De pronto vino Gertru y aplaudieron. Iba por todas las habitaciones con Ángel para hacerse felicitar. La gente fue a la puerta a besarla y a verle la pulsera. Acababan de pedirla.
– A ver. Oye, es fantástica.
– Déjame ver, déjame ver. De ensueño.
Ángel se puso a saludar a los hombres, y al cabo de un poco, cuando se quitó la gente de la puerta, Gertru vio a Natalia en el rincón de allá. Le hizo una seña y llegó.
– Te estaba buscando, Tali, creí que no habías venido. ¿Con quién estás?
La besó. Llevaba un traje color manteca con frunces en las caderas y el pelo trenzado en la nuca. Tali nunca la había visto tan guapa.
– Aquí estoy, yo sola. Bueno, he venido con mis hermanas.
– ¿Quieres venir a que te enseñe los regalos?
– Bueno.
Fueron a su cuarto. Estaban los regalos encima de la cama turca y de la mesa y de unos bancos que habían puesto. Dijo Gertru que todavía no tenía ni la mitad. Eran estuches de cosas de plata, man-teles, cajitas de piel, zapatos, vestidos, cinturones.
– Fíjate, este bolso es de Italia. Mira cómo está rematado por dentro.
Tali no decía nada, le iba pasando los ojos por encima a todas las cosas y algunas las tocaba un instante.
– La pulsera es preciosa, ¿verdad?
– Sí. Ya te la he visto antes. Has puesto luz de neón aquí.
– Sí, ya hace mucho. ¿Qué miras?
– Que has quitado la repisa con los libros. ¿Dónde tienes los libros?
– En el cuarto trasero; tengo que hacer una selección de los libros antes de casarme. Si te sirve alguno.
– No. Sólo si tuvieras los apuntes de Religión del año pasado, para Alicia, que repite. Yo los míos los he perdido.
– ¿Qué Alicia?
– Alicia Sampelayo, ¿no te acuerdas de ella?
– Ah, sí, un poco, una rubia. Ya te los buscaré. Mira esta radio, Tali, ¿has visto una cosa más chiquita? Funciona con pilas, ¿verdad que es un sol? Verás, vamos a buscar algo de música, verás qué bien se oye.
Se sentaron en el sofá amarillo, corriendo un poco las cosas que había encima. Allí, juntas, oyeron la música de una emisora francesa-tan lejos, sabe Dios de dónde venía. Natalia se tapó la cara contra el hombro de Gertru y se echó a llorar desconsoladamente.
Las clases de alemán, a pesar de ser mi única ocupación concreta durante el tiempo de mi estancia, las recuerdo como una música de fondo, como algo separado de la ciudad misma. Hacía todos los días el camino de ida y vuelta del Instituto, cruzaba el patio, avanzaba hacia la fachada gris de ventanas altas y asimétricas, subía las escaleras, pero nada de aquello me era familiar; coincidía siempre con la primera imagen que tuve de ello la tarde de mi llegada, cuando hablé con la mujer que fregaba los escalones.
Me aburrí de los paseos con las niñas y empecé a pasar lista y a poner faltas de asistencia, porque don Salvador me dijo que no estaban preparadas para tener disciplina de otra manera, que me rogaba que lo hiciera así. Por lo visto mis métodos extrañaban demasiado a todos. También me señaló un libro de texto que debía seguir en adelante.
Creo que más o menos por entonces fue cuando Emilio empezó a venir a esperarme a la salida de las clases y a hacerme confidencias de su noviazgo con Elvira. Vino dos o tres tardes, pero la primera no la diferencio de las otras. Empezó a hablar de repente, porque dijo que no podía más, que necesitaba apoyarse en alguien. Elvira le desconcertaba con sus arbitrariedades, no la podía comprender, y él se sentía inferior se atormentaba pensando si sería o no el hombre que ella necesitaba. Yo le dije que eso no se llegaba a saber nunca, y que si se querían no tenía sentido plantearse esos problemas. No sabía bien qué decirle; unas veces se creía seguro de que Elvira le amaba, y a lo mejor casi en seguida lo ponía en duda desesperadamente. Fuimos a pasear por calles cercanas al Instituto, por donde él me iba guiando con su brazo aferrado a la manga de mi abrigo, y repetía idénticas cosas.
– En el fondo soy débil, soy débil-decía-. No sé bien cómo soy. Si supiera lo que ella espera de mí, me volvería absolutamente de esa manera aunque tuviera que vivir siempre una vida fingida, diciendo palabras postizas. Me adaptaría a lo que fuera, te lo juro.
– Pero no pienses eso. Tú por qué tienes que cambiar de como eres. Elvira, si te conoce desde hace tanto tiempo, te tiene que querer como seas. Te lo tomas demasiado en serio. Ella es que tiene fantasías, que le gusta inventar complicaciones. No la admires tanto, sé duro con ella. Tú eres más verdadero que ella.
– ¿Te parece?
– Por lo que dices…
Hasta que empecé a volver a casa de Elvira, toda mi breve historia con ella casi la había olvidado, era para mí un episodio concluido, imaginario. Se me hacía muy extraño pensar en todo el tiempo anterior a mi amistad con Emilio.
A casa de Elvira volví porque él me lo pidió. Le había tomado un gran afecto y me había dado cuenta de lo fácil que era animarle, subirle la moral. No sé cómo, tan rápidamente, se había convertido en mi mejor amigo. No le juzgaba, no me importaba que fuera mediocre o inteligente. Sólo veía su since-ridad y su vacilación, lo ansioso que estaba de compañía. Y contrastando con su afectación de algunas veces, me conmovía su humildad, como nunca la he visto mayor.
Me acuerdo de un domingo de sol que me estuvo leyendo versos suyos en el Parque municipal. Eran muy malos. Hablaban de sangre rusiente, latidos, floración y cosas así muy vagas. Mis críticas, completamente intuitivas, porque de poesía nunca he sabido casi nada, no sólo las escuchó ávidamente, sino que allí mismo en el banco del parque, apoyando los folios en las rodillas, se quería poner a corregir algunas cosas con arreglo a lo que yo le había dicho. Casi me hacía avergonzarme.
Otro día, en su casa, me estuvo enseñando algo de una novela que tenía empezada para un con-curso literario y artículos recortados de periódicos. Los artículos eran bastante graciosos. En su cuarto tenía un dibujo de Elvira al pastel, el escorzo de un mendigo, con influencia picassiana.
Por entonces, un poco antes de las vacaciones de Navidad, le veía casi todos los días, o por lo menos me telefoneaba a la pensión. Por lo visto las cosas con Elvira le empezaban a ir cada vez mejor, gracias, según decía él, a la seguridad en si mismo que yo le había inyectado con mi amistad y mis con-
sejos. Realmente no eran consejos, sino opiniones y puntos de vista que él me arrancaba.
– Ahora siempre estoy tranquilo y tengo esperanzas. Sé que vivo, que tengo algo dentro que es mío, algo que me impulsa. A veces hasta me parece que yo solo sería capaz de dirigir el mundo con mi amor por Elvira. Y eso me basta.
Decía frases así, que se veía que había estado pensando antes; me figuraba yo lo que se habría complacido imaginándose de pie en el centro del mundo con una batuta en la mano, sublimando sus gestos de amor.
Volví por fin a casa de Elvira. Este primer día conocí a la madre, y a ella apenas la vi unos instantes porque en seguida se fue de la habitación, pero fue lo suficiente para comprender que algo estaba aún pendiente entre nosotros y que yo la volvería a desear, como la tarde del río y la vez que la besé en su cuarto. Tal vez no hubiera vuelto por la casa, si al día siguiente Emilio no me hubiera venido a buscar a la puerta del Instituto loco de entusiasmo.
– Tú me das la suerte, ¿no te lo digo siempre?, me la das, es así, no tiene dudas. Ahora ya está bien claro.
Apenas me había dado tiempo a separarme de unas alumnas que salían conmigo, y al principio no entendía nada, ni él me daba lugar a preguntarle. Luego, ya más calmado, me explicó que Elvira le había dicho que quería casarse con él en seguida, y que ya les había hablado a su madre y a Teo.
– Ella es así, no sé cómo no la conozco todavía. No se sabe por qué decide las cosas. Sabía yo que si alguna vez me empezaba a querer de verdad, estallaría así, de repente. Cambiaría todo de la noche a la mañana. ¿Sabes tú lo que es esto, Pablo? Ya se lo puedo decir a todos. Nos casamos en primavera o antes, no espero a sacar las oposiciones, ni nada. ¿Tú te das cuenta de lo que es?
Todavía no me daba mucha cuenta. Y tampoco me la di en mis siguientes visitas a la casa. Emilio, que con el primer entusiasmo se disculpaba aquellos días del estudio, me llevaba allí con él continua-mente, me hacía quedarme a comer y cenar, cuando él se quedaba. Yo no sabía qué pretexto poner para rehusar, porque en el fondo me gustaba quedarme. Todos me insistían con mucho afecto; también Elvira, aunque algunas veces se enfadaba por algo que decía yo, y se iba del cuarto. Pero me pareció que estaba contenta, muy cariñosa con Emilio. Le besaba siempre delante de mí. A veces tenía una euforia agresiva y daba bromas a todos. Esas veces se metía también conmigo y me trataba con excesiva familiaridad. Parecíamos una familia. Yo no me explicaba cómo había llegado a pasar aquello de estar allí, sentado en el sofá de aquel comedor de la calle del Correo charlando, o mirando algún libro, con la confianza con que podría haber estado en mi casa. Me parecía que volvía a tener una casa, después de mucho tiempo.
– Para la primavera-decía Emilio, que siempre estaba haciendo planes-tenemos que llevar a Pablo a un tentadero de toros en la finca. Ya verás tú qué cosa tan interesante y tan bonita.
Los padres de Emilio tienen una finca, y ellos, cuando se casaran, pensaban ir a vivir allí.
– A Elvira le gusta-me explicó Emilio-. Podrá por fin poner un buen estudio y trabajar. Yo, al principio, me ocuparé del campo, claro, pero seguiré estudiando. Ella pintará mucho allí; a mí me interesa también el trabajo de ella tanto como el mío. Creo que tiene una vocación y que puede hacer cosas. También viajaremos.
Me hablaba mucho aquellos días de la libertad de la mujer, de su proyección social. Tenía muchos proyectos también acerca de reformas en la finca de sus padres, y todos muy ambiciosos. Quería poner regadío en algunos sitios y además hacer una piscina cerca de la casa y un campo de tenis. Parecía que estas cosas quedaban hechas apenas las decía, tanto entusiasmo ponía imaginándolas. La oposición no la pensaba abandonar, desde luego, porque Elvira quería que la hiciese. Teo podía venir a pasar largas temporadas con ellos.
– Y tú también, Pablo, por supuesto. Como si te quieres venir todo el verano, en cuanto acabe el curso. Serás nuestro mejor amigo siempre.
Yo, cuando Emilio me incluía en alguno de estos proyectos para la primavera o el verano, miraba los cristales empañados por el frío de la calle. Me parecía que para el tiempo bueno yo ya estaría en la ciudad y no podría ir con ellos a ningún sitio. Todavía no había podido librarme de la sensación de pro-