– Yo creo que si. Me gustaría saber lo que ella piensa cuando está sola.
– ¿Pero no te escribe?
– Sí, me escribe. Pero digo saber lo que le contaría de todo esto a un amigo, a ti por ejemplo, si la conocieras más, y le sonsacaras. Para mí sería maravilloso que tú pudieras hablar con ella, ¿por qué no lo procuras?
– Apenas la conozco, no tengo confianza…
– Con que volvieras un poco por la casa. Un día puedes volver conmigo si te da apuro solo.
– Si no es que me dé apuro…
– Es que tú podrías ayudarme mucho. Yo contigo hablo mejor que con nadie. Precisamente porque eres neutral, porque se sabe seguro que no vas a comentarlo con otras personas. Yo lo sabía, desde que te conocí, que te iba a buscar cuando te necesitara, tienes una inteligencia distinta a la de los demás.
Pablo hacía largos silencios. La noche que estuvieron en su pensión, Emilio, en un cierto momento, se tapó la cara entre las manos y se estuvo así hasta que el otro le preguntó que le pasaba.
– Es que me parece que te aburro con estas historias. Pero estoy tan indeciso.
– Que no, hombre, por Dios, si no me aburres, es que no sé qué decirte. Quizá sería mejor que no insistieras demasiado, que hicieras lo que ella te pide. Déjala, si se quiere sentir libre. Fíate de lo que te dice. No veo que haya tanto problema, el tiempo lo dirá todo. Tú déjala a su aire, que decida. Ya te vendrá a buscar.
Empezó Emilio a distanciar las cartas, que antes escribía a Elvira a diario. Los domingos, en vez de andar mendigando unos minutos de charla a solas con ella, no aparecía por la casa, y se iba con Pablo al cine. A Pablo le gustaba el cine Moderno, que se conservaba exactamente igual que él lo recordaba, con butacas de madera, y novios baratos comiendo cacahuetes. Le dijo a Emilio que allí había visto él con su padre películas de Heintz Ruthman y de Janet Gaynor.
– Y yo también, ya lo creo, tenemos los mismos recuerdos.
Descubrieron que eran exactamente de la misma edad, que habían nacido con unos pocos días de diferencia, y esto a Emilio le pareció un acontecimiento trascendental. Admiraba y quería a Pablo como a ningún amigo. Con él no se aburría en ningún sitio. Salían del cine de la sesión de las cuatro y se ponían a dar vueltas por los soportales de la Plaza Mayor, que a aquella hora estaba llena de soldados.
– A mí solo-decía Emilio-nunca se me hubiera ocurrido pasear en un domingo a estas horas por aquí.
– Yo vengo mucho. Está resguardado del frío y me gusta andar así, con la misma pereza que lleva esta gente, oír lo que van hablando, sin prisa.
– ¿Por qué no escribes? Tú eres un gran poeta.
– No me mates, yo qué voy a ser un poeta.
– Sí-decía Emilio con entusiasmo-. Tú no encuentras vulgar ninguna cosa. Todo lo conviertes en algo que tiene vida.
– Si no te gusta nos vamos, nos sentamos en un café.
– Como quieras.
Los soldados se apelotonaban a cortarle el paso a los grupos de niñas que salían de casa cogidas del brazo y volvían igual, sin separarse, por muy grandes que fueran las apreturas. Otros se quedaban en silencio delante de los escaparates con maniquís que parecían puestos a secar detrás del cartelito CERRADO, pegados al cristal, como si fueran a sorberse toda la tienda vacía.
En el café, Emilio le hacía a Pablo el resumen de la semana.
– Tenías razón. Hasta estudio más.
– ¿Estás animado? Me alegro. ¿Ves cómo no hay nada tan grave?
– Sí, hombre, es mucho mejor así, como tú dices. Además ahora, cuando la veo, está más cariñosa, se sienta a mi lado y me habla. No le importa que nos vean.
– ¿Cuántas cartas le has escrito?
– Dos.
– Pues para esta semana sólo una.
– Bueno. No sé si va a notar que es táctica.
– Que no, hombre. Tú no le habrás dicho que yo te doy estos consejos, ni nada…
– Nada. No le he hablado de ti. Pero tienes que venir un día.
Acordándose de Pablo, como de un maestro, las cartas que le salían demasiado largas y apasi-onadas las guardaba y las sustituía por una cuartilla breve, casi frívola. Luego, de noche, en casa, antes de romperlas, las releía con desesperación. A veces, cambiándolas un poco, las convertía, a máquina, en pócimas alambicados y retóricos que se complacía en perfilar. Así se acostaba más satisfecho de sí mismo, con la sensación de no haber desaprovechado sus sufrimientos. Esas veces se veía como un ser privilegiado, capaz de complicaciones y desdoblamientos que otros no podrían comprender. Las cartas se las dejaba a Elvira en el tiesto del recibimiento, y ya nunca se las daba, como al principio, por debajo de la mesa del comedor a la hora de la merienda, acariciándole, de paso, la mano, fugazmente.
– Ahora estudio mucho mejor contigo, no sé por qué -había notado Teo-. Adelantamos mucho más, ¿no lo notas?
– Sí, puede que sí.
La criada les avisaba cuando era la hora de merendar, dando unos golpecitos en la puerta: (Señoriíto Teo, que esta punto el café con leche).
– ¿Qué te parece si nos lo trajeran aquí?-llegó a decir Emilio algunas tardes-. Nos entretenemos menos.
– Sí, es verdad. Oye, como sigamos así, ven todos los días.
A la hora de la merienda, también solía haber otras personas en el comedor, gente que venia a acompañar a la madre, todavía con suspiros de pésame. Cuando salían ellos, Emilio se esforzaba por superar su propia circunstancia y, sobre todo si estaba Elvira, se mostraba ingenioso y divertido, siempre con el donaire en los labios.
– Es encantador este chico, Emilio, ¿verdad, Lucía?-le decían a la madre las señoras.
– Sí, muy simpático. Y, además, inteligente.
– ¿Y con Elvira, qué hay?
– Por Dios, nada, se conocen desde pequeños.
Ya no venían tantas visitas y se iban pronto. La madre tenía poca conversación, Teo estaba siempre estudiando y Elvira no salía casi nunca.
– Total para qué va una a venir-comentaba alguna señora que coincidía con otra y salían juntas-. Parece que les molesta. Lo hace una por bien y yo creo que ni lo agradecen. La chica, nada, ni aparecer. Que era lo natural, al fin y al cabo, acabando de terminarse el rosario por el padre, como aquel que dice. Aunque nada más fuera por el qué dirán.
Elvira, cuando salía a la visita, estaba silenciosa; recorría con insistencia los retratos pegados debajo de la repisa.
– ¿Y qué, Elvira, has vuelto a pintar?
– No.
– ¿Cómo que no?-intervenía la madre-. Está terminando el retrato del padre Rafael. Lo pinta de memoria.
– Vaya, de memoria, qué mérito.
– Bueno, mamá, pero de aquí a que lo acabe. No trabajo nada.
– Yo no he visto nada suyo desde hace mucho tiempo. ¿Tienes algo de lo último por ahí?
– No, es todo malo.
– Para ti es todo malo. Nunca está contenta de lo que hace. Enséñales el bodegón.
– Que no, mamá, está sin rematar.
– Pues lo de la Catedral.
La Catedral estaba amoratada contra unas nubes color guinda. El bodegón era un poco más realista.
– A mí el melón, lo que más me gusta es la sombra del melón.
– Ponlo allí, un poco más lejos.
– Claro, se ve que está sin terminar.
– De esta pintura de estilo moderno hay que haber Visto mucha para que guste-comentaba la madre, cuando la chica retiraba los cuadros-. Lo que tiene ella es que es completamente original. Se sale de lo de siempre.
– Si, desde luego, eso sí. -Lo lleva dentro lo de la pintura.
Una tarde llamaron a la puerta cuando estaban merendando. Elvira había querido llevar a Emilio a su cuarto para enseñarle un cuadro que había empezado, pero él dijo que se lo trajera allí, y lo tenían apoyado en el hueco del balcón.
– Le echas un color a los cielos, hija -dijo Emilio-, que parece el minio de la primera mano de las verjas.
Ella lo volvió contra la pared.
– Si es doña Felisa, la pasas aquí-le dijo la madre a la criada, que salía para abrir la puerta.
– Sea quien sea, nosotros saludar y marcharnos!¿eh? -le advirtió Teo a Emilio, sorbiéndose lo último de la taza.
No era doña Felisa. Se oyó un cuchicheo en la entrada y vino la chica con una tarjeta. Elvira la cogió y se quedó quieta, mirándola. Se sentó y la dejó en la mesa. Emilio se acercó por encima de su hombro y la leyó en alta voz.
– Pablo -dijo levantándose muy eufórico-. Hombre Pablo. Me lo había dicho que vendría un día. Pasa, Pablo.
Le abrazó en la puerta. Elvira estaba de espaldas y no se movió. Le vio avanzar para saludar a su madre, inclinarse hacia el sofá donde estaba sentada.
– Les he dicho a los chicos tantas veces que le trajeran a usted. Basta que el pobre Rafael le conociera. Pero por lo visto no está usted mucho en casa. Teo le ha telefoneado alguna vez.
– Sí, señora; salgo bastante. Me gusta pasear.
– A su padre también le gustaba, era muy andarín su padre. Pero siéntese. A Elvira ya la conoce, ¿no?
Pablo dio unos pasos hacia Elvira y le tendió la mano.
– Sí, tengo ese gusto.
Luego se volvió y se sentó en una butaca, al lado de la madre.
– Pues nosotros ahora no le podemos atender como quisiéramos en estas circunstancias tan dolorosas que atravesamos. Ya se hará cargo y nos disculpará…
– Naturalmente, señora, si era yo el que estaba en falta con ustedes.
– Si el pobre Rafael viviera…
Empezaron las viejas historias. Vino Teo a sentarse allí cerca. Emilio se había quedado de pie detrás de la butaca de Pablo. Solamente Elvira, sentada en la mesa desordenada de la merienda, no formaba parte del grupo.
– Ofrécele a Pablo una taza de café-le dijo Teo.
Pablo estaba hablando de sus clases en el Instituto, decía que estaba contento, pero que encontraba muy inhóspito el edificio.
– ¿Solo o con leche? (preguntó Elvira.)
Y en los ojos que levantó él para mirarla, se vio ridícula como en un espejo, con la cafetera en la mano. Muy pequeña burguesa haciendo los honores.
– Pues a nosotros nos pillas con la cabeza como un bombo, chico -dijo Emilio-. Ya te dije el otro día lo que es una oposición. Aquí me vengo muchas tardes a estudiar con Teo, que es del gremio también, y Dios nos perdone a todos, ¿verdad, Teo?
Elvira puso la taza de café en una mesita cercana a la butaca. Con su cucharilla y su servilleta. (Gracias:), le oyó decir, sin levantar los ojos. Lo que más irritación le producía era que fuera amigo de Emilio, sin que ella hubiese intervenido en este conocimiento. Se quedó de pie al lado de Emilio y se apoyó en su brazo para no sentirse desplazada. Él la miraba y ella le buscó la mano, trenzó los dedos con los suyos.