visionalidad que me producía todo lo que iba viendo y haciendo en este viaje.
Llegaron los exámenes de diciembre y las vacaciones de Navidad. Estaba alborotado el Instituto porque las alumnas pedían las vacaciones desde el día primero y no era costumbre darlas hasta el ocho. Por lo visto todos los años había esta lucha sorda y no cedían ni los profesores ni las alumnas, que se dividían en dos bandos, el de las que acataban la ley y el de las rebeldes. Había entre ellas desorden y discordia, y se insultaban unas a otras con letreros en las paredes y en la pizarra. Yo, antes de que la situación fuese más tirante, hice el examen trimestral y me despedí. Me parecía que no dejaba nada en aquellas aulas.
Una tarde volví con mis libros al café de la calle Antigua, pero no tenía paz para estudiar y desistí. Me puse a andar por las calles. A casa de Elvira no quería ir. Llevaba varios días sin verles con el pretexto de un catarro que tuve, y quería que estos días de ausencia me sirvieran para desacostumbrarme de la inercia de caer siempre por allí al atardecer. Me di cuenta de que estaba andando por calles cercanas a la casa, y di la vuelta bruscamente. Me metí por los soportales de la Plaza Mayor, mirando escaparates. Salí a la calle del Casino. La ciudad se me hacía, de pronto, terriblemente aburrida; me ahogaba. En la puerta del Casino había un cartel que decía: (Exposición de esculturas de Juan Campo). Juan Campo era Yoni; hacía mucho que no sabía nada de este grupo de gente. Como no tenía nada que hacer, entré.
Para la exposición habían habilitado el salón de té. Yoni estaba hablando con Elvira junto a una de las esculturas, v no había nadie más. Me miraron los dos en cuanto aparecí en la puerta. Yoni se había dejado barba. Me acerqué a saludarles; él no sabía que Elvira me conociera a mí.
– ¿Éste? -dijo Elvira de buen humor, sin soltarme la mano que yo le había tendido-. Pero si es una peste!Está todo el día metido en casa con Emilio y Teo. Le han tomado un amor!Por cierto, hace días que no vas; has estado enfermo, ¿no?
– Si, un poco.
Me miraba a la cara, como respaldándose en la presencia de Yoni. En su casa no nos mirábamos casi nunca. Me separé de ellos y me puse a dar una vuelta por allí. Les oía hablar y reírse. Cuando lo terminé de ver, me fui a despedir, pero ellos también se iban, y salimos los tres juntos. Elvira le dijo a Yoni que le había gustado mucho la exposición en conjunto, que había mejorado bastante desde las últimas cosas que le enseñó a ella. Le hablaba muy familiarmente, como si quisiera hacer alarde de su amistad con él.
Yoni nos invitó a subir un rato con él al Gran Hotel y tomarnos una copa en su estudio, si no teníamos que hacer otra cosa.
– Gracias-dije yo-, pero no me encuentro bien y me quiero ir a casa a acostarme. Otro día.
Elvira me insistió. Que si iba yo, iba también ella, que era sólo un ratito, que no estaría tan malo. Me volvía a mirar como antes.
– Al catarro con el jarro -dijo Yoni-. Tengo coñac francés.
– Bueno-acepté sonriendo-, para celebrar lo de tu exposición. Un brindis y me voy.
– Claro, hombre. Como si te quieres acostar allí, en una de mis literas.
Cruzamos la Plaza. Le dijo Yoni a Elvira que si la veían acompañada de dos hombres que no eran Emilio, y en pleno luto, que la iban a criticar.
– Que digan misa-exclamó ella con voz alegre, moviendo el pelo hacia atrás-. ¿Tú quieres que les dé más que hablar todavía? ¿Que me coja de vuestro brazo?
– Hombre, claro que quiero -dijo Yoni-. ¿Tú, Pablo?
Traté de sacar el tono frívolo que ellos empleaban.
– A nadie le amarga un dulce-dije.
Pasábamos por los jardincillos del medio de la Plaza. Elvira nos cogió del brazo y los dos nos juntamos contra ella. Era casi tan alta como yo. Hacia frío. Yoni le cogió la mano de su lado y se la metió con la suya en el bolsillo del abrigo.
– Oye, eso ya es mucho-se rió ella-. Nos van a querer casar, como hace dos inviernos. ¿Sabes, Pablo, que hace dos inviernos nos quería casar la gente a éste y a mí?
Me oprimía el brazo para hablarme. Tenía los ojos brillantes de alegría.
– ¿Casaros? ¿Por qué?
– Ah, pues porque algunas tardes iba por su estudio a pintar allí. Fíjate qué delito. Que estábamos en plan, decían, ¿verdad, tú?
Yoni se rió.
– Bueno, un poco en plan si que estábamos.
– Calla, tonto, qué íbamos a estar.
En el estudio de Yoni yo no hablé nada. Me sentía incómodo, desplazado. Tomé dos copas y estuve poniendo unos discos, mientras ellos bromeaban y pajareaban por allí. Luego fueron langui-deciendo también, como si mi silencio les secara. Me despedí. Elvira dijo que ella también se iba.
– Pero, mujer, espérate un poco. Seguramente vendrá Emilo por aquí-la animó Yoni-. Y si no, le llamamos.
– Hombre, vaya unos planes que me preparas. A Emilio me lo tengo ya demasiado visto. No, de verdad, me voy. Si viene, le dices que me he ido a casa -dijo luego, corrigiendo el tono-. Adiós, Yoni, majo. Y enhorabuena.
De pronto, ya estábamos los dos solos en la calle. Empezamos a andar en una dirección cualquiera. No hablábamos.
– ¿Adónde vamos por aquí?-preguntó ella por fin.
– Yo a mi pensión.
– ¿No te vienes un rato a casa?
– No.
Seguimos. No torció por el camino que la debía llevar a su casa. Íbamos hacia mi barrio. Se me cogió del brazo, como un rato antes. Se apretó contra mí.
– No te molestará, verdad, que te acompañe un poco…
– ¿Por qué iba a molestarme?
– No sé, porque eres raro, nunca se sabe lo que te gusta y lo que no.
Pasamos la Plaza del Mercado, subimos la cuesta de la cárcel.
– Pablo -dijo de pronto.
– Qué.
– Nada, que qué callados vamos. ¿Tú vas a gusto sin hablar?
– Yo no, porque voy violenta sin saber lo que piensas. ¿Qué piensas? No estarás enfadado conmigo.
– No, mujer…
– Pues, ¿qué piensas?
– Pero de qué.
– De mi, de que te acompañe y eso.
– Nada, lo encuentro normal. Eres una chica libre, ¿no quedamos en eso cuando hablamos la última vez?
Se soltó con rabia.
– Te ríes de mí, siempre te ríes de todos. De Yoni, y de Emilio, y de mi hermano. Vienes a casa a mala idea, para estarnos mirando a todos y luego burlarte. Por eso no me gusta que vengas. Te crees un ser superior.
No contesté. Me aburría. Empecé a andar más de prisa,
– No vayas tan de prisa. Di algo.
– Qué voy a decir, que estás loca, que no dices más que tonterías.
Se echó a llorar.
– Es que me pones nerviosa, no sé lo que me pasa contigo. Perdóname.
– Pues no vengas conmigo, yo no te he pedido que vengas.
Me paré. Habíamos llegado a mi pensión. Se me volvió a coger del brazo.
– ¿Me dejas que suba a ver tu cuarto? Anda, así hacemos las paces.
– No tenemos que hacer ningunas paces. Están hechas. Adiós.
– Anda, déjame subir. Me fumo un pitillo contigo. Tengo ganas de subir.
– No. Elvira, mejor no.
Se le encendieron los ojos con coquetería.
– Parece que tienes miedo de mí.
La cogí por los hombros, la sacudí hasta que la hice daño.
– Eres una insensata, tú eres la que debía tener miedo. No sé a qué juego quieres jugar conmigo. Vete a casa.
Todavía se reía.
– ¿Te crees que no soy capaz de subir a tu cuarto?
La cogí por un brazo.
– Elvira, si subes esta noche a mi cuarto, no vuelves a salir hasta mañana de madrugada, ¿entiendes? Anda, sube. Ahora verás.
Los labios le temblaban. La empecé‚ a empujar hacia la escalera.
– Bruto, qué bruto eres, déjame. No quiero.
– Ah, ahora no quieres… Venga, sube!
Vino la mujer de la pensión con unos paquetes, y abrió con la llave.
Se quedó esperando a ver si parábamos o no. Nos miraba con ojos fijos.
– Deje abierto; ahora iremos-dije yo.
Elvira lloraba como una niña.
– Qué vergüenza, qué vergüenza -dijo cuando se metió la mujer-. Si lo supiera Emilio esto que me has hecho, tratarme como a una fulana, hacerme pasar esta vergüenza. Tú te crees que yo soy como la animadora; ya me lo dijeron las chicas, que vivías aquí con la animadora, cuando estuvo, pero yo no me lo quise creer. Se ve que es lo único que ves en las mujeres. Te has creido que soy como ella.
– No-dije-. No eres como ella. Ella estuvo en mi cuarto muchas veces y yo en el suyo, pero no era como tú. Era directa y sincera. Si hubiera querido acostarse conmigo, me lo habría dicho.
Elvira lloraba ahora a lágrima viva, con sollozos de total desamparo. Le di mi pañuelo.
– Anda, vete a casa, que es tarde. No te preocupes por lo de Emilio, porque a nadie le pienso decir nada. Pero vete.
Aquella noche no dormí nada y a la mañana siguiente muy temprano hice mi maleta, pagué la pensión y eché a andar hacia la estación por las calles desiertas, lechosas de una niebla muy fría que desvaia la luz todavía encendida de los faroles. El primer tren para Madrid salía a las ocho de la ma-
ñana. Pasé por delante de la casa de Emilio y levanté los ojos a su ventana cerrada. Todavía no sabia bien adónde iría, pero sabia que no iba a volver. En Madrid me quedaría algo de tiempo y desde allí escribiría a don Salvador y tal vez a Teo y a Emilio, inventaría alguna historia.
Después de sacar el billete entré en el bar de la estación y dejé mi maleta en el suelo. Tenía las manos entumecidas. Pedí un café solo. A mi lado me sonrió un rostro conocido.
– Don Pablo, qué alegría. He venido a despedir a mi hermana, que por fin, ¿sabe?, se va a Madrid. El novio le ha encontrado allí un trabajo, pero mi padre no sabe nada todavía, se cree que vuelve después de las Navidades. Se lo tendré que decir yo cuando sea.
Era Natalia, mi alumna de séptimo. La invité a café con leche.
– Julia ahora viene. Está comprando unas revistas. ¿Usted también va a Madrid?
– También.
– Fíjese, qué bien lo de mi hermana; está más contenta…
Vino la hermana y me la presentó. Estuvimos los tres desayunando. Empezaba a entrar en reacción, pero me dolía mucho la cabeza. Julia dijo que me conocía de vista del Casino. Luego no sabíamos de qué hablar.
– Usted ahora-le dije a Natalia-, a ver si arregla con su padre lo de la carrera. Que se entere su hermana en Madrid de los programas de esa carrera que quiere hacer y lo va usted sabiendo para el año que viene. No se desanime, mujer, por favor.
– No, no, si cada vez estoy más decidida.