– ¿De qué me habla?
– La velocidad media del viento.
– Les tengo dicho que sean propios en el lenguaje. En el mar se llama “factor de rafagosidad”. Repita, Ginés, “factor de rafagosidad”.
Repitió factor de rafagosidad.
– Además, mar gruesa. Viento fuerza siete, mar gruesa. Confírmelo.
– Confirmado.
– Llegaremos a vientos de fuerza nueve y mar arbolada. Si no, al tiempo. Bailaremos. Corto.
Nada inducía a una alarma seria, pero el personal había sido distribuido por el barco como si se avistara un huracán. Germán comprobaba la estiba y las trincas en las bodegas y la seguridad de los cuarteles de las bocas de las escotillas. Ginés atendió al trincaje de los botes y repasó los imbornales para que desaguaran con rapidez en el caso de que las olas cayeran sobre la cubierta. Cada uno de los responsables enviaba un parte de resultados al capitán alterado por las previsiones fijadas para aquel día. Y a media tarde se arboló el mar por encima del miedo de los hombres, capearon con media máquina y horas después caía la noche en plena mar gruesa, pero la situación tan controlada que Tourón les invitó a tomar una copa en su camarote. Estaba contento, como liberado de una tensión que él mismo había tensado y repartía jovialidades que ni los más viejos del lugar le recordaban, y entre ellos Basora asistía estupefacto al despliegue de “charme” del capitán, diríase que metido en la piel de otro capitán, posiblemente simbólico y tomado de las páginas de alguna ficción navegante. Basora esperaba que a Tourón le saliera una pata de palo y le brotara una concertina entre las manos, al tiempo que de sus labios se escapara una vieja canción de piratas, papagayos y barricas de ron. Sus comentarios apostilladores a la orilla del oído de Martín, Ginés o Germán introducían disturbios en la buena voluntad receptora de los oficiales ante el cambiado capitán.
– Ah, “La Rosa de Alejandría”, qué bonito nombre para un barco. Tuve la ocasión de preguntarles a los armadores el porqué de este nombre y fueron estrictamente sinceros, sí, señor, estrictamente sinceros. Porque uno quería llamarlo Rosa en honor de su madre y otro Alejandría porque le gustaba el nombre de la ciudad. Alguien recordó que existía una llamada rosa de Alejandría y ya está el nombre. A veces los resultados más obvios traducen la misteriosa lógica del azar. ¿Comprenden? ¿Comprende sobre todo usted, Ginés, que está enamorado? No creo que revele ningún secreto, y si lo es, perdone usted y hagan los demás como si no hubiera dicho nada.
– ¿Por qué he de entender yo especialmente el sentido del nombre del barco?
– La rosa es el símbolo de la mujer según el ideal del amor platónico y romántico, porque implica la idea de perfección. He hecho mis pequeñas investigaciones y aparece citada como centro místico, como metáfora de corazón, como mujer amada, como paraíso de Dante, como emblema de Venus. Y también tiene una simbología según sus colores y el número de pétalos. La blanca y la roja son antagónicas. La rosa azul es el símbolo de lo imposible. La rosa de oro es el símbolo de lo absoluto. La de siete pétalos alude al siete como número cabalístico: las siete direcciones del espacio, los siete días de la semana, los siete planetas, los siete grados de perfección. Pero quizá les interese más el símbolo de la rosa utilizado dentro del mito de la Bella y la Bestia, es una hermosa parábola sobre la condición insatisfecha de la mujer, pero tal vez no les interese la historia.
– A Ginés le interesa. Ha de enterarse de quién es la Bella y quién es la Bestia -opinó Basora.
– ¿De verdad le interesa?
– Sí.
– Pues bien. Allá va. Un padre tenía cuatro hijas y la menor era la más hermosa, la más buena y su preferida. El buen hombre quiere regalarle algo y ella le expresa un deseo aparentemente fácil de satisfacer: una rosa blanca. Pero la rosa blanca está en el jardín de la Bestia y el padre la roba y merece las iras del monstruo, que le amenaza con matarle si en el plazo de tres meses no le devuelve la rosa. La amenaza enferma al viejo y la hija se sacrifica acudiendo al castillo de la Bestia. El monstruo se enamora de ella y en un momento en que la joven vuelve junto a su padre, muy enfermo, la Bestia agoniza porque no puede vivir sin el amor de la Bella. Regresa la doncella, cuida del monstruo, llega a enamorarse de él. No puede vivir sin la Bestia y así se lo confiesa. En cuanto ha hecho la confesión se produce una explosión de luz y el monstruo se convierte en un hermoso príncipe que le cuenta a la Bella su secreto: era víctima de un encantamiento maligno hasta que una doncella se enamora de él por su bondad. Los sicoanalistas le han buscado los tres pies al gato de una fábula elemental. La rosa blanca es el símbolo de la bondad y habita precisamente en el jardín de la Bestia. Su posesión desencadena a la larga el triunfo del amor y de la transfiguración.
– ¿La rosa de Alejandría es blanca?
– Ahí comienza otro misterio. No.
No es blanca. Se supone que la rosa de Alejandría es la también conocida como rosa de Damasco, porque llegó de Asia oriental a través de Oriente Medio y, según una canción popular española, que se remonta a muchos siglos atrás, la rosa de Alejandría es colorada de noche, blanca de día.
Yo les cantaría la canción pero tengo muy mala voz, desafino mucho.
Las manos se precipitaron a las bocas para impedir las risas. Sólo Ginés asistía al discurso del capitán como tratando de recibir una clave oculta.
– Fíjense. Colorada de noche, blanca de día. Lo antitético. La rosa blanca en cambio es el sentido de la perfección, el círculo cerrado, el ensimismamiento de la belleza en los mandalas.
El capitán hablaba para sí o dirigía fugaces miradas a los libros que respaldan sus palabras, una muralla de libros apilados los unos sobre los otros en una de las paredes del camarote, y sus manos parecían querer acudir hacia ellos en demanda de ayuda o ratificación.
– Pero tal vez hablar del mandala es extremar la cosa. A ustedes el mandala y su relación con los rosetones de las catedrales y con la orla de Cristo, de eso, nada, ¿verdad?
– Casi nada.
– Sigamos con la misteriosa rosa de Alejandría que aparece en distintas canciones populares españolas y de distinto lugar de España. La hay en Asturias, la más conocida, pero también en Castilla o Extremadura. Tal vez la llevaron los pastores trashumantes. Sigamos con la rosa de Alejandría o de Damasco, ¿saben que es una rosa que estuvo durante algún tiempo perdida? Es la tercera de las tres grandes rosas de la antigüedad.
Las otras dos son la centifolia o muscosa y la gállica o rosal castellano. La de Alejandría también fue llamada rosa damascena o de Damasco.
La trajeron los griegos hasta Marsella, Cartagena o Paestum y se apropiaron de ella los romanos, aunque según se dice su origen remoto es nada menos que el sudeste asiático. Maravillaba a los romanos porque florecía dos veces al año y por eso la llamaban “rosa bifera”, como la lengua de las serpientes. Rosa de las cuatro estaciones, la llamaban los españoles antiguos. Pues bien, esa rosa ubicada básicamente en la Italia romana fue arrasada por la lava del Vesubio y sólo los árabes conservaron su cultivo, hasta que en el siglo XVI volvió a Occidente, probablemente a través de España.
– ¿Y es colorada de noche, blanca de día?
– La rosa de Alejandría simbólica sí, porque la canción popular es sabia y la recoge simbólicamente. La rosa de Alejandría o de Damasco real no, al menos la que ha llegado hasta nosotros. Hay una variante versicolor, roja con rayas blancas, conocida también como “Rosa de York y Lancaster”, pero se trata más bien de una broma histórica inglesa. Piensen por un momento en el poeta popular que recogió el símbolo del doble color en una misma rosa, la doble personalidad y en relación con una mujer, con una mujer precisamente. Ahora que no nos oye ninguna, en toda mujer está la Bella y la Bestia, el amor y el odio, la pureza y la lascivia.
– Yo las he conocido diferentes.
Tal vez he tenido mala suerte.
Parpadeaba el capitán ante la intromisión de Juan Basora.
– ¿Cómo han sido las mujeres que ha conocido?
– Buenas chicas, normales, con ratos buenos y ratos malos, como yo, como todos.
– Ha tenido usted mucha suerte.
El capitán daba la audiencia por terminada, porque se dirigió hacia la desordenada biblioteca como si fuera urgente encontrar un libro escondido.
Iban a salir los oficiales, cuando Tourón les tendió una mano.
– Por favor, usted, Ginés, quédese.
– Ya te ha tocao, macho. Que seas muy feliz.
– A ver qué te canta.
– Valor.
Se lo decían en voz casi inaudible y a Ginés no le quedaban ganas de rechazarles, porque la situación le apabullaba, tenía la cabeza cargada, llena de mar, de silbidos del teléfono, de las voces idiotas del capitán y se sentía ahora empapado por una viscosa complicidad que provenía de Tourón como un hedor.
– A usted le interesaba la historia. Lo he notado. No son horas, porque el día ha sido especialmente cansado, pero otro día hablaremos. El sentido oculto de las cosas es el único sentido interesante. De las cosas y de las conductas. Las apariencias siempre engañan. Y cuanto más dependa de la apariencia algo existente, más engañará. Por eso las mujeres son imprevisibles. Imprevisibles para nosotros. Pero ellas lo tienen todo perfectamente calculado.
Son rastreras cuando necesitan ser rastreras. Un día hablaremos de todo eso y del porqué de su marcha, de su desaparición durante varias semanas.
Hice ver que me daba por satisfecho con las explicaciones de Germán, pero no soy tonto.
Le esperaban los otros en el camarote de Germán. Estaban impacientes por saber las palabras finales del oráculo, como le llamaba Basora, fascinado por el alarde de erudición de la Bella y la Bestia.
– A partir de ahora le llamaremos todos la Bella y la Bestia.
Ginés dio una excusa para despedirse. Se metió en el camarote y cerró por dentro. Luego pensó en la estupidez del pasador y fue a retirarlo, pero se contuvo porque, a pesar del aislamiento de “La Rosa de Alejandría”, en plena corriente del Golfo, empujado ya por los vientos del oeste hacia las Azores, los visitantes podían no ser de carne y hueso, sino los fantasmas que trataba de ni siquiera nombrar, en una larga lucha contra las palabras que temía oírse a sí mismo. O el visitante podía ser Tourón.
La serranía le acompañó hasta el límite de la provincia de Murcia, hasta las puertas de Moratalla. La carretera había discurrido esquivando las estribaciones de las sierras y salvado el obstáculo de la sierra del Cerezo, aparecía el paisaje murciano desarbolado y gris hasta Lorca, donde le constaba que había un buen restaurante, Los Naranjos. Allí acudió previo diálogo asesorante con el dueño de una gasolinera.