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Me regaló cuatro libros que aún no he leído. Una semana después nos dijimos adiós, yo lo acompañé a la estación de Malgrat.

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Jacobo Urenda, rue du Cherche Midi, París, junio de 1996. Es difícil contar esta historia. Parece fácil, pero si rascas un poquito te das cuenta enseguida de que es difícil. Todas las historias de allá son difíciles. Yo viajo a África por lo menos tres veces al año, generalmente a los puntos calientes y cuando regreso a París me parece que todavía estoy soñando y me cuesta despertar, aunque se supone, al menos en teoría, que a los latinoamericanos el horror no nos impresiona tanto como a los demás.

Allí conocí a Arturo Belano, en la oficina de correos de Luanda, una tarde calurosa en que no tenía nada que hacer salvo gastarme una fortuna en llamadas telefónicas a París. Estaba en la ventanilla del fax luchando a brazo partido con el suplente del encargado que quería cobrarle de más y yo le eché una mano. Por esas cosas de la vida, los dos éramos del Cono Sur, él chileno y yo argentino, decidimos pasar lo que quedaba del día juntos, posiblemente fui yo quien lo sugirió, siempre he sido una persona sociable, me gusta conversar y conocer a otras personas, no se me da mal escuchar, aunque a veces parece que escucho pero en realidad estoy pensando en mis cosas.

Pronto nos dimos cuenta que teníamos más en común de lo que creíamos, al menos yo me di cuenta, supongo que Belano también, aunque no dijimos nada, no nos felicitamos mutuamente, ambos habíamos nacido más o menos por las mismas fechas, ambos habíamos rajado de nuestras respectivas repúblicas cuando pasó lo que pasó, a los dos nos gustaba Cortázar, nos gustaba Borges, ninguno tenía mucha plata y los dos hablábamos un portugués de ahí te quiero ver. En fin, éramos los típicos muchachos latinoamericanos de cuarenta y pocos años que se encuentran en un país africano que está al borde del abismo o del colapso, que para el caso es lo mismo. La única diferencia estribaba en que cuando se acabara mi trabajo, soy fotógrafo de la Agencia La Luna, yo iba a volver a París y el pobre Belano cuando acabara el suyo iba a seguir en África.

¿Pero por qué, hermano?, le dije en algún momento de la noche, ¿por qué no te vienes conmigo a Europa? Incluso me tiré el carril de que si no tenía dinero para el pasaje yo le prestaba, esas cosas que se dicen cuando uno está muy borracho y la noche no sólo es extranjera sino grande, muy grande, tan grande que como te descuides un poco te traga, a ti y a todos los que estén a tu lado, pero de esas cosas ustedes no saben nada, ustedes no han estado nunca en África. Yo sí. Belano también. Los dos éramos free-lancer. Yo, como ya he dicho, de la Agencia La Luna, Belano de un periódico madrileño que le pagaba una miseria por cada artículo. Y aunque de momento no me dijo por qué él no se marchaba, seguimos juntos y en armonía y la noche o la inercia de la noche de Luanda (que es una forma de hablar: en Luanda la inercia sólo llevaba a meterse debajo del catre) nos arrastró al bulín de un tal Joáo Alves, un negro de ciento veinte kilos, en donde encontramos a algunos conocidos, periodistas y fotógrafos, policías y cafiches, y en donde seguimos conversando. O tal vez no. Tal vez allí nos separamos, el humo de los cigarrillos me hizo perderlo de vista como tantas personas que uno conoce cuando sale a trabajar y habla con ellos y luego los pierde de vista. En París es distinto. La gente se aleja, la gente se va empequeñeciendo, y uno tiene tiempo, aunque no quiera, de decirle adiós. En África no, allí la gente habla, te cuenta sus problemas, y luego una nube de humo se los traga y desaparece, como desapareció Belano aquella noche, de golpe. Y uno ni siquiera se plantea la posibilidad de volver a encontrar a fulano o a zutano en el aeropuerto. Cabe la posibilidad, no digo que no, pero no te la planteas. Así que esa noche, cuando desapareció Belano, pues yo dejé de pensar en él, dejé de pensar en prestarle dinero, y bebí y bailé y luego me quedé dormido en una silla y cuando desperté (con un estremecimiento más fruto del miedo que de la resaca, pues temí que me hubieran robado, yo no frecuentaba establecimientos como el de Joáo Alves) ya había amanecido y salí a la calle a estirar las piernas y allí me lo encontré, en el patio, fumándose un cigarrillo y esperándome.

Todo un detalle, sí señor.

A partir de entonces nos vimos cada día y a veces lo invitaba a comer y otras veces me invitaba él a cenar, salía barato, no era una persona que comiera mucho, se tomaba por las mañanas su infusioncita de manzanilla y cuando no había manzanilla pedía tila o menta o la hierba que hubiera a mano, no probaba el café ni el té y no comía nada que estuviera frito, parecía un musulmán, no probaba ni el cerdo ni el alcohol y siempre llevaba un montón de pastillas consigo. Che Belano, le dije un día, pero si pareces una botica ambulante, y él se rió como sin ganas, como si dijera no me embromes, Urenda, que no estoy para esas macanas. En el aspecto mujeres, que yo sepa, se arreglaba de lo más bien solo. Una noche Joe Rademacher, el periodista norteamericano, nos invitó a varios de nosotros a un baile en el barrio de Para para celebrar el fin de su misión en Angola. El baile era en la parte de atrás de una casa particular, en un patio de tierra apisonada, y las hembritas abundaban que daba gusto. Como hombres modernos, todos llevábamos nuestras provisiones de preservativos bien surtidas, menos Belano, que se unió al grupo a última hora debido más que nada a mi insistencia. No les voy a decir que no bailó porque la verdad es que sí bailó, pero cuando le pregunté si tenía condones o si quería que yo le pasara alguno de los míos, él se negó en redondo y me dijo: Urenda, yo no preciso de esos artilugios o algo que sonaba parecido, por lo que presumo que se limitó a bailar.

Cuando volví a París él se quedó en Luanda. Tenía pensado ir hacia el interior, en donde aún pululaban las bandas armadas e incontroladas. Antes de marcharme tuvimos una última conversación. Su historia era bastante incoherente. Por un lado saqué la conclusión de que la vida no le importaba nada, de que había conseguido el trabajo para tener una muerte bonita, una muerte fuera de lo normal, una imbecilidad de ese estilo, ya se sabe que mi generación leyó a Marx y a Rimbaud hasta que se le revolvieron las tripas (no es una disculpa, no es una disculpa en el sentido que ustedes creen, para el caso no se trata de juzgar las lecturas). Pero por otro lado, y esto resultaba paradójico, él se cuidaba, se tomaba cada día religiosamente sus pastillitas, una vez lo acompañé a una botica de Luanda buscando algo que se pareciera al Ursochol, que es ácido ursodeoxicólico y que era lo que más o menos le mantenía abierto su colédoco esclerosado o algo así, y Belano en estas lides se comportaba más bien como si su salud le importara mucho, yo lo vi meterse en la botica hablando un portugués del infierno, lo vi revisar las estanterías, primero por orden alfabético y luego al azar, y cuando salimos, sin el condenado ácido ursodeoxicólico, yo le dije che Belano, no te preocupes (pues le vi en la cara una sombra del demonio), yo te lo mando apenas llegue a París, y entonces él me dijo: sólo se consigue con receta médica, y yo me puse a reír y pensé este compadre tiene ganas de vivir, qué va a querer morirse.

Pero de todas maneras el asunto no estaba tan claro. Necesitaba medicinas. Eso era un hecho. No sólo Ursochol, sino también Mesalazina, y Omeprazol, y las dos primeras eran de toma diaria, cuatro pastillas de Mesalazina para su colon ulcerado y seis de ácido ursodeoxicólico para su colédoco esclerosado. Del Omeprazol podía prescindir, ésas las tomaba no sé si por una úlcera duodenal o una úlcera gástrica o una esofagitis por reflujo, en cualquier caso no las tomaba a diario. Lo curioso del caso, a ver si me siguen, es que él se preocupaba por tener sus medicinas, se preocupaba por no comer nada que le fuera a provocar una pancreatitis, había tenido tres, no en Angola, en Europa, si las llega a tener en Angola se muere seguro, se preocupaba por su salud, digo, y sin embargo cuando hablamos, digamos cuando hablamos de hombre a hombre, suena horrible pero ése es el nombre de ese tipo de conversación crepuscular, me dejó entender que estaba allí para hacerse matar, que supongo no es lo mismo que estar allí para matarte o para suicidarte, el matiz está en que no te tomas la molestia de hacerlo tú mismo, aunque en el fondo es igual de siniestro.

Al volver a París se lo conté a mi mujer, Simone, una francesa, y ella me preguntó cómo era el tal Belano, me dijo que se lo describiera físicamente sin ahorrarle detalles, y luego dijo que lo entendía. ¿Pero cómo puedes entenderlo? Yo no lo entendía. Fue la segunda noche después de mi llegada, estábamos en la cama, con las luces apagadas y entonces se lo conté. ¿Y las medicinas, las has comprado?, dijo Simone. No, todavía no. Pues cómpralas mañana mismo y mándaselas de inmediato. Lo haré, le dije, pero seguía pensando que la historia cojeaba por alguna parte, en África uno siempre se encuentra con historias raras. ¿Tú crees que es posible que alguien viaje a un lugar tan remoto buscando la muerte?, le pregunté a mi mujer. Es perfectamente posible, dijo ella. ¿Incluso en un tipo de cuarenta años?, dije yo. Si tiene un espíritu aventurero, es perfectamente posible, dijo mi mujer que siempre ha tenido una veta un poco romántica, algo raro en una parisina, que más bien son pragmáticas y ahorrativas. Así que le compré las medicinas, se las envié a Luanda y poco después recibí una postal en donde me daba las gracias.

Calculé que con lo que le había mandado tenía para veinte días. ¿Qué iba a hacer después? Supuse que volvería a Europa o que se moriría en Angola. Y me olvidé del asunto.

Meses después lo volví a ver en el Grand Hotel de Kigali, en donde yo paraba y adonde él iba cada cierto tiempo a utilizar el fax. Nos saludamos efusivamente. Le pregunté si seguía trabajando para el mismo periódico madrileño y me dijo que sí, aunque ahora lo simultaneaba con colaboraciones para un par de revistas sudamericanas, lo que engrosaba ligeramente sus emolumentos. Ya no quería morir, pero tampoco tenía dinero para volver a Cataluña. Aquella noche cenamos juntos en la casa donde vivía (Belano nunca se alojaba en hoteles, como los demás periodistas extranjeros, sino en casas particulares en donde solía alquilar por poco dinero un cuarto o una cama o un rincón en donde echarse a dormir) y hablamos de Angola. Me contó que había estado en Huambo, que había recorrido el río Cuanza, que había estado en Cuito Cuanavale y en Uige, que sus artículos tenían un cierto éxito y que había llegado a Ruanda viajando por tierra (algo en principio casi imposible, tanto por los accidentes geográficos como por la situación política), primero desde Luanda a Kinshasa y desde allí, unas veces por el río Congo y otras veces por las inhóspitas pistas forestales, hasta Kisangani, y luego hasta Kigali, en total más de treinta días viajando sin parar. Cuando terminó de hablar no supe si creerle o no creerle. En principio es increíble. Además, lo contaba con una media sonrisa que predisponía a no creerle.

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