– Alicia!-llamó la mujer de la bata blanca-. Que aquí hay una chica que pregunta por ti. Entra ahí a su cuarto.
Se volvió a mí y me señaló una cortina de flores que había al fondo. Alicia apartó aquella cortina y sacó la cara, cuando ya casi había llegado yo.
– Ah, hola, eres tú. Pasa.
Desde su cuarto, que era una alcoba pequeña, se oía todo el ruido del secador. Le pregunté que si no le molestaba para estudiar. Tenía encima de la cama la tabla de logaritmos y cuartillas.
– ¿El ruido ese? Qué va; yo ya ni lo oigo. Siéntate.
Ella se sentó en la cama y yo en la única silla que había Me pareció que no se había extrañado de verme porque no me preguntó nada.
– Estaba haciendo el problema. No me sale. Tú ya lo habrás hecho.
Le dije que no porque no había vuelto a casa todavía; que había estado dando un paseo.
– A lo mejor te molesta que haya venido, pero como pasé por aquí delante…
– No, mujer, me gusta.
– En seguida me voy. No he venido a nada, te advierto Sólo por verte.
– Pues claro, si te lo agradezco mucho, eres tonta. ¿Por que no me ayudas un poco al problema?
Un problema bastante fácil. Alicia siempre ha sacado notas bajas, notable lo que más, aunque debe estudiar mucho Me daba miedo que se avergonzara por lo pronto que resolví el problema, pero me dio las gracias sin nada de apuro. Me dijo que a ella las matemáticas se le dan fatal.
– Oye-le pregunté-. ¿Tú qué carrera vas a estudiar? ¿Ya lo has pensado?
Se puso un poco colorada.
– No voy a hacer carrera -dijo, andándose en las uñas, como otras veces que se azara-. Bastante si termino el bachillerato. Es muy caro hacer carrera y se tarda mucho. Tú sí harás, con lo lista que eres.
Le dije que no sabía. Me daba vergüenza hablar de mí Ella me parecía mucho más importante que yo y más seria muchísimo mayor.
Me ha contado que en cuanto apruebe la reválida se quiere poner a trabajar para ganar algo de dinero. Hacer alguna oposición a Correos o a la Renfe, que piden bachillerato.
Dos veces entró la mujer de blanco a buscar alguna cosa y nos miro muy fijamente, igual que si hubiera entrado sólo a mirarnos. Era un poco violento porque Alicia se callaba y yo también hasta que se volvía a ir del cuarto, pero por otra parte me gustaba porque parecía que teníamos un secreto las dos. Después de un poco de tiempo, se paró el secador y se apagó la luz de fuera.
– Alicia, cuando se vaya esa chica, ven a la cocina -dijo la mujer.
Yo me despedí. Le he dicho que siempre que tenga dudas en los problemas, que venga a casa a hacerlos conmigo. Del profesor no hemos hablado nada.
(Si lloras porque has perdido el sol, las lágrimas no te dejarán ver las estrellas), había leído Teo en un libro de pensamientos sobre la resignación y el dolor que tenía su hermana en la mesilla de noche. Dijo a su madre que comprara café bueno y se metió en su cuarto a preparar las oposiciones a Notarías.
– ¿Ya no va a Madrid?-le preguntaban a Elvira sus amigas.
– No. Ha dicho que no necesita academia, que las piensa sacar lo mismo ahora.
Será que no quiere dejaros solas a tu madre y a ti,
– No sé.
– Chica, qué fiera, yo le encuentro un mérito enorme. Vaya fuerza de voluntad, con el ánimo que tendrá después de lo que os ha pasado.
– Dice que eso del ánimo es pretexto de vagos, que querer es poder.
– Ya ves, igual las saca. ¿Y Emilio?
– ¿Emilio, qué?
– Que si las sacará Emilio.
– Ay, vaya preguntas, yo qué sé.
– Mujer, algo te habrá dicho, ¿no viene a estudiar con tu hermano?
– Eso parece, alguna vez lo veo que viene. En plan de consulta.
Las chicas sin novio andaban revueltas a cada principio de temporada, pendientes de los chicos conocidos que preparaban oposición de Notarías. Casi todas estaban de acuerdo en que era la mejor salida de la carrera de Derecho, la cosa más segura. Otras, las menos, ponían algunos reparos.
– Hija, pero también, te casas con un notario y tienes que pasar lo mejor de tu vida rodando por dos o tres pueblos. Cuando quieres llegar a una capital, ya estás cargada de hijos, y vieja y no tienes humor de divertirte. Una paleta para toda tu vida.
– Sí, déjate de cuentos. Pero ganan muchísimo. Y si hacen buena oposición y tienen número alto, pueden empezar por capital, y entonces ya no te digo nada. A lo mejor a los treinta años, estás casada con un notario de Madrid, ¿tú sabes lo que es eso?
– Sí, sí, a los treinta años…
Se veían del brazo de un chico maduro, pero juvenil, respetable, pero deportista, yendo a los estrenos de teatros y a los conciertos del Palacio de la Música, con abrigo de astracán legítimo; som-brerito pequeño. Teniendo un circulo, seguras y rodeadas de consideración. Masaje en los pechos después de cada nuevo hijo. Dietas para adelgazar sin dejar de comer. Y el marido con Citroen.
Este notario joven tenía, en los sueños de muchas chicas el rostro impenetrable de Teo.
Teo era serio y poco sociable. Nunca había ido al Casino ni se le había conocido novia. A las meriendas que alguna vez había dado su hermana no salía, ni llamaba a las chicas por su nombre, aunque las conociera bastante. Distante. Una especie de imposible. A Elvira era inútil sonsacarle algo de él de sus gustos, de la vida que hacia.
– Qué reservado debe ser Teo contigo ¿Verdad?
– ¿En las cosas de los estudios?
– En todo.
– Pues sí -y Elvira hacia un gesto vago-. Le gusta hablar poco. En estas cosas de los estudios, yo lo encuentro natural. No vas a andar hablando de lo mismo todo el día.
– Ya ves, qué raro. Y, sin embargo, a ti bien te quiere. Dos hermanos más unidos…
Al irse, miraban de rabillo a la puerta cerrada del cuarto de Teo, que estaba en el ángulo, y taconeaban más despacio.
– A lo mejor le hemos distraído hablando tan fuerte.
– No, mujer, no creo.
– Le das recuerdos.
– De tu parte.
A Elvira cada vez le fastidiaba más que vinieran amigas. Le gustaba estar sola, tumbarse en la cama turca de su cuarto, sin hacer nada, con los ojos fijos en el techo, y cuando podía fumar algún pitillo sentía una enorme voluptuosidad. Se oía por el tabique el murmullo monótono del hermano que estudiaba en voz alta. Como diciendo oraciones. Conocía ella sus paseos hasta la puerta, luego hasta la ventana, y el ruido de la silla apartada para sentarse, apartada para volverse a levantar. Y las tardes que había venido Emilio, Elvira diferenciaba de la otra su voz más aguda y nerviosa y se imaginaba las figuras de los dos, sus actitudes; Teo con las gafas en la mano, el otro contra el cristal de la ventana-ahora tal vez se había movido o fumaban-, como estampados en un tapiz desvaído cuya fija contemplación la adormecía.
Una tarde oyó la puerta del cuarto de Teo y luego, de pronto, se abrió la del suyo, y Emilio entró sigilosamente y cerró detrás de sí.
– ¿Qué haces, loco? ¿A qué vienes?-se sobresaltó Elvira, incorporándose sobre los codos, y echando las piernas abajo de la cama.
Emilio estaba muy agitado. Habló en voz baja sin avanzar.
– Elvira, porque no puedo más, porque necesito verte.
– Me ves todos los días.
– Pero así no me basta. ¿No lo comprendes? Siempre con los demás delante, sin poderte casi ni mirar para que no sospeche nadie. ¿Para quién fingimos, por favor, y para qué? Cada vez lo entiendo menos.
– Habías dicho que te bastaba eso.
– Había dicho. Pero esto no es un contrato. Resulta difícil, imposible, como lo habíamos dicho. Si por lo menos lo supiera Teo.
Había avanzado hacia la cama. Ella se levantó.
– Te he dicho mil veces que no soporto estas historias de los noviazgos familiares. ¿No me escribes y te contesto casi siempre? ¿Para qué más, ahora? Lo vas a echar todo a perder, lo van a notar todos. No haces más que inventar pretextos para hablarme a solas; me tienes todo el día nerviosa, intran-
quila. Habíamos dicho: esperar a que saques la oposición como si no pasara nada, ¿no habíamos dicho eso?
– Yo la oposición no la sacaré -dijo Emilio-. No la puedo sacar así. Necesito saber que me quieres, estar seguro; si no, ¿de dónde voy a sacar las fuerzas para estudiar? Estudio sólo por ti, ¿tú quieres que estudie, verdad?
– Claro que quiero.
– Mírame, lo dices como sin gana. No me quieres. Estás en la habitación de al lado, me oyes los pasos, como yo a ti, me ves un minuto a la hora de merendar, o a la de irme, un poco algún domingo y casi siempre ni siquiera eso, y estás tranquila, te basta. ¿O no estás tranquila?
– Claro que estoy tranquila. No volvamos con la historia de siempre. ¿Por qué no iba a estar tranquila? Sé que me quieres. Me basta. ¿Tú sabes lo que es pasarse a lo mejor tres años de novios formales, con la gente pendiente de si nos cogemos las manitas o nos las dejamos de coger? Anda, no; vete ahora, no me hagas pasar estos ratos tan malos.
– Elvira, eso de los tres años es porque tú quieres. Podemos arreglarlo de la otra manera que te dije. Casarnos en seguida, si lo prefieres, irnos a la finca de mis padres y preparar yo allí la oposición. Vivir solos en el campo todo ese tiempo, ¿no te gustaría?
Elvira se quedó con los ojos en un punto. Emilio había llegado a su lado y le tenía cogida la cara con las dos palmas, le retiraba el pelo hacia atrás.
– Sí -dijo-, sí; tal vez me gustaría. Ya veremos, vete ahora. El domingo hablaremos, anda…
Últimamente Elvira había exagerado la actitud distanciante, de rehuirle.
– No sé qué le pasa, está distraída, impaciente cuando la hablo. A veces me parece que no me quiere nada-le contó Emilio a Pablo, que era su único confidente.
Había ido una noche a verle a su pensión y dos tardes a esperarle al Instituto, siempre en momen-tos de total desaliento.
– No puedo dormir ni estudiar, ni nada. Si yo supiera seguro que no me quiere, la dejaría, pero es que con ella nunca se sabe. Dice que sí. Estoy lleno de dudas, quizá ella cree que me quiere pero nece-sitaría un hombre más seguro de sí mismo, más enérgico. Desde luego tiene mucho más temperamento que yo, nunca la entenderé del todo. ¿A ti qué te parece?
– Qué sé yo, no te puedo decir… ¿No os iba tan bien al principio?
– No, si no nos va mal. Pero la cosa nunca ha sido normal del todo. Ya el año pasado intentamos y lo tuvimos que dejar; cambia tanto de un día a otro.
– Pero lo de ahora es más serio. ¿No?