A mediados de octubre volvió a aparecer. Yo estaba tirado en mi litera contemplando las musarañas cuando escuché que afuera alguien pronunciaba mi nombre. Cuando salí a cubierta lo vi sentado en uno de los pilotes del puerto. Qué tal, Lebert, me dijo. Bajé a saludarlo y encendimos unos cigarrillos. Era una mañana fría, con algo de niebla y no se veía un alma por los alrededores. Toda la gente, supuse, estaría en el bar de Raoul. A lo lejos se escuchaba el ruido de los toros de un barco que estaba siendo estibado. Vamos a desayunar, me dijo. De acuerdo, vamos a desayunar, dije yo. Pero ninguno de los dos se movió. Del fondo de la escollera vimos que venía una persona. Belano se sonrió. Joder, dijo, es Ulises Lima. Nos quedamos quietos, esperándolo, hasta que llegó a donde estábamos. Ulises Lima era un lipo más bajo que Belano, pero más fornido. Como Belano, llevaba una mochila pequeña colgando del hombro. Nada más verse se pusieron a hablar en español, aunque su saludo, la forma en que se saludaron, fue más bien casual, sin énfasis. Les dije que me iba al bar de Raoul. Belano dijo de acuerdo, luego iremos nosotros para allá y yo los dejé allí, conversando.
En el bar estaban todos los tripulantes del Isobel, todos cariacontecidos, lo que no era para menos, aunque como yo digo, si las cosas te van mal, con entristecerte sólo te pueden ir peor. Así que entré, miré a la parroquia, dije un chiste en voz alta o me burlé de ellos y luego pedí un café con leche y un croissant y una copa de coñac y me puse a leer el Liberation del día anterior que compraba Francois y que solía dejar en el bar. Estaba leyendo un artículo sobre los yuyú del Zaire cuando Belano y su amigo entraron y se fueron directos a mi mesa. Pidieron cuatro croissants y los cuatro se los comió el desaparecido Ulises Lima. Luego pidieron tres sandwiches de jamón y queso y me invitaron uno. Me acuerdo que Lima tenía una voz rara. Hablaba el francés mejor que su amigo. No sé de qué hablamos, tal vez de los yuyús del Zaire, sólo sé que en un determinado momento de la conversación Belano me dijo si le podía conseguir trabajo a Lima. De buena gana me hubiera reído. Todos los que estamos aquí, le dije, buscamos trabajo. No, dijo Belano, me refiero a un trabajo en el barco. ¿En el Isobel? ¡Pero si son los del Isobel los que andan buscando trabajo!, le dije. Precisamente, dijo Belano, seguro que en estas circunstancias hay una plaza libre. En efecto, dos de los pescadores del Isobel habían encontrado trabajo de albañiles en Perpignan, algo que podía tenerlos ocupados por lo menos una semana. Sería cosa de consultarlo con el patrón, le dije. Lebert, dijo Belano, seguro que tú le puedes conseguir el trabajo a mi amigo. Pero no hay dinero, dije. Pero sí una litera, dijo Belano. El problema es que tu amigo no creo que sepa nada de pesca o de barcos, dije yo. Claro que sabe, dijo Belano, ¿eh, Ulises, verdad que sabes? Un chingo, dijo Lima. Yo me los quedé mirando porque estaba claro que eso no podía ser verdad, bastaba con verles las caras, pero luego pensé que quién era yo para estar tan seguro de los oficios de la gente, nunca he estado en América, yo qué sé cómo son los pescadores en esos parajes.
Esa misma mañana me fui a hablar con el patrón y le dije que tenía un nuevo tripulante y el patrón me dijo: de acuerdo, Lebert, que se instale en la litera de Amidou, pero sólo una semana. Y cuando volví al bar de Raoul, en la mesa de Belano y de Lima había una botella de vino, y luego Raoul trajo tres platos de sopa de pescado, una sopa bastante mediocre pero que Belano y Lima se tomaron ponderándola como digna representante de la cocina francesa, yo no supe si se estaban riendo de Raoul, de ellos mismos o lo decían en serio, creo que lo decían en serio, y después nos comimos una ensalada con pescado hervido, y lo mismo, felicitaciones, decían, soberbia ensalada o típica ensalada provenzal, cuando estaba a la vista que aquello ni siquiera llegaba a ensalada rosellonesa. Pero Raoul estaba feliz y además eran clientes de pago al contado, así que ¿qué más se podía pedir? Luego aparecieron Francois y Margueritte y los invitamos a que se sentaran con nosotros y Belano se empeñó en que todos comiéramos un postre, y luego pidió una botella de champán, pero Raoul no tenía champán y se tuvo que conformar con otra botella de vino y un par de pescadores del Isobel que estaban en la barra se vinieron a nuestra mesa y yo les presenté a Lima, les dije: éste va a trabajar con nosotros, un marinero de México, sí, señor, dijo Belano, el holandés errante del lago de Pátzcuaro, y los pescadores saludaron a Lima y le dieron la mano, aunque algo en la mano de Lima les pareció raro, claro, no era una mano de pescador, eso se nota enseguida, pero debieron de pensar como yo, que vaya uno a saber cómo son los pescadores de aquel país tan lejano, el pescador de almas de la Casa del Lago de Chapultepec, dijo Belano, y así seguimos, si la memoria no me falla, hasta las seis de la tarde. Después Belano pagó, nos dijo adiós y se marchó a Colliure.
Esa noche Lima durmió en el Isobel con nosotros. El día siguiente fue un mal día, amaneció nublado y pasamos la mañana y parte de la tarde preparando los aparejos del barco. A Lima le tocó limpiar la bodega. Allí abajo olía tan mal, una peste de pescado rancio que tumbaba al más plantado, que todos rehuíamos la faena, pero el mexicano no se arredró. Yo creo que el patrón lo hizo para probarlo. Le dijo limpia la bodega. Yo le dije: haz como que la limpias y vuelve a cubierta al cabo de dos minutos. Pero Lima bajó y allí se estuvo durante más de una hora. A la hora de la comida el Pirata preparó un estofado de pescado y Lima no quiso comer. Come, come, decía el Pirata, pero Lima dijo que no tenía hambre. Descansó un poco, apartado de nosotros, como si temiera ponerse a vomitar si nos veía comer y luego volvió a bajar a la bodega. A las tres de la madrugada del día siguiente nos hicimos a la mar. Bastaron unas cuantas horas para que todos supiéramos que Lima no había estado en un barco ni una sola vez en su vida. Al menos esperemos que no se nos caiga por la borda, dijo el patrón. Los otros miraban a Lima, que le ponía ganas pero que no sabía hacer nada, y miraban al Pirata, que ya estaba borracho, y lo único que podían hacer era encogerse de hombros, sin quejarse, aunque seguro que en ese momento envidiaban a los dos compañeros que habían conseguido colocarse de albañiles en Perpignan. Recuerdo que el día era mas bien nublado, con amenaza de lluvia por el sureste, pero que luego el viento cambió y las nubes se alejaron. A las doce recogimos las redes y en ellas sólo teníamos una miseria. A la hora de la comida todos estábamos de un humor de perros. Recuerdo que Lima me preguntó desde cuándo estaban las cosas así y que le dije que por lo menos desde hacía un mes. El Pirata, en broma, sugirió que le prendiéramos fuego al barco y el patrón dijo que si volvía a decir algo semejante le iba a romper la cara. Luego pusimos proa al noreste y por la tarde volvimos a tirar las redes en un lugar en donde nunca antes habíamos faenado. Trabajábamos, lo recuerdo, con desgana, menos el Pirata, que a esas alturas del día estaba completamente borracho y decía incoherencias en la sala de mando, hablaba de una pistola que había ocultado o se quedaba mirando durante mucho rato la hoja de un cuchillo de cocina y luego buscaba con la vista al patrón y decía que todo hombre tenía un límite, cosas de ese estilo.
Cuando empezaba a oscurecer nos dimos cuenta que las redes estaban llenas. Recogimos y en la bodega había más pesca que en todos los días anteriores. De golpe todos nos pusimos a trabajar como diablos. Seguimos hacia el noreste y volvimos a tirar las redes y nuevamente las sacamos rebosantes de peces. Hasta el Pirata empezó a trabajar de valiente. Así estuvimos toda la noche y toda la mañana, sin dormir, siguiendo al banco que se desplazaba hacia el extremo oriental del golfo. A las seis de la tarde del segundo día la bodega estaba llena a rebosar, como nunca antes la habíamos visto ninguno, aunque el patrón afirmaba que diez años atrás él ya había visto una pesca casi igual de considerable. Cuando volvimos a Port Vendres muy pocos se creían lo que nos había ocurrido. Descargamos, dormimos un poco y volvimos a salir. Esta vez no pudimos encontrar el gran banco, pero la pesca fue muy buena. Aquella dos semanas se podría decir que vivimos más en el mar que en el puerto. Después todo volvió a ser como antes, pero nosotros sabíamos que éramos ricos, pues nuestro salario consistía en un porcentaje de lo pescado. Entonces el mexicano dijo que ya estaba bien, que él ya tenía el dinero suficiente para hacer lo que tenía que hacer y que nos dejaba. El Pirata y yo le preguntamos qué era lo que tenía que hacer. Viajar, nos dijo, con lo que he ganado puedo comprarme un billete de avión para Israel. Seguro que allí te espera una hembrita, le dijo el Pirata. Más o menos, dijo el mexicano. Después lo acompañé a hablar con el patrón. Éste aún no tenía el dinero, los frigoríficos tardan en pagar, sobre todo si se trata de una remesa tan grande y Lima se tuvo que quedar unos días más con nosotros. Pero ya no quiso dormir en el Isobel. Durante unos días estuvo fuera. Cuando lo volví a ver me dijo que había estado en París. Había hecho el viaje de ida y vuelta en autostop. Aquella noche lo invitamos a comer, el Pirata y yo, en el bar de Raoul, y luego se fue a dormir al barco aunque sabía que a las cuatro de la mañana salíamos de Port Vendres hacia el golfo de los Leones en busca, una vez más, de aquel banco increíble. Estuvimos dos días en el mar y la pesca sólo fue discreta.
A partir de entonces Lima prefirió dormir el tiempo que le restaba hasta cobrar su paga en una de las cuevas de El Borrado. El Pirata y yo lo acompañamos una tarde y le indicamos cuáles eran las mejores cuevas, en dónde estaba el pozo, qué camino debía seguir por las noches para evitar despeñarse, en fin, algunos secretos para hacer placentera una vida al aire libre. Cuando no estábamos en el mar nos veíamos en el bar de Raoul. Lima se hizo amigo de Margueritte y de Francois y de un alemán de unos cuarentaicinco años, Rudolph, que trabajaba en Port Vendres y en los alrededores haciendo lo que fuera y que aseguraba que a los diez años había sido soldado de la Wehrmacht y que había obtenido una cruz de hierro. Cuando los demás mostrábamos nuestra incredulidad, él sacaba la medalla y la enseñaba a quien quisiera verla: una cruz de hierro ennegrecida y oxidada. Y luego la escupía y blasfemaba en alemán y en francés. Se ponía la medalla a treinta centímetros de la cara y hablaba con ella como si fuera un enano y le hacía morisquetas y luego la bajaba y la escupía con desprecio o con rabia. Una noche yo le dije: ¿si tanto odias esa puta medalla por qué de una puta vez no la arrojas al puto mar? Rudolph, entonces, se quedó callado, como si se avergonzara, y guardó la cruz de hierro en un bolsillo.