo? Yo lo miré y luego miré a Logiacomo, que buscaba a alguien en la sala de espera, y no supe si reírme o ponerme serio. El otro argentino dijo: hay que ser un poco más responsable (le hablaba a Logiacomo, a mí ni me miraba), te juro que si llego a estar yo al frente le rompo las pelotas, se las rompo. ¿Pero qué pasó?, murmuré con la mejor de mis sonrisas, es decir: con la peor. ¿Dónde está Ulises? El otro argentino dijo algo sobre el lumpenproletariado literario. ¿Qué estás diciendo?, dije yo. Entonces habló Logiacomo, supongo que para apaciguarnos. Ulises se esfumó, dijo. ¿Cómo que se esfumó? Pregúntaselo a Montero, nosotros nos acabamos de enterar. Tardé más de la cuenta en comprender que Ulises no había desaparecido durante el vuelo de vuelta (en mi imaginación lo vi levantarse de su asiento, atravesar el pasillo, cruzarse con una azafata que le sonríe, entrar en el lavabo, echar el pestillo y desaparecer) sino en Managua, durante la visita de la delegación de escritores mexicanos. Y eso fue todo. Al día siguiente fui a ver a Montero a Bellas Artes y me dijo que por culpa de Ulises se iba a quedar sin empleo.

Xóchitl García, calle Montes, cerca del Monumento a la Revolución , México DF, julio de 1982. Había que llamar a la mamá de Ulises, digo, lo menos que podíamos hacer era eso, pero Jacinto no tenía corazón para decirle que su hijo había desaparecido en Nicaragua, aunque yo le decía no será para tanto, Jacinto, tú ya conoces a Ulises, tú eres su amigo y sabes cómo es él, pero Jacinto decía que había desaparecido y punto, igualito que Ambrose Bierce, igualito que los poetas ingleses muertos en la guerra de España, igualito que Pushkin, sólo que en este caso su mujer, digo, la mujer de Pushkin era la Realidad, el francés que mató a Pushkin era la Contra, la nieve de San Petersburgo eran los espacios en blanco que Ulises Lima iba dejando tras de sí, digo, su flojera, su holgazanería, su falta de sentido práctico, y los padrinos del duelo (o los padrotes del duelo, como decía Jacinto), pues la Poesía Mexicana o la Poesía Latinoamericana que en forma de Delegación Solidaria asistía impertérrita a la muerte de uno de los mejores poetas actuales.

Eso decía Jacinto, pero igual no llamaba a la mamá de Ulises, y yo le decía: vamos a ver, examinemos la situación, a esa señora lo que menos le importa es que su hijo sea Pushkin o sea Ambrose Bierce, yo me pongo en su lugar, yo soy madre y si algún día un hijo de la chingada me mata a Franz (Dios no lo quiera), pues no voy a pensar que se murió el gran poeta mexicano (o latinoamericano) sino que voy a retorcerme de dolor y de desesperación y no voy a pensar ni remotamente en la literatura. Esto lo puedo asegurar porque soy madre y sé de las noches en vela y de los sustos y de los cuidados que te da un pinche escuincle, así que te puedo asegurar que lo mejor es llamarla por teléfono o ir a verla a Ciudad Satélite y decirle lo que sabemos de su hijo. Y Jacinto decía: ya lo debe de saber, se lo diría Montero. Y yo le decía: ¿pero cómo puedes estar tan seguro? Y entonces Jacinto se quedaba callado y yo le decía: pero si ni siquiera ha salido en los periódicos, nadie ha dicho nada, es como si Ulises nunca hubiera viajado a Centroamérica. Y Jacinto decía: pues es verdad. Y yo le decía: ni tú ni yo podemos hacer nada, no nos hacen caso, pero tratándose de su madre, seguro que a ella sí que la escucharán. La van a mandar a la goma, decía Jacinto, lo único que vamos a conseguir es darle más preocupaciones, más cosas en que pensar, ella tal como está ya está bien, ojos que no ven corazón que no siente, decía Jacinto preparándole la comida a Franz y paseándose por nuestra casa, ojos que no ven corazón que no piensa, vivir en la ignorancia casi casi es como vivir en la felicidad.

Y entonces yo le decía: cómo puedes decir que eres marxista, Jacinto, cómo puedes decir que eres poeta si luego haces semejantes declaraciones, ¿piensas hacer la revolución con refranes? Y Jacinto me contestaba que francamente él ya no pensaba hacer la revolución de ninguna manera, pero que si una noche le diera por allí, pues no sería mala idea, con refranes y con boleros, y también me decía que parecía que fuera yo la que se había perdido en Nicaragua, por lo angustiada que estaba, y quién te dice a ti, decía, que Ulises se perdió en Nicaragua, puede que no se perdiera en absoluto, puede que decidiera quedarse por su propia voluntad, al fin y al cabo Nicaragua debe de ser como el sueño que teníamos en 1975, el país en donde todos queríamos vivir. Y entonces yo pensaba en el año 75, cuando aún no había nacido Franz, y trataba de acordarme de cómo era Ulises en aquellas fechas y de cómo era Arturo Belano, pero lo único que conseguía recordar con nitidez era la cara de Jacinto, su sonrisa de ángel chimuelo, y me daba como mucha ternura, como ganas de abrazarlo allí mismo, a él y a Franz y decirles a los dos que los quería mucho, pero acto seguido volvía a acordarme de la mamá de Ulises y me parecía que nadie tenía derecho a no decirle dónde estaba su hijo, ya bastante había sufrido, la pobre, y volvía a insistir en que la llamara, llámala por teléfono, Jacinto, y explícale todo lo que sabes, pero Jacinto decía que no era de su incumbencia, que no estaba él para especular con noticias vagas, y entonces yo le dije: quédate un ratito con Franz, ahorita vuelvo, y él se quedó quieto, mirándome sin decir nada, y cuando yo cogí mi bolso y abrí la puerta él me dijo: al menos procura no ser alarmista. Y yo le dije: sólo le voy a decir que su hijo ya no está en México.

Rafael Barrios, en el baño de su casa, Jackson Street, San Diego, California, septiembre de 1982. Con Jacinto nos escribimos de vez en cuando, fue él quien me comunicó la desaparición de Ulises. Pero no me lo dijo por carta. Me llamó por teléfono desde la casa de su amigo Efrén Hernández, de lo que se deduce que, al menos para él, el asunto era grave. Efrén es un poeta joven que quiere hacer una poesía como la que hacíamos los real visceralistas. Yo no lo conozco, apareció cuando ya me había venido a California, pero según Jacinto el chavo no escribe mal. Mándame poemas suyos, le dije, pero Jacinto sólo manda cartas, así que no sé si escribe bien o mal, si hace una poesía real visceralista o no, claro que también, si he de ser sincero, tampoco sé qué es una poesía real visceralista. La de Ulises Lima, por ejemplo. Puede ser. No lo sé. Sólo sé que en México ya no nos conoce nadie y que los que nos conocen se ríen de nosotros (somos el ejemplo de lo que no se debe hacer) y tal vez no les falte razón. Por lo que siempre es grato (o por lo menos de agradecer) que haya un poeta joven que escribe o que quiere escribir a la manera de los real visceralistas. Y este poeta se llama Efrén Hernández y desde su teléfono o más bien desde el teléfono de la casa de sus padres me llamó Jacinto Requena para decirme que Ulises Lima había desaparecido. Yo escuché la historia y después le dije: no ha desaparecido, ha decidido quedarse en Nicaragua, que es bien distinto. Y él dijo: si hubiera decidido quedarse en Nicaragua nos lo hubiera dicho, yo lo fui a despedir al aeropuerto y no tenía ninguna intención de no volver. Yo le dije: no te aceleres, brother, parece como si no conocieras a Ulises. Y él dijo: ha desaparecido, Rafael, créeme, ni a su mamá le dijo nada, no quieras ver el pleito que les está armando a los pendejos de Bellas Artes. Yo le dije: pa su mecha. Y él dijo: cree que los poetas campesinos asesinaron a su hijo. Yo le dije: pa su madre. Y él dijo: pues sí, cuando a una madre le tocan a su hijo se convierte en una leona, al menos eso es lo que asegura Xóchitl.

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