– ¡Qué brutos sois! ¡A poco me dislocáis una muñeca! Tito volvió a acercarse.
– ¡Pobrecita hija mía! – dijo en tono chunga -. Trae a ver. Yo te curo, bonita. ¿No quieres que te cure? Ella se retiraba bruscamente.
– ¡Déjame! ¡Tú has tenido la culpa! Sois unos salvajes, ya está.
Tito imitó la voz de niña que Lucita ponía:
– Son muy brutos, ¿verdad, cariño? ¿Los pego? Ahora mismo los pego… ¡Toma, toma! ¡Por malos! Se reía.
– Sí, encima la guasa.
– Anda, Lucí, guapita; fuera bromas ahora; no te enfades tú. ¿Te pedimos perdón…? ¡A pedirle perdón a Lucita todo el mundo! ¡De rodillas!
– Venga, sí.
Se arrodillaron riendo los cuatro, delante de Luci, y ella los evitaba. Pero los otros la siguieron, andando de rodillas, las manos juntas, fingiendo una burlona compunción. Ella miraba en torno, a la gente, para ver si los estaban observando.
– Cuidado que sois gansos – sonreía azorada -. No deis el espectáculo, ahora.
Luego metió un pie en el río y salpicó hacia ellos.
– ¡Mirar que os salpico…!
Se levantaron gritando y se retiraban. Miguel y las otras chicas se habían acercado.
– Esas bromas, entre vosotros – dijo Mely -. Es muy fácil hacérselo a Lucita. Ya podréis, bárbaros.
Fue Sebas quien dio la voz, volviéndose hacia el agua bruscamente:
– ¡Lo del último! ¡Ya sabéis…!
Todos se zambulleron: Miguel, Tito, Alicia, Fernando, Santos, Carmen, Paulina y Sebastián. Sólo Mely y Lucita daron en la orilla, viendo el estruendo de cuerpos, de gritos y de espuma.
– A mí es que me da como un poco de grima el cieno éste en los pies – dijo Mely -; me parece que va a haber algún bicho escondido.
Vagaba el humo por los campamentos. Se deshacía hacia las copas de los árboles, con un olor de guisos y de arbustos quemados. Hervía densamente una paella en el corro vecino y la mujer de negro se apartaba de las llamas y el humo que querían subirle a la cara. La veía Daniel afanarse, recogerse las puntas del pelo chamuscado. Le enseñaba las corvas, muy blancas bajo la tela negra igual que la sartén, cada vez que volvía a doblarse para hundir la cuchara en el espeso burbujeo. Llegó la niña, chorreando, con su traje de baño celeste. Le pasaba a la madre por el cuello aquel brazo delgado y brillante de agua y la besó el carrillo afogonado. «¡Ay, quita, hija mía; que me mojas…!» Y saltaron sus piernas desnudas por cerca del fuego. Recogió la correa del perro y escapaba hacia el agua. Los ojos de la madre la siguieron, sorteando los troncos, hasta que el flaco cuerpecillo se encendía, dorado, bajo el sol.
Allí, en la luz tostada y cegadora que quemaba los ojos, multitud de cabezas y de torsos en el agua rojiza, y miembros instantáneos que batían la corriente. Hervía toda una dislocada agitación de cuerpos a lo largo del río, con la estridencia de las voces y el eco, más arriba, de los gritos agigantados y metálicos bajo las bóvedas del puente. Un sol blanco y altísimo refulgía en la cima, como un espejito oscilante. Pero abajo la luz era roja y densa y ofuscada. Aplastaba la tierra como un pie gigantesco, espachurrando contra el suelo relieves y figuras. Ya Daniel se había puesto bocabajo y escondía la cara. Luego un estruendo nuevo, un rumor imprevisto y asordante, llegaba a sus oídos. Levantó de repente su cuerpo entumecido, y en la luz que cegaba sus ojos entrevio a las personas del río agitando los brazos. Saludaban al tren. Retumbaba en lo alto del puente, por encima de todo, con un largo fragor redoblante, con un innumerable ajetreado tableteo, que cubrió toda voz.
Y pasaba de largo, dejándose atrás los adioses no oídos, los brazos levantados a los fugaces, incógnitos perfiles de sus cien ventanillas. El puente se quedó como temblando, tras el vagón de cola, recorrido por un escalofrío. Un silencio aturdido se poblaba de nuevo con las voces de antes. Veía Daniel a una mujer, en la orilla, las faldas remangadas por mitad de los muslos, enjabonando a un niño desnudo. Se iba desbaratando lentamente el ancho brazo de humo que el tren había dejado sobre el río.
Entraban dos; uno vestido de alguacil y el otro un tipo fuerte, en mangas de camisa, los sobacos teñidos de sudor. Dio una palmada en la espalda del hombre de los zapatos blancos.
– ¿Qué es lo que pasa, barbero? ¿Qué muela le duele hoy?
– La del juicio – le respondía, afectando una sonrisa, y miró de soslayo al ventero -. Estábamos hablando de la vida.
– Pues me interesa, eso interesa siempre. Pero de eso, Mauricio sabe más que nosotros. Así está cada día más duro, ¿verdad que sí?
– ¿Duro? ¿Duro de qué?
– Duro de perras. Demasiado lo sabes.
– Vaya por Dios; lo que es eso… ¿Qué tomáis?
– Cazalla del Clavel – se volvió el alguacil -. ¿Tú?
– De claveles ya es tarde. Mejor me tomo vino.
Tenía una voz tonta; había dejado quieta la última palabra, como un ruido, el sonido de algo. Sobrevino un silencio. Mauricio detuvo sus manos en el aire, como si hubiese olvidado lo que hacía. Se sentía el techo encima; parecía que se oían las tejas, crujiendo en lo alto, bajo el sol. Todo el campo se había aplastado, como la cara de una hogaza reciente, contra el recuadro de la puerta. No venían voces del río, ni del paso a nivel, ni de Coslada y San Fernando. Brillaban las botellas en las estanterías. En momentos así se pregunta: «¿Qué hora es?»
– He matado una cabra esta mañana.
– Las mismas doce en punto.
– Lo digo por si quieres una pata; te la mando a traer.
– ¿Esta mañana? ¿Y cómo, si no era día de mate?
– Se desgració esta noche. Me mandaron razón a ver si la quería, y me quedé con ella. No iba a tenerlo al animalito sufriendo hasta mañana. ¿Qué? ¿Te interesa?
– Déjalo; no la iba a vender. Aquí todo el que viene se trae su merienda. Si algo piden son latas de aceitunas, aparte la bebida. Pero la cosa de guisado es extraño. Ya sabes que si hace falta no se lo cojo a otro.
– Ya, ya lo sé. Pues una carne bien buena; una cabrita de dos años, en todas sus gorduras. No es más que anoche se lo dejó el animalito atado en el corral y se conoce que se enredaría y se perniquebró.
– ¿Pues de quién era?
– De Luis el de la Fonda. Tiene otras seis, pero no sabe, cá. No entiende una palabra de tener animales.
– Ah, eso ya lo sabemos. ¿Es que entiende de algo? Ése, sólo caprichos y ganas de enredar. Que si hoy me compro esto, que si mañana lo vuelvo a vender. Quiere hacer el dinero en dos días y por ahí va equivocado; ése no es el camino. Las cosas, tenerlas quietas y cuidarlas, para que te lleguen a producir. Ahí no vale de ser impacientes, buena gana. Los bienes no basta con tenerlos; también hay que saberlos explotar.
Asentía el alguacil con la cabeza, señalando a Mauricio como a palabras acertadas; corroboró:
– No que no basta, no. Además de eso, hay queee… Hizo un gesto ampuloso con la mano. Mauricio se volvió a él:
– ¡Anda éste! – le dijo -. ¡Pero qué sabrás tú! ¿Acaso has tenido algo alguna vez en tu vida…?
Lucio movió la cara a un lado para ver algo fuera, por entre las cabezas de los otros; señaló al cuadro de la puerta y dijo:
– Mirar: ésos también tienen carne, hoy domingo.
Todos miraron: no lejos, sobre las lomas amarillas, se veía una rueda de buitres en el cielo; un cono en espirales, con el vértice abajo, indicando en la tierra un punto fijo.
Mauricio habló:
– Vaya unas cosas que señala éste; no quiero ni mirarlo; sólo de imaginármelos se me revuelven las tripas.
– Son bichos asquerosos.
– Cada cual vive de lo que puede – dijo Lucio -. El mismo asco les debe dar a ellos lo que comemos nosotros. Eso según a lo que cada uno se acostumbra. Nosotros estamos enseñados a que son malas ciertas cosas y de ahí que las aborrecemos y nos da asco de ellas; pero igual podíamos estar enseñados de otra forma.
Mauricio se impacientaba:
– ¡Vamos, quita de ahí! Por lo que más quieras. No vengas con disparates y cochinadas ahora; me vas a hacer que me ponga malo.
El carnicero se reía sonoramente.
El hombre de los zapatos blancos seguía mirando afuera, con ojos reflexivos.
Lucio insistió:
– Al fin y al cabo la diferencia no es tanta: nosotros la comemos dos días antes y ellos la comen dos días después. El carnicero volvió a reír.
– ¡Mira; si no te callas…!-amagaba Mauricio.
– Somos de carne, ¿no? ¿O es que tú estás compuesto de otra cosa? Y si no, que lo diga aquí. ¿Verdad usted? Dígaselo, ande; usted que es carnicero lo tiene que saber eso mejor que nadie.
Se reían. Entró a hablar el alguacil, tímido, con los ojos en chispas:
– Pues este invierno se comieron un gato; ¡ahí!, en esa misma mesa.
Señaló con el dedo; estaba como agitado por lo que decía:
– ¡Ahí…!
Mauricio se encaraba con él:
– ¿Qué dices tú?, ¿qué tiene que ver ahora?, ¿qué historia es la que inventas?
– ¡Ahí! – repitió el otro -. A ti que era una liebre; pero era un gato, lo sé yo.
El hombre de los zapatos blancos se volvió hacia adentro y dijo sin reír:
– Que soltaran ahora en este cuarto todos los gatos y perros que nos comimos en la guerra. Me sabían entonces mejor que me sabe hoy la carne de vaca, y hoy sólo con que me los pusieran delante estoy seguro que arrojaría.
Lucio dijo:
– ¿Lo ves, Mauricio? Eso abunda en lo mío; todo es cuestión de costumbre; cuando hay necesidad, de golpe te acostumbras a otra cosa.
El hombre de los zapatos blancos estaba otra vez mirando hacia los buitres. Las ruedas descendían del cielo limpio a sumergirse en aquel bajo estrato de aire polvoriento, hacia algo hediondo que freía en la tierra, como en el fondo de una inmensa sartén.
– Mira el barbero cómo te lo dice – seguía diciendo Lucio-. Ponnos un vaso, anda; no te disgustes hoy, que va a venir no sé cuánto personal. Con esa cara los espantas.
– ¿Usted también quiere?
El hombre de los zapatos blancos se volvió:
– Dígame… Sí, ponga, ponga. Y de nuevo miraba hacia afuera. El carnicero decía:
– A mí, cazalla, otra vez.
Mauricio puso las copas y el alguacil dio un sorbo, mirando hacia las chicas de los almanaques de colores. Mauricio se volvió, siguiendo la línea de sus ojos; dijo:
– ¿Qué? ¿Te gustan?
– Sí – contestó el alguacil -; sí, me gustan, sí. Se ponía nervioso al hablar, como si le recorriera un calambre; sonreía con los ojos menudos.