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– Lo mejor es que las muchachas duerman en la casa -dijo Quim-, por motivos de seguridad, ya me comprendes, cuando la situación es de extremo peligro lo conveniente es reunir a la tropa en un solo reducto.

Estuvimos de acuerdo en todo y aquella noche Angélica durmió en la habitación de huéspedes, Lupe en la sala y María en la habitación de Jorgito. Yo decidí dormir en la casita del patio, tal vez con la esperanza de que María me hiciera una visita, pero tras darnos las buenas noches y separarnos estuve esperando infructuosamente durante mucho rato, recostado en la cama de María, envuelto en el olor de María, con una antología de Sor Juana entre las manos, pero incapaz de leer, hasta que no pude más y salí a dar una vuelta por el jardín. Proveniente de una de las casas de la calle Guadalajara o de la avenida Sonora, llegaba el sonido asordinado de una fiesta. Fui hasta la barda y me asomé: el Camaro amarillo seguía allí aunque en su interior no se veía a nadie. Volví a la casa, la ventana de la sala estaba iluminada y tras pegar la oreja a la puerta escuché unas voces apagadas que no pude identificar. No me atreví a llamar. En vez de eso di la vuelta y entré por la puerta de la cocina. En la sala, sentadas en el sofá, estaban María y Lupe. Olía a marihuana. María iba con un camisón de dormir de color rojo, que al principio tomé por un vestido, con bordados blancos en el pecho que representaban un volcán, un río de lava y una aldea a punto de ser destruida. Lupe aún no se había puesto el pijama, si es que tenía, cosa que dudo, e iba con una minifalda y una blusa negra y el pelo despeinado, lo que le daba un aire misterioso y atractivo. Cuando me vieron se quedaron calladas. Me hubiera gustado preguntarles de qué hablaban pero en lugar de hacerlo tomé asiento junto a ellas y les anuncié que el coche de Alberto seguía afuera. Ya lo sabían.

– Nunca había pasado un fin de año tan extraño -dije. María nos ofreció una taza de café y luego se levantó y fue a la cocina. La seguí. Mientras esperaba que el agua hirviera la abracé por detrás y le dije que quería acostarme con ella. No me contestó. Quien calla otorga, pensé, y besé su cuello y su nuca. El olor de María, un olor al que empezaba a desacostumbrarme, me enardeció tanto que me puse a temblar. En el acto me separé de ella. Recostado contra la pared de la cocina, por un instante temí perder el equilibrio o desmayarme allí mismo y tuve que hacer un esfuerzo para recuperar la normalidad.

– Tienes un buen corazón, García Madero -dijo ella mientras salía de la cocina portando una bandeja con tres tazas de agua caliente, el Nescafé y el azúcar. La seguí como un sonámbulo. Me hubiera gustado saber qué había querido decir con que yo tenía buen corazón, pero ya no me volvió a hablar.

Pronto comprendí que mi presencia allí era molesta. María y Lupe tenían muchas cosas que decirse y todas me resultaban incomprensibles. Por un instante parecía que hablaban del tiempo y al instante siguiente parecía que hablaban de Alberto, el padrote siniestro.

Al llegar a la casita me sentía tan cansado que ni siquiera encendí la luz.

Fui hasta la cama de María a tientas, guiado únicamente por la débil luz que llegaba de la casa grande o del patio o de la luna, no lo sé, y me tiré boca abajo, sin desvestirme y de inmediato me quedé dormido.

Ignoro qué hora era entonces ni cuánto rato permanecí así, sólo sé que estaba bien y que cuando me desperté aún estaba oscuro y una mujer me acariciaba. Tardé en darme cuenta de que no era María. Durante unos segundos creí que estaba soñando o que me hallaba irremediablemente perdido en la vecindad, junto a Rosario. La abracé y busqué su rostro en la oscuridad. Era Lupe y sonreía como una araña.

31 de diciembre

Hemos celebrado el año nuevo como quien dice en familia. Durante todo el día estuvieron apareciendo y desapareciendo por la casa los amigos de toda la vida. No muchos. Un poeta, dos pintores, un arquitecto, la hermana menor de la señora Font, el padre de la desaparecida Laura Damián.

La aparición de este último estuvo rodeada de gestos extremos y misteriosos. Quim estaba en pijama y sin afeitarse, sentado en la sala viendo la tele. Yo abrí la puerta y el señor Damián entró precedido por un enorme ramo de rosas rojas que me entregó con un gesto tímido y molesto (o desasido y disgustado). Mientras llevaba las flores a la cocina y buscaba un florero o lo que fuera para depositarlas oí que le decía a Quim algo sobre las miserias de la vida cotidiana. Después hablaron de las fiestas. Ya no son lo que eran, dijo Quim. En efecto, dijo el padre de Laura Damián. Ni que lo digas. Todo tiempo pasado fue mejor, dijo Quim. Nos hacemos viejos, dijo el padre de Laura Damián. Entonces Quim dijo algo sorprendente: no sé, dijo, cómo te las arreglas para seguir vivo, yo ya hace tiempo que me hubiera muerto.

Siguió un silencio prolongado, sólo roto por las voces lejanas de la señora Font y de sus hijas que preparaban una piñata en el patio trasero y luego el padre de Laura Damián explotó en un sollozo. No pude aguantar la curiosidad y salí de la cocina procurando no hacer ruido, precaución innecesaria pues los dos hombres estaban absortos contemplándose mutuamente, Quim con aspecto de acabado de levantar, despeinado, ojeroso, legañoso, el pijama arrugado, las pantuflas a medio salir de los pies, unos pies delicados como pude apreciar, muy distintos de los pies de mi tío, por ejemplo, y el señor Damián con el rostro como se suele decir literalmente bañado en lágrimas, aunque las lágrimas sólo formaban dos surcos en sus mejillas, dos surcos profundos que parecían tragarse el rostro entero, las manos juntas, sentado en un sillón enfrente de Quim. Quiero ver a Angélica, dijo. Primero límpiate los mocos, dijo Quim. El señor Damián extrajo un pañuelo del bolsillo del saco y se lo pasó por los ojos y las mejillas y luego se sonó. La vida es dura, Quim, dijo mientras se levantaba de improviso y se dirigía como dormido al baño. Al pasar junto a mí ni siquiera me miró.

Después creo que estuve un rato en el patio ayudándole a la señora Font a preparar los arreglos de la cena que pensaba dar aquella última noche de 1975. Cada final de año doy una cena para nuestros amigos, dijo, ya es una tradición, aunque de buena gana este año no la haría, no estoy para fiestas, ya ves, pero hay que ser fuertes. Le dije que el padre de Laura Damián estaba en casa. Alvarito viene cada año, dijo la señora Font, dice que soy la mejor cocinera que conoce. ¿Qué vamos a comer esta noche?, pregunté.

– Ay, hijo, no tengo idea, me parece que voy a prepararles un poco de mole y luego me iré a acostar temprano, este año no estoy para grandes celebraciones, ¿no te parece?

La señora Font me miró y se echó a reír. Me parece que esta mujer no está bien de la cabeza. Después volvió a sonar el timbre insistentemente y la señora Font, tras permanecer a la expectativa durante unos segundos, me pidió que fuera a ver quién era. Al pasar por la sala vi a Quim y al padre de Laura Damián, cada uno con una copa en la mano, sentados en el mismo sofá, mirando otro programa en la tele. El visitante era uno de los poetas campesinos. Creo que estaba borracho. Me preguntó dónde estaba la señora Font y luego pasó directo hacia el patio trasero en donde se hallaba ésta con sus guirnaldas y banderitas mexicanas de papel, obviando el triste cuadro que componían Quim y el padre de Laura Damián. Subí a la habitación de Jorgito y desde allí vi al poeta campesino que se llevaba las manos a la cabeza.

Numerosas, en cambio, fueron las llamadas telefónicas. Llamó primero una tal Lorena, ex poeta real visceralista, para invitar a María y a Angélica a una fiesta de fin de año. Luego llamó un poeta paciano. Luego llamó un bailarín de nombre Rodolfo que quiso hablar con María, pero ella se negó a ponerse y me rogó que le dijera que no estaba, cosa que hice sin placer, automáticamente, como si ya estuviera más allá de los celos, lo que de ser verdad sería magnífico, pues los celos no sirven para nada. Después llamó el arquitecto principal del estudio de arquitectura de Quim. Sorprendentemente primero habló con él y luego quiso que se pusiera al teléfono Angélica. Cuando Quim me pidió que llamara a Angélica tenía lágrimas en los ojos y mientras Angélica hablaba o más bien escuchaba, me dijo que la poesía era lo más bonito que se podía hacer en esta tierra maldita. Palabras textuales. Yo, por no llevarle la contraria, asentí (creo que le dije: qué buena onda, Quim, respuesta a todas luces cretina). Después estuve un rato en la casita de las muchachas, hablando con María y Lupe o más bien dicho escuchándolas hablar mientras me preguntaba cuándo y cómo iba a acabar el cerco del padrote.

Sobre la cogida de la noche anterior con Lupe, todo sigue envuelto en el misterio, aunque la verdad es que hacía mucho que no me lo pasaba tan bien. A la una de la tarde hubo un simulacro de comida: primero comimos Jorgito, María, Lupe y yo, luego, a la una y media, la señora Font, Quim, el padre de Laura Damián, el poeta campesino y Angélica. Mientras lavaba los platos escuché que el poeta campesino amenazaba con salir y enfrentarse a Alberto, seguido de la advertencia de la señora Font que le decía: Julio, no seas menso. Después todos nos fuimos a comer el postre a la sala.

Por la tarde me duché.

Tenía el cuerpo lleno de magulladuras pero no sabía quién me las había hecho, si Rosario o Lupe, en cualquier caso no había sido María y eso, extrañamente, me dolió, aunque el dolor distó mucho de ser insoportable, como cuando la conocí. En el pecho, justo debajo de la tetilla izquierda, tengo un morado del tamaño de una ciruela. En la clavícula unos arañazos con forma de estelas diminutas. También en los hombros he descubierto algunas señales.

Cuando salí encontré a todos tomando café en la cocina, algunos sentados y otros de pie. María le había pedido a Lupe que contara la historia de la puta a la que Alberto casi había ahogado con su verga. Parecían como hipnotizados. De vez en cuando interrumpían el relato de Lupe y decían qué bárbaro o qué bárbaros e incluso una voz femenina (la de la señora Font o la de Angélica) dijo qué inmensidad, mientras Quim le decía al padre de Laura Damián: ya ves con qué elemento nos enfrentamos.

A las cuatro de la tarde se marchó el poeta campesino y poco después apareció la hermana de la señora Font. Los preparativos para la cena se aceleraron.

Entre las cinco y las seis arreciaron las llamadas telefónicas de personas que excusaban su presencia en la cena y a las seis y media la señora Font dijo que no podía más, se puso a llorar y subió a encerrarse en su habitación.

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