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Laura Jáuregui, TlaIpan, México DF, enero de 1976. Antes de conocerlo a él fui novia de César, César Amaga, y a César me lo presentaron en el taller de poesía de la Torre de Rectoría de la UNAM, allí conocí a María Font y a Rafael Barrios, allí también conocí a Ulises Lima que por entonces no se llamaba Ulises Lima, no sé, tal vez ya se llamaba Ulises Lima pero nosotros le llamábamos por su nombre verdadero, Alfredo no sé qué, y también conocí a César y nos enamoramos o creímos que nos habíamos enamorado y los dos colaboramos en la revista de Ulises Lima. Esto ocurrió a finales de 1973, no lo podría precisar con más exactitud, fueron unos días en que llovía mucho, lo recuerdo porque siempre llegábamos mojados a las reuniones. Y luego hicimos la revista, Lee Harvey Oswald, vaya nombre, en el estudio de arquitectura donde trabajaba el papá de María, unas tardes deliciosas, tomábamos vino y siempre alguna de nosotras llevaba unos sandwiches, Sofía o María o yo, los muchachos nunca llevaban nada, aunque sí, al principio sí, pero luego los que llevaban cosas, es decir los más educados, fueron abandonando el proyecto, al menos ya no se presentaban a las reuniones, y luego apareció Pancho Rodríguez y todo se fue al garete, al menos en lo que a mí respecta, pero yo seguí en la revista, o seguí frecuentando al grupo de la revista, sobre todo porque César estaba allí, sobre todo por María y por Sofía (de Angélica nunca fui amiga, lo que se dice amiga), no por querer publicar mis poemas, en el primer número no se publicó nada, en el segundo iba a aparecer un poema mío, Lilith se llamaba, pero al final no sé qué pasó y no lo publicaron. El que sí publicó un poema en Lee Harvey Oswald fue César, el poema se llamaba Laura y César, qué tierno, pero Ulises se lo cambió (o lo convenció para cambiarlo) y al final se llamó Laura amp; César, ésas eran las cosas que hacía Ulises Lima.

Bueno, el caso es que primero conocí a César y Laura amp; César se hicieron novios o algo parecido. Pobre César. Tenía el pelo castaño claro y era bastante alto. Vivía con su abuela (sus padres vivían en Michoacán) y con él tuve mis primeras experiencias sexuales adultas. O mejor dicho, con él tuve mis últimas experiencias sexuales adolescentes. O las penúltimas, bien pensado. íbamos al cine, en un par de ocasiones fuimos al teatro, por aquella época me matriculé en la Escuela de Danza y a veces César me acompañaba. El resto del tiempo lo dedicábamos a dar largos paseos, a comentar los libros que leíamos y a estar juntos sin hacer nada. Y esto se prolongó durante unos meses, tal vez tres o cuatro o nueve meses, no más de nueve meses, y un día rompí con él, de eso sí que estoy segura, fui yo la que le dije que se había acabado, aunque el motivo exacto lo he olvidado, y recuerdo que César se lo tomó muy bien, estuvo de acuerdo conmigo, él estudiaba entonces segundo de Medicina, yo me acababa de matricular en Filosofía y Letras, y esa tarde no fui a clases, me fui a casa de María, tenía que hablar con una amiga, quiero decir personalmente, no por teléfono, y cuando llegué a Colima, a la casa de María, encontré la puerta del jardín abierta y eso me extrañó un poco, esa puerta siempre está cerrada, manías de la mamá de María, y entré y toqué el timbre y la puerta se abrió y un tipo al que nunca había visto me preguntó a quién buscaba. Era Arturo Belano. Tenía entonces veintiún años, era delgado, llevaba el pelo muy largo y usaba gafas, unas gafas horribles, aunque su miopía no era exagerada, apenas unas pocas dioptrías en cada ojo, pero las gafas igual eran horribles. Sólo cruzamos unas palabras, él estaba con María y con un poeta llamado Aníbal que por entonces iba loco por María, pero cuando yo llegué ellos ya se iban.

Ese mismo día lo volví a ver. Me pasé toda la tarde conversando con María y después nos fuimos al centro a comprar un pañuelo, creo, y seguimos conversando (primero de César amp; Laura, después de todo lo habido y por haber) y terminamos tomando capuchinos en el café Quito en donde María había quedado citada con Aníbal. Y a eso de las nueve de la noche apareció Arturo. Esta vez iba con un chileno de diecisiete años llamado Felipe Müller, su mejor amigo, un tipo muy alto, rubio, que casi nunca abría la boca y que seguía a Arturo a todas partes. Y se sentaron con nosotras, claro. Y después llegaron otros poetas, poetas un poco mayores que Arturo, ninguno miembro del realismo visceral, entre otras razones porque todavía no existía el realismo visceral, poetas que habían sido amigos de Arturo antes de que él se marchara a Chile, como Aníbal, y que por lo tanto lo conocían desde que él tenía diecisiete años, en realidad periodistas y funcionarios, esa clase de gente triste que nunca sale del centro, de ciertas zonas del centro, titulares de la tristeza en la zona comprendida por la avenida Chapultepec, al sur, y Reforma, por el norte, asalariados de El Nacional, correctores del Excelsior, tinterillos de la Secretaría de Gobernación que cuando dejaban sus chambas se desplazaban a Bucareli y allí extendían sus tentáculos o sus hojitas verdes. Y aunque eran tristes, como ya he dicho, esa noche nos reímos mucho, de hecho no paramos de reírnos. Y después nos fuimos caminando hasta la parada de camiones, María, Aníbal, Felipe Müller, Gonzalo Müller (el hermano de Felipe que muy pronto se iba a marchar de México), Arturo y yo. Y todos como que nos sentíamos muy felices, yo ya ni me acordaba de César, María miraba las estrellas que milagrosamente habían aparecido sobre el cielo del DF como proyecciones holográficas, y nuestro mismo paso era grácil, el recorrido lentísimo, como si avanzáramos y retrocediéramos para prolongar el momento en que inevitablemente tendríamos que llegar a la parada de camiones, hubo un trecho en que todos caminamos mirando el cielo (las estrellas que María nombraba), aunque mucho después Arturo me dijo que él no había mirado las estrellas sino las luces encendidas de algunos departamentos, departamentos pequeñitos como buhardillas en la calle Versalles, o en Lucerna, o en la calle Londres, y que en ese momento supo que su máxima felicidad hubiera sido estar conmigo en uno de esos departamentos y cenar un par de tortas con crema que hacía un vendedor ambulante de Bucareli. Pero entonces no me dijo eso (lo hubiera tomado por un loco), me dijo que le gustaría leer poemas míos, me dijo que adoraba las estrellas, las del hemisferio norte y las del hemisferio sur, me dijo que le diera mi número de teléfono.

Y yo le di mi número de teléfono y al día siguiente me llamó. Y quedamos para vernos, pero no en el centro, le dije que no podía salir de mi casa en Tlalpan, que tenía que estudiar, y él dijo perfecto, te voy a ver, así conozco Tlalpan, y yo le dije no hay nada que conocer, vas a tener que tomar el metro y luego un camión y luego otro camión, y entonces no sé por qué pensé que se iba a perder y le dije espérame en la parada del metro, y cuando fui a buscarlo lo encontré sentado sobre unas cajas de fruta, la espalda apoyada contra un árbol, vaya, el mejor sitio que uno hubiera podido encontrar. Qué suerte tienes, le dije. Sí, me dijo, tengo mucha suerte. Y esa tarde me habló de Chile, no sé si porque quiso o porque se lo pregunté yo, aunque dijo más bien cosas incoherentes, y también habló de Guatemala y El Salvador, había estado en toda Latinoamérica, al menos en todos los países de la costa del Pacífico, y nos besamos por primera vez, y luego estuvimos juntos bastantes meses y nos pusimos a vivir juntos y después sucedió lo que sucedió, es decir nos separamos y yo volví a vivir en casa de mi madre y me matriculé en Biología (algún día espero ser una buena bióloga, espero especializarme en biología genética) y a Arturo se le empezaron a ocurrir cosas raras. Fue entonces cuando nació el realismo visceral, al principio todos creímos que era una broma, pero luego nos dimos cuenta que no era una broma. Y cuando nos dimos cuenta que no era una broma, algunos, por inercia, creo yo, o por que de tan increíble parecía posible, o por amistad, para no perder de golpe a tus amigos, le seguimos la corriente y nos hicimos real visceralistas, pero en el fondo nadie se lo tomaba en serio, muy en el fondo, quiero decir.

Por entonces yo ya estaba haciendo nuevos amigos en la universidad y cada vez veía menos a Arturo, a sus amigos, creo que a la única que llamaba por teléfono o con la que a veces salía era María, pero incluso mi amistad con María comenzó a enfriarse. De todas formas siempre estaba más o menos al tanto de lo que hacía Arturo, y yo pensaba: pero qué imbecilidades se le pasan por la cabeza a este tipo, cómo puede creerse estas tonterías, y de pronto, una noche en que no podía dormir, se me ocurrió que todo era un mensaje para mí. Era una manera de decirme no me dejes, mira lo que soy capaz de hacer, quédate conmigo. Y entonces comprendí que en el fondo de su ser ese tipo era un canalla. Porque una cosa es engañarse a sí mismo y otra muy distinta es engañar a los demás. Todo el realismo visceral era una carta de amor, el pavoneo demencial de un pájaro idiota a la luz de la luna, algo bastante vulgar y sin importancia.

Pero lo que quería decir era otra cosa.

Fabio Ernesto Logiacomo, redacción de la revista La Chispa , calle Independencia esquina Luis Moya, México DF, marzo de 1976. Llegué a México en noviembre de 1975. Venía de otros países latinoamericanos, en donde había vivido más bien a salto de mata. Tenía veinticuatro años y mi suerte empezaba a cambiar. Las cosas en Latinoamérica ocurren así, yo prefiero no buscarle más explicaciones. Mientras vegetaba en Panamá me enteré que había ganado el premio de poesía de Casa de las Américas. Me alegré mucho. No tenía un clavo y con el dinero del premio pude comprarme el boleto para México y pude comer. Bueno, lo curioso era que yo aquel año no había concursado en Casa de las Américas. Ésa es la verdad. El año anterior les había enviado un libro y el libro no obtuvo ni una triste mención honrosa. Y en el año en curso de repente me entero que he ganado el premio y los dólares del premio. A la primera noticia pensé que estaba alucinando. Pasaba hambre. Ésa es la verdad y cuando uno pasa hambre a veces le da por ahí. Luego pensé que tal vez se tratara de otro Logiacomo, pero como que eran muchas coincidencias, otro Logiacomo argentino como yo, otro Logiacomo de veinticuatro años como yo, otro Logiacomo que había escrito un poemario con el mismo título que el mío. Bueno. En Latinoamérica pasan estas cosas y es mejor no quebrarse la cabeza buscando una respuesta lógica cuando a veces no existe una respuesta lógica. Era yo, afortunadamente, el que había ganado el premio y eso era todo, después me dijeron los de Casa que el libro del año anterior se había traspapelado y esas cosas.

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