Por parte de ella, prescindía funcionalmente de todo lo prescindible, sin lazos con sus familiares barceloneses, sin apenas nexos con los aguileños, sólo su marido era una presencia negativamente necesaria, a la que se refería primero con reticencia dolida y progresivamente con un acrecentado desdén, como si en el inicio de aquellas relaciones clandestinas el marido fuera una causa activa de su propia infidelidad y al final una causa pasiva, una cosa molesta y absurda de la que venía y a la que fatalmente tenía que volver. A lo largo de los años, casi ocho encuentros y dos etapas de difícil delimitación, al principio Ginés el único motivo de la esperanza de aquella espléndida mujer que le esperaba en el café de la Ópera, un cuarto de hora después de la operación de fondeo del barco, aquella mujer que había hecho silbar a sus compañeros cuando les encontraron un día del brazo y por la calle y Germán supo callarse que había reconocido a Encarna. Con el tiempo, ella acudía a la cita tal vez con el cariño original, pero transmitiendo la sensación de que no era él, sino la circunstancia el motivo real de sus huidas y satisfacciones. Y fue en ese punto agridulce cuando Ginés tuvo miedo de perderla otra vez y le propuso encontrar el mismo sentido y para siempre a sus relaciones.
– Puedo encontrar algo relacionado con mi trabajo y que no requiera largas travesías. Podría comprar un pequeño yate, darlo de alta en El Pireo o en Estambul y patronear cruceros de turistas. Se hace mucho, cada vez más. Tú podrías venir en el barco. Podríamos estar juntos siempre. En España hay menos costumbre de alquilar yates medianos, tal vez por las Baleares, pero no hay turistas suficientes. No te importaría que nos fuéramos a vivir al Mediterráneo oriental.
Y le contaba fascinadas ensoñaciones de las islas griegas o el Bósforo. Especialmente Patmos y el Bósforo, con la ansiedad de compartir con ella lo que se había visto obligado a gozar en soledad desde una subjetiva apropiación masturbatoria de paisajes y vivencias sin compartir. Ella aceptaba la idea o la rechazaba, según fluctuaciones del espíritu reservadas a un proceso lógico que nunca le transmitía, como tampoco le traspasaba, según él hubiera querido, todas las notas que conformaban su vida antes y después de sus encuentros.
Cuéntame. Y entonces qué hiciste.
Qué piensas. Qué pensabas. Preguntas que resbalaban sobre la piel de una Encarna en el fondo impenetrable, aquella muralla de carne impenetrable que de pronto encontraba entre sus brazos, con los ojos cerrados, nunca supo si en la elección de verle o no verle o en la necesidad de buscarle en el recuerdo. Y algo parecido a un ultimátum había salido de los labios del marino en los primeros días de su último encuentro.
– Estoy cansado de esta situación.
De esta falsa normalidad. ¿Te has fijado? Es como si estuviéramos casados. Es como si estuvieras esperando a un marido embarcado.
– Lo parece pero no es así.
De hecho él se había convertido en una parte más de un complejo mosaico del que sólo conocía parte de las piezas, el marido la más determinante.
– Ten paciencia. Mi marido se acaba -le había dicho.
– ¿Qué quieres decir?
– No va a durar mucho.
– ¿Te da pena?
– ¿Pena? Ni así. Simplemente no quiero tirar por la borda veinte años.
Si lo hiciera me daría de bofetadas y menuda satisfacción daría a toda aquella gentuza. Ten paciencia.
Pero había más de una, más de dos Encarnas.
– Ginés.
Germán estaba en la puerta. Se había encendido la luz del camarote asaltando sus ojos, despellejándolos en su enfermizo mirar en la oscuridad, embalsamados por la humedad de la evocación o la autocompasión.
– Ginés, ¿estás despierto?
– Sí.
– Avistamos el estrecho.
Era el principio del fin del viaje, de todos los viajes, incluso de los imaginarios.
– El loco está encerrado en su camarote y apenas sale. Disponemos de un cierto tiempo. Expláyate. Tal vez pueda ayudarte. Hay que hacer algo.
Preparar algo. Cuéntame.
Dio la espalda a Germán, a la luz, a la necesidad de convertir su fracaso en un espectáculo. Germán aún siguió allí unos minutos. Luego se cansó, y cerró la puerta tras de sí con ira y una cierta crueldad.
– Primero pensé, vete a enviarle un cable a ese desgraciado. Avísale.
Igual tiene tiempo de huir o de preparar una explicación que le sirva de colchón, porque tal como llega le va a caer encima toda la sordidez de la historia. Todos se van a apuntar al rollo: la policía y la prensa. Como si lo leyera: tras meses y meses de arduas y complejas pesquisas, la policía descubre a un sórdido asesino que descuartizó a su víctima. Pero qué más da. Ante todo peligraba mi carnet profesional y yo le tengo un cariño forzoso a mi carnet profesional, no tengo otro y a estas alturas no tengo otra profesión, a no ser que patente esta receta de espinacas a la marinera que trato de hacerte y alguien encuentre el sistema para fabricarla en lata, meterle aroma de salchicha de Frankfurt y que se ceben las presentes y futuras generaciones de hamburguesadictos. Además, pensé, mi cable le va a llegar en alta mar y la policía ha podido adelantarse de todas todas. Y por si faltara algo, a ti qué coño te importa ¿Acaso eres su madre o su dios? Es mayorcito y que venda caro su tiempo, porque poco tiempo va a pasar en la calle en los años futuros. Me jode que pague por lo que no ha hecho.
– Pero algo ha hecho.
– Elemental, querido Fuster.
No era escepticismo lo que expresaban las cejas alzadas del gestor, con su gorra azul oscuro de marino griego y la melenita canosa respaldando la inclinación de la cabeza sobre la cazuela donde Carvalho ultimaba los guisos.
– ¿Cena extra para celebrar qué?
– La imposibilidad de celebrar nada. Me había sentido o generoso o viejo y le había ofrecido a Charo quedarse a vivir aquí, a prueba, una temporada, luego, quién sabe. Pero, después de pensárselo, nada, medio minuto, me ha dicho que no, que cada uno es cada uno, que guisa peor que yo, que lo suyo es lo suyo. Y se ha ido. También me ha pasado lo que me ha pasado con esa idea idiota de salvavidas de un asesino a todas luces insuficiente y lerdo. Y en esos casos no hay nada como irte a la Boqueria a comprar cosas que puedes manipular y convertir en otras: verduras, mariscos, pescados, carnes. Últimamente pienso en el horror del comer, relacionado con el horror de matar. La cocina es un artificio de ocultación de un salvaje asesinato, a veces perpetrado en condiciones de una crueldad salvaje, humana, porque el adjetivo supremo de la crueldad es el de humano. Esos pajaritos ahogados vivos en vino para que sepan mejor, por ejemplo.
– Excelente tema de conversación como aperitivo.
Mil novecientos ochenta y cuatro no ha hecho más que empezar. Los astros se pondrán en línea y nos darán por culo, uno detrás de otro. Será un mal año, según los astrólogos. Pues por eso y por tantas otras cosas, me he ido a comprar a la Boqueria dispuesto a cocinar para mí mismo.
– Y para Fuster, para la cobaya.
– Eres libre de comértelo o no.
Pero no rechaces sobre todo el primer plato, un encuentro entre culturas, espinacas levemente cocidas, escurridas, trinchadas y luego un artificio gratuito y absurdo, como todo el artificio culinario. Se fríen las cabezas de unas gambas en mantequilla. Se apartan las cabezas y con ellas se hace un caldo corto. En la mantequilla así aromatizada se sofríen ajos tiernos trinchados, pedacitos de gamba y de almejas descascarilladas y salpimentadas. A continuación una cucharadita de harina, nuez moscada, media botellita de salsa de ostra, un par o tres de vueltas y el caldo corto hecho con las cabezas de las gambas. Ese aliño se vuelca sobre las espinacas y se deja que todo junto cueza, no mucho tiempo, el suficiente para la aromatización y la adquisición de una untuosa humedad que entre por los ojos. Después, jamoncitos de cabrito con ciruelas, elemental, algo rutinario, jamoncitos dorados en manteca de cerdo, en compañía de una cebolla con clavos hincados, un tomate, hierbas compuestas. Sobre ese fondo se añade bacon troceado, el líquido de haber escaldado unas ciruelas claudias y se compone una salsa que evoca la española, pero con el predominio del aroma a clavo, los azúcares desprendidos por los muslitos y el bacon. Se disponen las ciruelas escaldadas sobre los jamoncitos, se vierte la salsa por encima, un breve horneo y la cena está servida. Un par de botellas Remelluri de Labastida, cosecha del 78, y a envejecer con dignidad.
– ¿Y a ti te pagan por no resolver los casos?
– Siempre los resuelvo. Siempre llego a saber casi tanto como el asesino y se lo cuento todo a mi cliente.
Incluso en este último en el que mi cliente sabía más que yo y lo seguirá sabiendo siempre, incluso sabe más que el asesino, pero como si no.
Adivinaba Fuster la tormenta enquistada bajo el delantal reproductor de extrañas aves en vuelos sobre cielo blanco y dejó discurrir el desahogo de Carvalho hasta que la primera botella de vino pasó a mejor vida.
– Por si faltara algo, han vendido ese solar de ahí delante y tal vez me tapen parte de la vista de Barcelona.
– Es lo peor que te ha ocurrido.
– Desde que recuerdo estos parajes, mucho antes de que tuviera la más remota idea de venirme a vivir aquí, ese solar con árboles ha sido mi imagen de Vallvidrera. Y la de miles de ciudadanos que cada domingo se paraban en él y se asomaban a la ciudad, como si se tratara de un balcón. Pero eso el ayuntamiento democrático por lo visto no lo sabe y, en lugar de regalarle este balcón a los ciudadanos y a mí mismo, han dejado que se construya y se tapie un poco más la ciudad. Sin duda se podía hacer con las leyes en la mano. Este país se está llenando de leguleyismo. La lógica interna de las leyes es como un trazado de ferrocarril y la locomotora misma. Nunca tiene tiempo de detenerse para preguntarles las razones a los suicidas o para avisar a los sordos. Estos chicos del ayuntamiento democrático deben de ser de casa bien. Han debido veranear desde pequeñitos en chalets con jardín y no saben qué quiere decir coger el tren para ir a ver un árbol público durante una hora o la fascinación por contemplar el escenario de la comedia desde fuera. Esa ciudad.
La segunda botella introdujo el paraíso en el alma de la noche y Fuster contó cuanto sabía de amigos comunes, especialmente del profesor Beser, al que habían utilizado como asesor literario en la investigación de un crimen social.
– Para eso sirven los profesores partidarios del realismo literario.
Has de leer y hacer ejercicio físico.