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– En realidad Ulises creía que ya existía una editorial que se llamaba así, pero estaba equivocado y cuando se dio cuenta de su error decidió ponerle a su revista ese nombre -dijo Barrios.

– ¿Qué editorial?

– La P.-J. Oswald, de París, la que publicó un libro de Mathieu Messagier.

– Y el cabrón de Ulises pensaba que la editorial francesa se llamaba Oswald por el asesino. Pero ésta era la Pe Jota Oswald y no la Ele Hache Oswald y un día se dio cuenta y entonces decidió apropiarse del nombre.

– El nombre del francés debe ser Pierre-Jacques -dijo Requena.

– O Paul-Jean Oswald.

– ¿Su familia tiene dinero? -pregunté.

– No, la familia de Ulises no tiene dinero -dijo Requena-. En realidad, su familia es su madre, ¿no? Yo al menos no conozco a nadie más.

– Yo conozco a toda su familia -dijo Pancho-. Yo conocí a Ulises Lima mucho antes que todos ustedes, mucho antes que Belano, y su mamá es su única familia. Y les aseguro que no tiene luz.

– ¿Y cómo pudo financiar dos números de una revista?

– Vendiendo mota -dijo Pancho. Los otros dos se quedaron callados, pero no lo desmintieron.

– No me lo puedo creer -dije.

– Pues es así. La luz viene de la marihuana.

– Carajo.

– La va a buscar a Acapulco y luego la reparte entre sus clientes del DF.

– Cállate, Pancho -dijo Barrios.

– ¿Por qué me voy a callar? ¿Que el chavo este no es un chingado real visceralista? ¿Por qué me voy a callar, entonces?

13 de noviembre

Hoy he seguido a Lima y a Belano durante todo el día. Hemos caminado, hemos tomado el metro, camiones, un pesero, hemos vuelto a caminar y durante todo el rato no hemos dejado de hablar. De vez en cuando ellos se detenían y entraban en casas particulares y yo entonces me tenía que quedar en la calle esperándolos. Cuando les pregunté qué era lo que hacían me dijeron que llevaban a cabo una investigación. Pero a mí me parece que reparten marihuana a domicilio. Durante el trayecto les leí los últimos poemas que he escrito, unos once o doce, y creo que les gustaron.

14 de noviembre

Hoy fui con Pancho Rodríguez a casa de las hermanas Font.

Llevaba unas cuatro horas en el café Quito, ya había ingerido tres cafés con leche y mi entusiasmo por la lectura y la escritura comenzaba a languidecer cuando apareció Pancho y me pidió que lo acompañara. Accedí encantado.

Las Font viven en la colonia Condesa, en una elegante y bonita casa de dos pisos con jardín y patio trasero de la calle Colima.

El jardín no es nada del otro mundo, hay un par de árboles raquíticos y el césped no está bien cortado, pero el patio trasero es otra cosa: los árboles allí son grandes, hay plantas enormes, de hojas de un verde tan intenso que parecen negras, una pileta cubierta de enredaderas (en la pileta, no me atrevo a llamarla fuente, no hay peces pero sí un submarino a pilas, propiedad de Jorgito Font, el hermano menor) y una casita completamente independiente de la casa grande, que en otro tiempo probablemente hizo las veces de cochera o de establo y que actualmente comparten las hermanas Font.

Antes de llegar Pancho me puso sobreaviso:

– El papá de Angélica está un poco chalado. Si ves algo raro no te asustes, tú haz lo mismo que hago yo y como si lloviera. Si se pone pesado, lo abaratamos y ya está.

– ¿Lo abaratamos? -dije sin saber muy bien qué era lo que me proponía-. ¿Entre tú y yo? ¿En su propia casa?

– Su mujer nos quedaría eternamente agradecida. El tipo está completamente tocadiscos. Hace cosa de un año ya se pasó una temporadita en la casa de la risa. Pero eso no se lo digas a las Font, al menos no les digas que yo te lo dije.

– Así que el tipo está loco -dije yo.

– Loco y arruinado. Hasta hace poco tenían dos coches, tres sirvientas y daban fiestas por todo lo alto. Pero no sé qué cables se le cruzaron al pobre diablo y un día perdió la chaveta. Ahora está en la ruina.

– Pero mantener esta casa debe costar dinero.

– Es de propiedad y es lo único que les queda.

– ¿Qué hacía el señor Font antes de enloquecer? -pregunté.

– Era arquitecto, pero muy malo. Él fue el que diagramó los dos números de Lee Harvey Oswald .

– Carajo.

Cuando tocamos el timbre salió a abrirnos un tipo calvo, de bigotes y con pinta de desquiciado.

– Es el padre de Angélica -me susurró Pancho.

– Me lo imagino -dije.

El tipo se acercó a la puerta de calle a grandes zancadas, nos miró con una mirada que expelía odio concentrado y yo me alegré de estar al otro lado de la reja. Tras dudar unos segundos, como si no supiera qué hacer, abrió la puerta y se abalanzó hacia nosotros. Yo di un salto hacia atrás pero Pancho extendió los brazos y lo saludó efusivamente. El hombre entonces se detuvo y extendió una mano vacilante antes de franquearnos la entrada.

Pancho echó a andar rápidamente hacia la parte trasera de la casa y yo lo seguí. El padre de las Font volvió a la casa grande hablando solo. Mientras nos internábamos por un pasillo lleno de flores que comunicaba exteriormente el jardín delantero del trasero Pancho me explicó que otro de los motivos de desasosiego del pobre señor Font era su hija Angélica:

– María ya perdió la virginidad -dijo Pancho-, pero Angélica todavía no, aunque está a punto, y el viejo lo sabe y eso lo enloquece.

– ¿Cómo lo sabe?

– Misterios de la paternidad, supongo. El caso es que se lo pasa todo el día pensando en quién será el gandalla que desvirgue a su hija y eso resulta excesivo para un hombre solo. Yo en el fondo lo entiendo, si estuviera en su lugar me pasaría lo mismo.

– ¿Pero tiene a alguien en mente o sospecha de todos?

– Sospecha de todos, por supuesto, aunque hay dos o tres descartados: los jotos y su hermana. El viejo no es tonto.

No entendí nada.

– El año pasado Angélica ganó el premio de poesía Laura Damián, ¿te das cuenta?, con sólo dieciséis años.

En mi vida había oído hablar de ese premio. Según me contó Pancho después, Laura Damián era una poetisa que murió antes de cumplir los veinte años, en 1972, y sus padres instauraron el premio en su memoria. Según Pancho el premio Laura Damián era uno de los más apreciados por la gente especial del DF. Lo miré como preguntándole con los ojos qué clase de imbécil eres tú, pero Pancho, tal como esperaba, no se dio por aludido. Después levanté la vista al cielo y creí notar que una cortina se movía en una de las ventanas del segundo piso. Tal vez sólo fuera una corriente de aire, pero no dejé de sentirme observado hasta que traspuse el umbral de la casita de las hermanas Font.

Allí sólo estaba María.

María es alta, morena, de pelo negro y muy lacio, nariz recta (absolutamente recta) y labios finos. Parece de buen carácter aunque no es difícil adivinar que sus enfados pueden ser prolongados y terribles. La encontramos de pie en medio de la habitación, ensayando pasos de danza, leyendo a Sor Juana Inés de la Cruz, escuchando un disco de Billie Holiday y pintando con aire distraído una acuarela en donde aparecen dos mujeres con las manos entrelazadas, a los pies de un volcán, rodeadas de riachuelos de lava. Su recibimiento es frío al principio, como si la presencia de Pancho le resultara molesta pero la tolerara por respeto a su hermana y porque en equidad la casita del patio no es sólo suya sino de ambas. A mí ni me mira.

Para colmo me permito hacer una observación un tanto banal acerca de Sor Juana, lo que la predispone aún más en mi contra (un albur nada oportuno sobre los archifamosos versos: Hombres necios que acusáis / a la mujer sin razón, / sin ver que sois la ocasión / de lo mismo que culpáis y que luego intenté vanamente remediar recitando aquellos de Detente, sombra de mi bien esquivo, / imagen del hechizo que más quiero, / bella ilusión por quien alegre muero, / dulce ficción por quien penosa vivo).

Así que de pronto allí estábamos los tres, sumidos en un silencio tímido u hosco, depende, y María Font ni siquiera nos miraba aunque yo de vez en cuando la miraba a ella o miraba su acuarela (o mejor dicho la espiaba a ella y espiaba su acuarela) y Pancho Rodríguez, a quien la hostilidad de María o de su padre parecía no importarle nada, miraba los libros silbando una canción que por lo que pude escuchar nada tenía que ver con lo que estaba cantando Billie Holiday, hasta que por fin apareció Angélica y entonces comprendí a Pancho (¡él era uno de los que pretendía desvirgar a Angélica!) y casi comprendí al padre de las Font, aunque para mí, debo admitirlo francamente, la virginidad no tiene ninguna importancia (yo mismo, sin ir más lejos, soy virgen. A menos que considere la fellatio interrumpida de Brígida como un desvirgamiento. ¿Pero eso es hacer el amor con una mujer? ¿No tendría simultáneamente que haberle lamido el sexo para considerar que en efecto hicimos el amor? ¿Para que un hombre deje de ser virgen debe introducir su verga en la vagina de una mujer y no en su boca o en su culo o en su axila? ¿Para considerar que de verdad he hecho el amor debo previamente eyacular? Todo esto es complicado).

Pero a lo que iba. Apareció Angélica y a juzgar por la manera en que saludó a Pancho quedó claro, al menos para mí, que éste tenía ciertas posibilidades sentimentales con la poetisa laureada. Fui presentado fugazmente y dejado otra vez de lado.

Entre ambos desplegaron un biombo que dividía la habitación en dos y luego se sentaron en la cama y los oí hablar en susurros.

Me acerqué a María e hice unas cuantas observaciones sobre la calidad de su acuarela. Ni siquiera me miró. Opté por otra táctica: hablé del realismo visceral y de Ulises Lima y Arturo Belano. Consideré asimismo (intrépidamente: los susurros al otro lado del biombo me ponían cada vez más nervioso) como una obra real visceralista la acuarela que tenía ante mis ojos. María Font me miró por primera vez y sonrió:

– Me importan un carajo los real visceralistas.

– Pero yo pensé que tú formabas parte del grupo, quiero decir del movimiento.

– Ni loca… Si al menos hubieran buscado un nombre menos asqueroso… Soy vegetariana. Todo lo que suene a vísceras me produce náuseas.

– ¿Qué nombre le hubieras puesto tú?

– Ay, no sé. Sección Surrealista Mexicana, tal vez.

– Creo que ya existe una Sección Surrealista Mexicana en Cuernavaca. Además lo que nosotros pretendemos es crear un movimiento a escala latinoamericana.

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