– ¿Quién es? Pasa.
Cuánto tiempo hace que no entraba en el cuarto de papá a estas horas. Se ha creído que iba a rascarle la espalda, como cuando vivíamos en Valdespino, y sin dejar el periódico se ha vuelto de medio lado y se ha levantado un poco el pijama por detrás.
– Vaya, chiquita; vuelven los tiempos felices.
Qué difícil era: era dificilísimo. Me arrodillé en la alfombra y allí, sin verle la cara, rascando arriba y abajo, arriba y abajo, he arrancado a hablar no sé cómo y le he dicho todo de un tirón. Que nos volvemos mayores y él no lo quiere ver, que la tía Concha nos quiere convertir en unas estúpidas, que sólo nos educa para tener un novio rico, y que seamos lo más retrasadas posible en todo, que no sepamos nada ni nos alegremos con nada, encerradas como el buen paño que se vende en el arca y esas cosas que dice ella a cada momento. Saqué lo del novio de Julia, me puse a defenderle y a decir que era un chico extraordinario. Yo no le conozco, pero eso papá no lo sabe, me estaba figurando que era yo la que quería casarme, y de pronto me di cuenta de que no pensaba en Miguel, que veía la cara del profesor de alemán.
– Papá-le he dicho-, tú antes no eras así, te vuelves como la tía, te tenemos miedo y nos estás lejos, como la tía.
Papá estaba muy perplejo. Se ha vuelto a mí, que me había quedado callada sentada en la alfombra, y me ha mirado, sin saber qué decir.
– ¿A qué viene esto? ¿Por qué me dices todo esto de golpe, precisamente tú?
Estaba muy dolido, pero no comprende que yo lo que quiero es ayudarle a ser más sincero, a darse cuenta de lo que tiene alrededor. No he conseguido que nos entendamos, he visto que es imposible y también toda su cobardía.
– Pídeme lo que quieras-me ha dicho-. Pero no me vuelvas a hablar así. Te lo doy todo, os lo doy siempre todo, los jóvenes son crueles. Dime lo que queréis de mí, y si puedo te lo daré.
Yo me he echado a llorar, no sabía en ese momento lo que tenía que pedirle. Sólo quería que al-guien me consolara y me entendiera. Le he hablado de Gertru, de Mercedes, de Petrita, de cosas que me aprietan el corazón, pero he sido incoherente. Le he dicho que si tengo que ser una mujer resignada y razonable, prefiero no vivir.
– Antes, de pequeña, papá, cuando cazábamos en Valdespino, ¿te acuerdas?, a ti te gustaba que fuera salvaje, que no respetara ninguna cosa. Te gustaba que protestara, decías que te recordaba a mamá.
Me ha mirado por encima de las gafas.
– Las cosas cambian, hija. Ahora vivimos de otra manera. Mejor, en cierto modo. No puedes ser siempre como eras a los diez años.
Me ha hablado de dinero, de seguridad y de derechos. A mí las lágrimas se me han ido secando, pero cada vez estaba más triste. Él, como no he vuelto a hablar, se ha creído que me estaba convenciendo de algo, pero yo ni le oía. Hablaba cada vez en un tono más seguro y satisfecho, más hueco, y hacía frases, seguramente escuchándose, como quien gana un pleito.
– Adiós, papá, tengo sueño-le he dicho en una pausa que ha habido.
Le he remetido el pijama, le he dado un beso en la frente.
– Perdona que te haya molestado.
É1 me ha abrazado fuerte.
– Estás nerviosa, hijita, de tanto estudiar, yo lo comprendo. Otro día seguiremos hablando, si quieres. Y pídeme lo que necesites. Aquí está papá para todo. Pero también tía Concha es buena. Has sido injusta con ella. Hay que quererla también a la tía.
De lo de mi carrera no le he dicho nada.
Me he dormido muy tarde, haciendo diario.
Desde que había venido la madre de Ángel, Gertru a él casi no le veía. Siempre estaba de compras y al cine y comiendo con la suegra. Era una señora opulenta, con el pelo teñido de rojizo y muchas joyas. Algunas veces iban los tres, y entre los tres habían decidido que la boda se hiciera pronto, porque si no la madre de Ángel, que se iba a Argentina, por medio año a estar con unos parientes, no podría asistir.
– Y dejarlo para más allá, no quiere él-explicaban los padres de Gertru a sus amistades-. Dice que para qué van a esperar. Realmente un chico como Ángel, con la posición asegurada, y que ya no es un niño.
– Pero Gertru podía esperar, tan jovencita…
– Sí, ya ve usted, pues él no quiere ni oír hablar de eso.
Gertru tenia varios hermanos solteros y una casada, Josefina, que había estado bastante sin venir a verles porque se casó a disgusto de la familia, y todavía no venía mucho. Un día de aquéllos, Gertru la fue a ver. Vivía cerca del río en una casita modesta. Estaba haciendo un jersey para el niño, y llevaba el pelo liso, recogido de cualquier manera, y las uñas sin arreglar. Acababa de volver de un pueblo de la sierra donde vivían los padres de su marido; tenía mucho desorden en la casa, y el niño estaba con la tosferina. Todas estas cosas se las contó a Gertru con un tono de voz opaco y uniforme, sin dejar de mirar la manga del jersey, que crecía imperceptiblemente en las agujas. Gertru se había sentado enfrente de ella y la miraba. También le dijo que no se encontraba bien porque esperaba el segundo niño para abril.
– De este embarazo no le digas nada a mamá todavía, ¿sabes?, para qué se va a andar preocupando.
La noticia de que Gertru se casaba la recibió sin mostrar alegría ni extrañeza. Solamente levantó la cara y dijo:
– Mujer, tiempo tenias. Claro que ya pareces mayor, has cambiado mucho.
Gertru llevaba tacones y tenía las piernas cruzadas. Josefina le miró las caderas, el vientre liso bajo el suéter ceñido. Cuando ella era soltera, las señoras de Fuenterrabía le decían a mamá, los veranos: (Tu chica, qué estilo. No es que sea guapa, pero tiene un estilo). Nadaba, dormía siesta, comía de todo. No costaba trabajo, entonces, estar en forma. Ella este verano había seguido el consejo de otras amigas casadas y se había cuidado un poco más, había ido alguna vez a la peluquería, se había quitado los pelos de las piernas, pero eran cosas que llevaban tiempo y se hacían a desgana, sin ilusión, el niño mamando todavía cada tres horas. Suspiró.
– Pues me alegro de que te cases, Gertru, mujer. ¿Y cuándo dices que es la pedida?
– El lunes, en casa, para celebrar también mi cumpleaños. No dejes de venir. Y que venga también Oscar. Lidia quiere que haya mucha gente, hasta cien, lo paga todo ella. Va a servir la merienda el Castilla con camareros de allí y todo.
– ¿Lydia se llama tu suegra?
– Sí.
– Qué nombre tan bonito. Creo que es muy joven.
– Mucho. Se casó a la edad que tengo yo ahora, y tuvo sólo este hijo. Además se cuida mucho.
– Debe tener dinero, ¿verdad?
– Huy, mucho. Dinerales. Yo no sé la de regalos que me ha hecho ya, me quiere muchísimo, dice que como si fuera su hija. Todo el día estoy con ella. Después de la pedida me lleva con ella a Madrid para recoger lo grueso del equipo. Todo en Zaid.
– Qué suerte. Pues se lo diré a Oscar. Me tendría que hacer un vestido pero no me va a dar tiempo.
– Yo te puedo dejar uno.
– No, mujer, tú estás mucho más delgada, ya me arreglaré.
Se quedó pensativa, mientras contaba los puntos que le faltaban para empezar a menguar. Se había equivocado. Lo deshizo y siguió más despacio. A cada vuelta y antes de empezar la siguiente, levantaba los ojos con un gesto de descanso y miraba a la ventana. Gertru se despidió. Después de irse ella, se des-pertó el niño, llorando. Josefina dejó la labor, pero no era capaz de levantarse para ir a ver qué le pasaba.
Llevaría el traje marrón, pero arreglándolo un poco le haría un escote redondo, no iba a ir hecha una birria a una merienda de tanta gente. A ver si quería venir Oscar, a lo mejor no quería, estos últimos tiempos estaba tan agrio. Decía siempre: (Me aburres), y daba portazos. Ya nunca traía amigos a tomar café como a lo primero.
Gertru lo comentó con su suegra:
– Me he retrasado por estar un poco más en casa de mi hermana. Me he puesto triste de verla. Me parece que no es muy feliz.
– Nadie es feliz del todo en este mundo, hija. Cada uno lleva su cruz.
Lydia se esponjaba enormemente cuando podía colocar una frase así, nacida de años de experiencia.
– La he visto desmejorada -dijo Gertru-. Debe haber sufrido mucho con lo que le hicieron en casa. A lo mejor ahora tiene envidia de mí. Ha estado rara conmigo.
Se sintió la mano de Lydia sobre el hombro.
– No pienses eso, mujer.
– Si va a la pedida, procure estar simpática con ella, hablarla bastante, ¿quiere? Yo se la presento.
Gertru lazó los ojos casi con lágrimas a la cara adobada de masajes y esperó la respuesta. Vio un guiño de ternura en los ojos de muñeca pompadur.
– Claro que sí, hija. Le haremos un regalo, si quieres; un buen regalo. Eres tan buena. Pero no me sigas llamando de usted.
Estaban en el hall del Gran Hotel, en la rinconada del bar, esperando a Ángel, que había subido al estudio de Yoni con los amigos. Se habían sentado en los taburetes de plástico rojo. A Gertru le hacía ilusión estar en aquellos taburetes empinados, sorbiendo un jugo de tomate. Lydia era muy moderna y tenía muy buen gusto para vestirse. También a ella la guiaba y le decía siempre lo que tenía que poner a cada hora. Por ejemplo, ya nunca había vuelto a llevar colores mal combinados, ni rebecas debajo del abrigo.
– Por Dios, las rebecas-había dicho Lydia-, qué amor le tenéis las chicas de provincia a las rebecas. Estropeáis los conjuntos más bonitos por plantarles una rebeca encima. Encima de la blusa de seda natural, nada, mujer. ¿Tanto frío tienes?
Y duchas frías, gimnasia, una crema ligera al acostarse. Gertru seguía todos sus consejos de belleza porque la oía decir que las mujeres, desde muy jóvenes, tienen que prepararse para no envejecer. A Lydia le gustaba sentir a Gertru pendiente de sus palabras, como de los mandamientos de la Ley de Dios, y algunas veces que se sentía generosa ponderaba sin docilidad, como hace un maestro para estimular al discípulo.
– Ya eres otra distinta que cuando yo vine. ¿No te lo dicen las amigas?
– No.
– Pues a Ángel se lo han dicho todos.
– ¿Qué le han dicho? ¿Quiénes? No me cuenta nada.
– No querrá que te pongas tonta, y por eso no te lo dice. Le dicen que estás guapísima ahora, me lo han contado a mí.
– ¿SUS amigos?
– Sí, Yoni y su hermana, sobre todo. Todo ese grupo.
Gertru miró el reloj. Era tarde y Ángel no bajaba. Le preguntó a Lydia que si le gustaba a ella Teresa, la hermana de Yoni y sus amigas. Lydia era muy moderna pero católica cien por cien. Lo que más admiraba en Gertru era su inocencia.