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Yo te alabo, Padre,

porque has ocultado estas cosas

a los sabios y prudentes y

las has revelado a los pequeños.

Lucas, 10, 21

E l viajero está sentado en medio de la vegetación, mirando una casa humilde que está enfrente de él. Ya había estado allí antes, con algunos amigos, y todo lo que había notado entonces fue la semejanza entre el estilo de la casa y el de un arquitecto español, que vivió hace muchos años, y que jamás estuvo enaquel sitio. La casa queda cerca de Cabo Frió, en Río de Janeiro, y está totalmente construida de trozos de vidrio. Su dueño, Gabriel, soñó en 1899 con un ángel que le decía: «Construye una casa de trozos.» Gabriel empezó a coleccionar ladrillos rotos, platos, porcelanas y jarras partidas. «Cada trocito, transformado en belleza», decía Gabriel de su trabajo. Durante los primeros cuarenta años, los habitantes del lugar afirmaban que estaba loco. Después, algunos turistas descubrieron la casa, y comenzaron a llevar a los amigos; Gabriel se convirtió en un genio. Pero la novedad pasó, y Gabriel volvió al anonimato. Aun así, siguió construyendo; a los noventa y tres años de edad, colocó el último trozo de vidrio. Y murió. El viajero enciende un cigarrillo, fuma en silencio. Hoy no piensa en la semejanza entre la casa de Gabriel y la arquitectura de Gaudí. Mira los trozos, reflexiona sobre su propia existencia. También ella, como la de cualquier persona, está hecha de pedazos de todo lo vivido. Pero, en un determinado momento, estos fragmentos empiezan a tomar forma. Y el viajero recuerda un poco de su pasado, viendo los papeles en su regazo. En ellos están los pedazos de su vida: situaciones vividas, párrafos de libros que siempre recuerda, enseñanzas de su maestro, historias de los amigos, fábulas que le contaron alguna vez. En ellos, hay reflexiones sobre su época y sobre los sueños de su generación. De la misma manera que un hombre soñó con un ángel y construyó la casa que está ante sus ojos, él intenta ordenar esos papeles, para comprender su propia construcción espiritual. Recuerda que, cuando era niño, leyó un libro de Malba Tahan titulado Maktub y piensa: «¿Debería hacer yo lo mismo?»

D ice el maestro: Cuando presentimos que ha llegado la hora de cambiar, comenzamos, inconscientemente, a repasar la película de nuestras derrotas hasta ese momento. Está claro que, a medida que envejecemos, nuestra cota de momentos difíciles es mayor. Pero, al mismo tiempo, la experiencia nos ha dado medios para superar estas derrotas y encontrar el camino que nos permite seguir adelante. También es preciso poner esta película en nuestro vídeo mental. Si sólo vemos la película de las derrotas, nos quedaremos paralizados. Si sólo vemos la de la experiencia, acabaremos creyéndonos más sabios de lo que realmente somos. Necesitamos las dos películas.

I magina una oruga. Pasa gran parte de su vida en el suelo, viendo a los pájaros, indignada con su destino y con su forma. «Soy la más despreciable de las criaturas -piensa-. Fea, repulsiva, condenada a arrastrarme por la tierra.» Un día, sin embargo, la Naturaleza le pide que haga un capullo. La oruga se asusta, nunca antes había hecho un capullo. Piensa que está construyendo su tumba y se prepara para morir. Aunque indignada con la vida que ha llevado hasta entonces, se queja de nuevo a Dios. «Cuando por fin me he acostumbrado, Señor, me quitas lo poco que tengo.» Desesperada, se encierra en el capullo y espera el fin. Algunos días después, se ve transformada en una linda mariposa. Puede pasear por el cielo y ser admirada por los hombres. Se sorprende con el sentido de la vida y con los designios de Dios.

U n forastero buscó al padre Pastor en el monasterio de Sceta. -Quiero mejorar mi vida -dijo-. Pero no consigo dejar de pensar en cosas pecaminosas. El padre Pastor se dio cuenta de que fuera hacía viento y pidió al forastero: -Hace calor aquí. ¿Podrías coger un poco de viento de fuera, y traerlo para refrescar la sala? -Eso es imposible -dijo el forastero. -También es imposible dejar de pensar en cosas que ofenden a Dios -respondió el padre-. Pero si sabes decir que no a las tentaciones, no te causarán ningún daño.

D ice el maestro: Si hay que tomar una decisión, es mejor seguir adelante y atenerse a las consecuencias. No sabrás de antemano cuáles serán esas consecuencias. Las artes adivinatorias fueron hechas para aconsejar al hombre, y no para predecir el futuro. Son excelentes consejeras, pero pésimas profetisas. Di la oración que Jesús nos enseñó: «Hágase Tu voluntad.» Cuando esa voluntad supone un problema, trae consigo una solución. Si las artes adivinatorias predijesen el futuro, todos los adivinos serían ricos, felices y estarían casados.

E l discípulo se acercó al maestro: -Durante años he buscado la iluminación -dijo-. Siento que estoy cerca. Quiero saber cuál es el paso siguiente. -¿De qué vives? -le preguntó el maestro. -Todavía no he aprendido a ganarme la vida; me ayudan mi padre y mi madre. En cualquier caso, es un detalle insignificante. -El paso siguiente es mirar al sol durante medio minuto -dijo el maestro. El discípulo obedeció. Al acabar, el maestro le pidió que describiese el campo a su alrededor. -No puedo verlo, el brillo del sol cegó mis ojos -respondió el discípulo. -Un hombre que sólo busca la Luz, y deja sus responsabilidades a los demás, acaba por no encontrar la iluminación. Un hombre que mantiene sus ojos fijos en el sol acaba por quedarse ciego -comentó el maestro.

U n hombre caminaba por un valle de los Pirineos cuando se encontró con un viejo pastor. Compartió su comida con él y pasaron un largo rato conversando sobre la vida. El hombre decía que, si creyese en Dios, tendría que creer también que no era libre, ya que Dios dirigiría cada uno de sus pasos. Entonces el pastor lo llevó hasta un desfiladero donde se podía escuchar, con toda nitidez, el eco de cualquier ruido. -La vida son estas paredes y el destino es el grito de cada uno -dijo el pastor-. Todo aquello que hagamos será llevado hasta Su corazón, y nos será devuelto de la misma forma. «Dios acostumbra a actuar como el eco de nuestras acciones.»

M aktub quiere decir «está escrito». Para los árabes, «está escrito» no es la mejor traducción porque, aunque todo esté escrito, Dios es misericordioso, y sólo gastó su pluma y su tinta para ayudarnos. El viajero está en Nueva York. Se ha despertado tarde para una reunión y, al bajar, descubre que la grúa se ha llevado su coche. Llega después de la hora prevista, la comida se prolonga más de lo necesario, piensa en la multa; «va a costarme una fortuna». De repente, se acuerda del billete de un dólar que encontró el día anterior. Establece una relación extraña entre ese billete y lo que pasó por la mañana. «¿Quién sabe si no cogí el billete antes de que la persona adecuada lo encontrase? ¿Quién sabe si no saqué ese dólar del camino de alguien que lo necesitaba? ¿Quién sabe si interferí en lo que estaba escrito?» Necesitaba librarse de él y, en ese momento, ve a un mendigo sentado en el suelo. Le entrega rápidamente el dólar. -Un momento -dice el mendigo-. Soy poeta, quiero pagarte con una poesía. -La más corta, porque tengo prisa -responde el viajero. El mendigo dice: -Si aún sigues vivo es porque todavía no has llegado a donde debías.

E l discípulo dijo al maestro: -He pasado gran parte del día pensando cosas que no debía pensar, deseando cosas que no debía desear, haciendo planes que no debía hacer. El maestro invitó al discípulo a dar un paseo por el bosque cercano a su casa. Por el camino, señaló una planta y le preguntó al discípulo si sabía qué era. -Belladona -respondió el discípulo-. Puede matar al que coma sus hojas. -Pero no puede matar al que simplemente las contempla -dijo el maestro-. De la misma manera, los deseos negativos no te pueden causar daño alguno si no te dejas seducir por ellos.

E ntre Francia y España hay una cadena de montañas. En una de esas montañas, hay una aldea llamada Argelès. En esa aldea, hay una ladera que lleva hasta el valle. Todas las tardes, un anciano sube y baja esa ladera. Cuando el viajero fue a Argelès por primera vez, no se fijó en nada. La segunda vez vio que se cruzaba con un hombre. Y cada vez que iba a aquella aldea, se fijaba en más detalles, la ropa, la boina, el bastón, las gafas. Hoy en día, siempre que piensa en la aldea, también piensa en el viejecito, aunque él no lo sepa. El viajero conversó con él en una única ocasión. A modo de broma, le preguntó: -¿Cree que Dios vive en estas montañas que nos rodean? -Dios vive -respondió el viejecito- en los lugares en los que lo dejan entrar.

U na noche, el maestro se reunió con los discípulos, y les pidió que encendiesen una hoguera para que pudiesen conversar en torno a ella. -El camino espiritual es como el fuego que arde ante nosotros -dijo-. El hombre que desee encenderlo ha de soportar el humo desagradable, que hace que la respiración sea difícil y que produce lágrimas en los ojos. Así es la reconquista de la fe. -Sin embargo, una vez que el fuego está encendido, el humo desaparece, y las llamas lo iluminan todo, dándonos calor y calma. -¿Y si alguien encendiera el fuego por nosotros? -preguntó uno de los discípulos-. ¿Y si alguien nos ayudase a evitar el humo? -Si alguien hiciese eso, sería un falso maestro que puede dirigir el fuego a su voluntad, o apagarlo en el momento que quiera. Y como no enseñó a nadie a encenderlo, puede dejar el mundo entero a oscuras.

U na amiga tomó a sus tres hijos y decidió irse a vivir a una pequeña hacienda en el interior de Canadá. Quería dedicarse sólo a la contemplación espiritual. En menos de un año, se enamoró, se casó otra vez, estudió las técnicas de meditación de los santos, luchó por un colegio para sus hijos, hizo amigos, hizo enemigos, descuidó su tratamiento bucal, tuvo un absceso, hizo autostop bajo tempestades de nieve, aprendió a arreglar el coche, a descongelar las tuberías, a estirar el dinero de la pensión para llegar hasta fin de mes, a vivir del subsidio de desempleo, a dormir sin calefacción, a reírse sin motivo, a llorar de desesperación, a construir una capilla, a hacer reparaciones en casa, a pintar paredes, a dar cursos sobre contemplación espiritual. -Finalmente comprendí que la vida en oración no significa aislamiento -dijo-. El amor de Dios es tan grande que hay que compartirlo.

– C uando empieces tu camino, encontrarás una puerta con una frase escrita en ella -dice el maestro-. Vuelve y dime qué dice esa frase. El discípulo se entrega en cuerpo y alma a la búsqueda. Un día ve la puerta y vuelve junto al maestro. -Estaba escrito al comienzo del camino: «Esto no es posible» -dice. -¿Dónde estaba eso escrito, en un muro o en una puerta? -pregunta el maestro. -En una puerta -responde el discípulo. -Pues pon la mano en la manecilla y abre. El discípulo obedece. Como la frase está pintada en la puerta, se va moviendo con ella. Con la puerta totalmente abierta, ya no puede leer la frase, y sigue adelante.

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