Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Mucho; no puedes darte una idea.

– Éste nació cansado.

– No, hijo; no nací cansado; me cansé después. Me canso durante toda la semana, trajinando.

– Pues a ver si te crees que los demás nos la pasamos hurgándonos con la uña en el ombligo.

– Lo que sea, Yo por mi parte he venido a descansar. De domingos no trae más que uno esta semana, y hay que aprovecharse. Así que anda, pasarme el biberón.

– Bueno, hijo, bueno; pues iré yo – dijo Sebas. Se levantó y se llevaba las otras botellas hacia el río.

– Niñas, ¿vosotras no bebéis?

– Por ahí teníais que haber empezado.

– Perdona, chica.

– Pues no señor; con el vino, primero son los hombres; las mujeres al poso, ¿no lo sabéis?

– ¿Ah, sí? Pues una mala educación como otra cualquiera.

Apretaba el calor. Carmen jugaba con los brazos en alto, trenzando los dedos. Santos miró hacia el río; entornaba los ojos, por la fuerza del sol.

– Pues ahora sí que ha llegado la hora de bañarse – dijo -. Yo por lo menos me voy a desnudar.

– Lleva razón, ¿qué hacemos aquí vestidos todavía? Aunque no vayamos a meternos en seguida, siempre estaremos mejor en taparrabos, creo yo.

Mely se incorporó y miró a todas partes, estirándose, dijo:

– Samuel y ésos sin aparecer.

– Mucho preguntas tú por ellos.

– Anda que no hay poca gente por todo el río, como para echarles a éstos la vista encima.

– Más valía que se hubiese llevado nada más dos botellas; ésta esta dando lo que se dice las boqueadas.

– Cómo se marcha, chico. Una cosa de espanto.

– También que somos muchos.

Mely volvió a tenderse. Ya regresaba Sebastián.

– ¿Qué pasa? ¿Ya os habéis liquidado la botella?

– Así anda.

– ¿Tú no traías Bisontes, Mely?

– Sí; ahí en la bolsa los tengo. Pásamela.

– Bien – dijo Fernando -; que nos dé Mely uno de rubio.

– Lo siento, hijo, pero éstos son para nosotras. Vosotros igual fumáis de eso negro.

– ¿Por dónde se desnuda uno? – decía Santos al levantarse.

– Allí, tras aquellas matas. Yo voy contigo.

–  Bueno, guapinas, ¿queréis dejarme el albornoz?

– ¡Ni pensar! De aquí no nos movemos. Con lo a gusto que estamos en él. No te hace falta, además.

– Vaya una gandulitis que nos traemos todos esta mañana.

– Aguda.

– Tira, Alberto; vamonos ya.

Santos y Tito se alejaron hacia unos matorrales, al pie del ribazo. Dijo Santos:

– ¿Qué le pasa a Daniel?

– Ah, yo no sé. ¿Qué le pasa?

– ¿Pues no le notas que está como cabreado? No dice una palabra.

– Tiene ese humor, ya lo conoces. Tan pronto es el que mete más escándalo, como igual se te queda de un aire.

– Pues se ha puesto a soplar que da gusto.

– Déjalo que se anime.

Andaban allí pelando patatas y cebollas una madre y su hija; la chica, en bañador, como de quince años, muy delgadas las piernas, con una pelusilla dorada. Había peladuras cerca de la botella del aceite, junto a una toalla rosa y una jabonera de aluminio. Alguien estaba ya en el río y llamaba, medio cuerpo escondido bajo el agua naranja, y agitaba la mano: «¡Madre! ¡Madre, míreme usted…!»; resonaba muy límpida la voz. «¡Ya te veo, hijo mío, ten cuidado…!» Los cuerpos tenían casi el color de las aguas.

– En estas matas – dijo Tito.

Había un par de zarzales; detenían mucho polvo en sus hojas oscuras y ásperas. Cerca, los restos de otro zarzal quemado, los muñones de los tallos hechos casi carbón, en una mancha negra. Tito miraba el torso asténico de Santos, cuando éste se hubo sacado la camisa:

– ¡Qué blanquito!

– Claro, vosotros vais a las piscinas. Yo nunca tengo tiempo. Va a ser la primera vez que me chapuzo este verano.

– Pues yo tampoco no te creas que habré ido más de un par de veces o tres. Lo que pasa es que tengo la piel morena de por mí. Tú te vas a poner como un cangrejo, ya lo verás.

– Ya, si por eso quería yo el albornoz. Mucho sol no me conviene el primer día.

Alberto se pasaba las manos por los hombros. Se miró en derredor.

– Lo que es las chicas – dijo -, dudo mucho de que se quieran desnudar en este sitio. Te ven desde todas partes.

– Ellas lo traen ya seguramente debajo de la ropa. Luego se trapichean detrás del primer tronco, y listo.

– Son ganas de pasar calor. Oye: la Mely es la que está un poco repipi esta mañana.

– ¿ Por qué lo dices?

– No sé… ¿no la oyes que no hace más que preguntar por Zacarías y los otros?

– ¿Y qué con eso?

– Hombre, pues qué sé yo; lo mismo que decir que ha venido a disgusto. Pues haberse agregado a la otra panda, ¿no te parece?

Santos se encogía de hombros.

– Allá ella – dijo-. Por mí… Bien de más está.

Desde Coslada, el camino más derecho era venir toda la vía adelante, hasta el paso a nivel. No le importaban los zapatos. Cuando nuevos, le habían importado. Ahora sólo recién limpios le volvían a importar un poquito por los cantos agudos de la vía. A veces, cuando nadie lo miraba, venía haciendo equilibrios por cima de un rail. La niña de la caseta tenía un vestido rojo y oteó a las gallinas que se habían metido a pisarle la ropa tendida sobre el suelo. La parra, encima de la puerta, tenía las hojas con humo de los trenes. La niña lo vio venir y se paró a mirarlo. No se reía de verlo subido en el riel, pero de pronto le gritó:

– ¡Que viene el tren!

El hombre de los zapatos blancos se volvió bruscamente hacia atrás: era un chasco. Y la niña corría a meterse en su casa como un gato pequeño. En el paso a nivel dejó el hombre la vía y torció a la derecha. También aquí ponía los pies con cuidado, para que el polvo de la carretera no le ensuciase lo blanco de los empeines.

– Buenas.

– Buenos días.

Se cruzó con Justina y su madre que salían con capachos. La chica lo miró de arriba abajo y se alejaba cubriéndose del sol con un pañuelo de colores.

– ¿Qué hay?

– Nada. Ya lo ve usted.

– ¿Le pongo un vaso?

– Sí.

Miró hacia fuera. Veía en el camino a las dos mujeres. Puso las uñas sobre el mostrador. Cuando el vaso sonó en la madera, se volvió hacia Mauricio.

– ¿Estuvo Julio, anoche?

– ¿Cuál de los dos?

– El capataz. – No; el capataz no vino. El otro, sí.

– ¿Vendrá esta noche?

– ¿El capataz? Supongo.

El hombre de los zapatos blancos puso los labios en el vino y miró hacia la puerta de nuevo.

– Menudo calor.

– Sí que lo hace, sí. No parece sino que espera los domingos para apretar más todavía.

– Ya; ése no guarda fiestas – dijo Lucio-. Pues habrá que ver el río a estas horas; cómo estará ya de gente.

– Lo creo – repuso el otro, y se volvía a Mauricio -. ¿Estás seguro de que viene?

– Supongo yo que sí, ya le digo. Hoy, día de fiesta, casi cierto.

Observó al hombre de los zapatos blancos y se apartaba hacia el fregadero. El otro ya no decía nada. Se quedaron los tres como esperando.

– Pero cuidado que hemos hecho el ridículo a, lo largo de toda nuestra vida – decía, después, el hombre de los zapatos blancos -. Póngame otro vasito, Mauricio, haga el favor.

Mauricio cogió la frasca y lo miraba con curiosidad. Con voz prudente preguntó:

– Usted sabrá lo que quiere decir.

– ¿Por qué lo digo? Por todo. ¿A qué me vine yo a Coslada? ¿Pero a santo de qué? Se callaba de nuevo.

–  Usted dirá.

– Yo lo único que digo es que en mi tierra es en donde tenía que haberme quedado. Mejor me valdría. Es que las cosas se saben siempre tarde.

Lucio y Mauricio lo observaban. Éste volvió a preguntar:

– ¿Tan mal le va? ¿Pues y qué le ha ocurrido, si es que puede saberse?

Levantó el otro la cabeza del vaso; miró a Mauricio con las cejas, muy calculadamente. Resopló:

– Tonterías. Tonterías de pueblo y que le cuestan a uno los disgustos. Pero el tonto soy yo, que le hago caso.

Tragó saliva; una pausa; miró hacia el campo y hablaba nuevamente:

– Y todo no es más que política. Política chica, se entiende. De ratones. Pero siempre política. Los unos por una cosa, otros por otra. Y en una barbería se habla mucho; más de lo que hace falta. Y como tienes que aguantar que anden diciendo esto y lo otro y lo de más allá; si no se lo aguantas, se te marchan; si te lo aguantas, te comprometen. Parece que no te vienen más que a soltar todo lo malo, todos los venenillos y las reservas que se tienen ellas y ellos. Así que con bañarlos y pasarles la navaja, nada más que por eso, pues ya te ves metido en algún lío. Te pillan de todas todas – gesticulaba hablando; miraba de vez en vez hacia la puerta, sin sosiego; detenía, agolpaba sus palabras -. Conque me viene esta mañana el Abelardo, ya saben – los otros asintieron -; bueno, pues ése, y me viene y me dice que hablaban tres o cuatro si me van a formar el boicot, para que ya nunca nadie no venga jamás a arreglarse a mi casa, pues resulta que según ellos ahora por lo visto es mi casa la que le forma el mal ambiente a muchas personas en el pueblo – clavó la pausa y los miró sin respirar; se rehizo -. Y ya ven ustedes si a mí me va a interesar, desde el punto de vista del negocio, que a nadie se la vaya a formar el ambiente de nocivo… ¡Si eso esta silla lo entiende! ¿Qué querrán que uno haga? ¿Levantarlos del sillón y echarlos a la calle, a media jeta enjabonada? ¿O qué? O meterles el paño por la boca…

– No hay peor chisme que los de barbería – dijo Lucio -. Son los que hacen más daño.

Parecía que hablaba de algún bicho; de un chinche o de un piojo… Y Mauricio insistió:

– Y esta vez, ¿qué fue ello?

– El Julio este… Pues nada, que Guillermo Sánchez me le tiene en arriendo el almacén y ya no quiere desalojárselo, y éste anda con rumores poniéndolo en ridículo y quitándole el crédito por todas partes; y el otro día se me va de la lengua mientras le afeito, el viernes fue, conque lo puso verde, y a todo esto sin darse cuenta de que estaba otro señor, en el sillón de atrás, que al parecer es uña y carne de Guillermo. Y el tío, claro, la inmediata; al otro con el cuento en seguida. Conque ya se figuran ustedes…

Daniel levantó en el aire la botella y se iba tumbando conforme bebía. Se atragantó a lo último y se incorporaba, congestionado por la tos. Dijo Alicia:

– Te está muy bien. Por ansioso. Miguel lo palmeaba en las espaldas.

7
{"b":"87850","o":1}