– ¿Qué Fallas?
– Los calypsos, el Carnaval. En fin. Es lo mismo.
– ¿Bajo o no bajo?
– Puedo ofrecerte una canadiense para que te la tires y dejes en alto el pabellón “spanish”, yo hace días lo intenté pero no pude.
– ¿Está leprosa? ¿Le faltan las piernas?
– No. No está mal. Y no tiene puñetas, va al asunto.
– A por el mogollón, vamos. Habría que verla, pero me las he corrido buenas en Maracaibo y La Guayra y me pide el cuerpo castidad. Si la tía estuviera muy buena…
– Eso tampoco.
– Entonces me quedo en el barco.
Vete haciendo las maletas y embarca esta tarde. En una hora todo puede quedar resuelto.
– Deja que lo piense por última vez. Una noche.
– Nos iremos al amanecer. Si te quedas, al menos ven a despedirte y a recoger cosas tuyas que siguen a bordo.
Ginés vio cómo se marchaba con ganas de retenerle. Pero no lo hizo, apuró la copa, masticó la guinda que le salió amarga y la escupió dentro de la copa. Ya en la habitación, la maleta abierta y a medio vaciar desde el mismo día en que llegó se convirtió en una llamada progresivamente obsesiva que escuchaba a medida que caminaba arriba y abajo, desde el recuadro de ciudad y lejanías marinas que le ofrecía la terraza, hasta la puerta de la que no podía esperar la llegada de nadie que amara. Y en el lavabo, el espejo le devolvía un rostro condicionado por las furias y miedos abstractos o concretos que no se quería ni mencionar a sí mismo, ni siquiera cuando acercaba los labios hasta el cristal y se besaba antes de decir su propio nombre, o como si le llegara desde un pozo horroroso el nombre de Encarna, pronunciado como un quejido. En el fondo del espejo desaparecía su rostro para dejar lugar al Cuerno de Oro visto desde el mirador del Topkapi, los barquitos que se desviaban de la ruta del Bósforo hacia las madrigueras de Estambul.
Nunca había penetrado en el mar Negro. Lo había visto desde las playas de Kilyos o de Anadolufenieri. Alguien le había dicho:
– Cuando entras en él es como si te fueras para siempre. El Bósforo es como la última prueba o la última puerta. Parece hecho expresamente.
Como una advertencia.
Fuera porque llevaba la iniciativa de la maniobra, sin bastarle la red de teléfonos y señales de que disponía en el puente de mando, asomado con medio cuerpo por encima de los pasamanos metálicos, volcado hacia Germán o Basora a voces, como acosando su que hacer en la maniobra avecinada, la figura de Tourón el capitán se crecía sobre la de todos los demás cuerpos en movimiento sobre la cubierta de “La Rosa de Alejandría”. Ginés había subido la escala en el último instante, cuando la figura de Martín la coronaba y daba órdenes a los marineros para que la retiraran. Fue una instigación definitiva y la subió de dos en dos hasta llegar sin aliento hasta Martín, que le recibió con la boca abierta y el silbato en una mano que parecía paralítica.
– ¡Coño! ¡Hostia! ¡Me cago en Dios!
Era la expresión de su desconcierto y siguió a Ginés dándoles consejos y arrancándole respuestas.
– ¿Lo sabe Germán? ¿Y el capitán?
¿Lo sabe Tourón?
El medio cuerpo del capitán se asomaba o regresaba a la sala de mandos, aquel rostro casi ocupado totalmente por los dos lentes más de piedra opaca que de cristal, disolución de sus ojos finales en un mar lechoso. Aquella barba ya blanca, rasurada hasta el despellejamiento y sin embargo dejando una huella de bruma en un rostro definitivamente inmerso en el sin carácter de la piel blanca de leche. De tan blanco que era ni se le veía el ceño, aunque se le oía en sus gritos asomados, y hacia ellos se encaminó Ginés dejando las maletas por el camino y preparando respuestas que no fueron necesarias. Se presentó y Tourón le acogió con un ah, es usted indiferente. Con un gesto le invitó a sumarse a la frenética actividad que precedía a la partida y el simple gesto le motivó a correr hacia la toldilla de popa, recuperar su camarote, abrir la maleta para ponerse el disfraz de marino y segundos después ya estaba revisando el molinete para cuando llegara el momento de virar el ancla. Como hormigas cabizbajas, sabias y eficaces, los hombres comprobaban el recorrido de la cadena, cerraban las escotillas de carga, conectaban la giroscópica, las correderas, los guindolas, luces de bengala, copletes, el radar.
Quien ponía a prueba las luces de situación, quien comprobaba la subida y bajada de los botes de salvamento, izando los que habían sido arriados y dejándolos colgados de los pescantes en los costados y con todos los pertrechos a bordo. Bajo la vigilancia de Germán se cerraban las puertas estancas antes que las puras puertas, escotillas, lumbreras y portillos situados bajo el nivel de la cubierta superior o se aclaraban las amarras dejando las justas para que “La Rosa de Alejandría” siguiera donde estaba hasta el momento de la partida. En su condición de contramaestre, Germán iba de arriba abajo con el ceño puesto y la orden tajante, mientras trincaba cuanto pudiera moverse. Comprobada el ancla, Ginés se fue a por los aparatos de navegación, pero ya estaba allí Tourón con el estadillo del buen funcionamiento de los telégrafos de máquinas, el teléfono, la sirena, la bomba de achique y de contraincendios y sólo le quedó a Ginés materia en el reconocimiento de los guardianes, servomotor y hélices, porque cuando llegó a la sala de máquinas, Martín le hizo el gesto de haberse apoderado de la situación. Supuso en orden los aprovisionamientos previos de combustible, lubrificantes, agua potable, repuestos y víveres y oyó los gritos de Tourón reclamando la documentación del buque y de la carga que algún subalterno había guardado donde no debiera. Compuso el ademán el capitán para asumir la maniobra de partida, empuñó el teléfono y mandó retirar la escala principal con el mismo tono de voz con el que Napoleón iniciaba las retiradas victoriosas. Se había situado Germán a proa y Juan Basora en la popa para dirigir el desatraque. Sin viento y sin ningún barco atracado a proa la maniobra no tenía otra complicación que el nerviosismo de Tourón, que gritaba ante el teléfono como si fuera el capitán del “Titanic” y se le viniera encima el iceberg. Mandó largar Basora la amarra de popa mientras metían el ancla en el escobén y el barco giró a babor retenido por la amarra de proa y, completo el giro y una vez suelta, enfiló la ruta de la bocana que le marcaba la boya de recalada. Apenas si fue necesaria porque se abría el mar en cuanto dejaban atrás Queen.s Wharf y empezaban a desfilar los tinglados del King.s Wharf, al fondo el Holiday Inn del que Ginés se despidió con un cierto alivio y la constancia rítmica de las manzanas rectangulares que crecían radialmente desde el puerto hasta la Savannah. Dejaron atrás la desembocadura del Maraval River y en pocos minutos Port Spain fue una ciudad a su espalda, una de tantas ciudades que había dejado a su espalda. Se había fijado una primera derrota para dejar atrás las islas del Noroeste y pasar cuanto antes las Bocas del Dragón, entre la venezolana península de Paria y la isla Chacachacare. Desde que el buque había salido de las puntas de Port Spain, Tourón repasaba el servicio de mar, las guardias, sin captar el sarcasmo con el que Basora subrayaba cada uno de sus recordatorios con un “A sus órdenes, mi comandante” que provocaba desastres en la retención de hilaridad de los demás.
– Habrá niebla en las Bocas del Dragón -repetía Tourón una y otra vez agitando el parte meteorológico ante las narices de los oficiales-.
Manténganse pegados al radar hasta que dejemos atrás el banco de niebla, reduzcan marcha a la altura de Chacachacare, la sirena por delante y cuatro ojos a proa, cuatro a popa, cuatro a estribor y cuatro a babor. Este viaje me da mala espina, sólo faltaba que hubiera jaleo por arriba. Hacia las Barbados mejorará el tiempo pero empezará el lío.
– ¿De qué lío habla? -preguntó Ginés a Germán.
– Los americanos están patrullando por aquí.
Las recomendaciones de Tourón eran como un zumbido molesto de fondo que suscitaba afirmaciones de las cabezas mientras los cerebros estaban en otra parte. El de Ginés secundaba el esfuerzo de los ojos por aprehender las últimas imágenes de Trinidad, oscurecida una vez más, en su ensimismamiento de lluvia acentuado por el atardecer. En cuanto Tourón terminó de quejarse y lamentarse, todos interpretaron que había dicho rompan filas y le abandonaron a un silencio quieto y algo melancólico en el que el capitán solía encerrarse después de cada desfogue. Se adelantó Ginés para evitar la compañía y las preguntas de Germán con la excusa de ir a ordenar sus cosas en el camarote.
Ganó la toldilla de popa y se encerró en la estancia, abrió la maleta, contempló lo que le ofrecía como si le fuera ajeno y sin tocar nada se dejó caer en un butacón. Se levantó para abrir las tapas de los portillos y acercarse subjetivamente a las salpicaduras de mar presentidas sobre el fondo celeste de plomo. Volvió a sentarse y los párpados encerraron el dolor de los ojos, un dolor que le acompañaba desde hacía meses en cuanto las personas y las cosas dejaban de solicitarle y podía ensimismarse.
Contuvo un gemido y se levantó para dar vueltas en torno del butacón. Alguien golpeaba sobre la puerta, descorrió el baldón y un Germán asombrado estaba allí.
– ¿Molesto?
– Estás en tu casa.
Sólo cuando se sentó y le dio la cara vio Ginés que Germán no tenía bastantes manos para todo cuanto llevaba: una batidora, una bolsa con plátanos y cubos de hielo y una botella de ron.
– Ron viejo de la Martinica.
Y dos vasos que dejó a la altura de los ojos de Ginés sobre la mesa.
Agitó el racimo de plátanos Germán.
– De los pequeños, que son los buenos.
Y se puso a pelarlos y a trocearlos dentro del vaso batidor para atacarlos a continuación con el brazo eléctrico y reducirlos a pulpa. A tanta pulpa tanto ron y cubos de hielo, y a los vasos pasó un espeso brebaje marfileño viejo que quedó a la espera de la decisión de Ginés y del acomodo de Germán en su butacón, frente a frente de su anfitrión.
– ¿Y eso qué es?
– Banana daiquiri. Alegra y alimenta.
Escanció Ginés el vaso en dos tragos y una pausa intermedia que le sirvió para masticar los restos sólidos del plátano y para sentir la solidez dulce y ácida de la pócima en la boca primero y luego en los abismos interiores del cuerpo, y al llegar el sólido a su fin le circulaba por todas las carnes un calor tan satisfecho como el frescor que notaba en la boca.
Contemplaba Germán los efectos de su preparado con una sonrisa llena de barba y nicotina. Sirvió otro vaso a la medida de la sed de su compañero y otro y otro, mientras él paladeaba el primero como si fuera el único.