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Y dijo el alcarreño:

– En invierno, en invierno, entonces tenían que venirlo a ver, cuando carga y se pone flamenco él; para que supieran con qué clase de individuo se gastan los cuartos.

– Bien dicho – asentía el pastor -; el día que me coge una de esas crecidas de marzo, que se le hincha el pescuezo lo mismo que un gallo que quiere pelea. Le zumba el mico, las riadas; que se te lleva una huerta por delante, con frutales y tapias y todo lo que entrilla, y después te la deja aterrada, convertida totalmente en una playa, que no le hacen falta ya más que los toldos y las garitas esas de colores, como se estilan en los puntos del veraneo, ¿a ver si es mentira? Se reían los presentes; el alcarreño comentó:

– Luego que vengan diciendo que no tiene uñas y manos, y te descuaja hasta los árboles. A ver si el agua, según es ella por sí misma, va a poder hacer eso alguna vez.

– No se diría – dijo Amalio el pastor.

Los miró sonriendo en silencio; con ambas manos se apoyaba en la garrota, por delante de su vientre cóncavo, que se encogía tras las holguras de sus calzones de pana amarillenta. Así apoyado, los hombros se le subían, a causa de su chica estatura, y marcaban los huesos contra la tirantez de la camisa. Su cabeza aplastada se hundía entre los hombros y la sonrisa le ensanchaba las facciones, comprimidas entre la frente despejada y enorme y la angulosa mandíbula de rana.

– Vaya si es bravo cuando quiere – decía, columpiándose en la garrota -; da su guerra, para ser ese río que es, que no es que sea un arroyo, arroyo no, pero tampoco es de los grandes. Cuando en marzo te dice allá voy, que empieza a revolvérsele la sangre esa que tiene y comienza a crisparse y rebullir como la olla del cocido, y se lía a traer ramas y matorrales, que los lleva saltando, en volandas por encima la corriente, y vigas y árboles mediados y animales muertos, perros y gatos y liebres, con la barriga hinchada como un globo, y ovejas y hasta reses de vacuno, que luego te los deja malolien-do adonde quiera que le cae, donde se ve que se harta de llevarlos en el lomo y que te leve Rita – hablaba con viveza -. Igual te quita una oveja en San Fernando y organiza una merendola de amigotes en Vaciamadrid; como arrastra en la Sierra un molino de centeno, para instalar una fábrica de harinas y tapiocas, maquinaria moderna, en el mismísimo Aran-juez. ¡ Y vete tú a olerles la boca y los eructos, después que se la han comido, a ver si era tu oveja o si era otra, a los tragones de Vaciamadrid! ¡Pues buen provecho, qué coñe! – se reía -. Lo que te quita el río, buena gana; déjaselo ir a los que tengan la suerte de pillarle más. abajo. Él quita y pone y forma el estropicio y se organiza su propia diversión.

– Vamos – le dijo Lucio -; ya me parece que quiere usted crecerlo más que nunca no fueron capaces de crecerlo las tormentas.

– Sí que me estaba resultando ya mucha llena a mí también la que teníamos esta noche – confirmaba Mauricio sonriendo -. Si esto es ahora en agosto, en febrero se lleva la Provincia. Yo creo que se ha pasado un poquitito.

El pastor se reía.

– Viene siendo por las trazas. Se le añadían un par de ceros; la cosa es relatar.

– Mucho veo que le gusta engordarlo – dijo Lucio -. Con toda la rabia que dice que le inspira, y cómo se entusiasma y se explaya, hablándonos de él. Después de todo, se ve que le tiene ley, ¿diga usted la verdad?

– Con los respetos debidos – contestaba el pastor -, y guardando las distancias. Refrescarme los pies y además sentadito en la orilla, ése es el grado mayor de confianza que yo le concedo. Ahora, eso sí, faenas de ésas, de ponerse hecho un toro colorado y salir arreando con todo lo que pilla por delante, de ésas le tengo vistas unas pocas. Me gusta el espectáculo, se lo digo en serio. Especial si alcanzo a tiempo de la primera embestida. ¡Eso es grande!

– Sin las ovejas, será.

– El ganadito encerrado, por supuesto. Ah, no; no comerán más ovejas en Vaciamadrid, en lo que sea yo pastor, se lo juro.

– ¿Pues cómo pudo llevarse una oveja tan abajo, por muy grande que fuese la crecida?

– Muy fácilmente – decía riendo el pastor -; pues en primer lugar, por lo flacas que están todas, que un saltamontes un poquito gordo ya pesa más; y en segundo lugar porque se trata de un invento. Verá usted, eso no es más que un cuento mío, de una vez que mi amo me embarcó, con toda la tormenta aún encima, en busca la piel de una oveja que me había quitado el Jarama. Pues fueron su padre y su abuelo, cogidos de la mano. Conque le dije que muy bien, que ahora mismo, y me tiré la tarde al libro de las cuarenta hojas, a base de tute por todo lo alto, y me presento a la mañana, más serio que un ocho, para darle razón que la oveja se la habían aliñado unos gandules de Vaciamadrid y que la piel ya se la habían colocado al primero que les daba cuatro perras; y el amo va y se lo cree todo a pies juntillas, y que bueno, que ya qué se le iba a hacer, qué lo dejase y no buscase más. Tan convencido quedó el hombre; de la pura poquísima idea que no tiene de nada de nada, y de lo serio que me puse yo para ensartarle el embuste. Y ése es el cuento.

El hombre de los z. b. levantó la cabeza.

– Usted nos hace pasar buenos ratos, Amalio – le dijo -, con todas esas cosas que nos pinta del río; pero hoy le está costando muchas lágrimas a algunas personas.

– Eso es así – dijo el pastor-, por suerte o por desgracia. No puede más que ser de esa manera; unos se ríen con lo que a otros les cuesta de llorar. Y esto del Jarama no es de hoy; siempre tuvo esas cosas; llevan viniendo a bañarse qué sé yo el tiempo, desde muchísimo antes de la guerra; una costumbre del año catapúm; y todos, todos los veranos, tienen que ahogarse tres o cuatro madrileños. ¿Qué tiempo lleva en Coslada?

– Pues cuatro años van a hacer.

– Así que ya pasó lo menos tres veranos, con éste, y a ver si ha habido uno solo, sin que algún madrileño pereciese a manos del Jarama. Una desgracia que es ya vieja y notoria; casi una costumbre. Hoy la tocó de venir. Se conoce que estaba acechando este día.

– Al que le toca le tocó – dijo Lucio-. Lo mismo que un sorteo.

– Eso es; pero el río no se va sin lo suyo – contestaba el pastor -. Y si un día se negara la gente a meterse en el río, saldría él a buscar a la gente.

– Capaz sería, sí señor – asentía el alcarreño. El pastor se reía.

– ¡Qué miedo!, ¿eh? El río saliéndose de sus cauces y liándose a correr por detrás de la gente, como un culebrón. ¿No le daría a usted miedo, señor Lucio?

– Yo estoy muy duro ya. Me escupiría al instante.

– Pues a saber si le gusta a lo mejor la carne de gallo viejo- decía el alcarreño y bostezaba.

Hubo un silencio, en que Carmelo cogía su vaso y bebía un sorbito de vino; Lucio había hecho una seña a Mauricio, para que éste llenase los vasos.

– Siempre va usted retrasado – le dijo Mauricio al hombre de los z. b. -. Apure, que le llene.

– Deje, Mauricio, no me ponga más vino – contestó -. Con estas cosas se le quitan a uno las ganas de beber.

– Como usted quiera – dijo Mauricio, retirando la frasca.

– ¿Y con qué cosas? – preguntó Macario. El hombre de los z. b. lo miraba a la cara.

– Pues con esto – indicó hacia la puerta -; estas cosas que pasan.

– Ah, ya.

– Será una tontería, pero a mí me afectan – explicaba el hombre de los z. b., como quien se disculpa-. En cuanto ocurren así, como cerca de uno, aunque uno no tenga la más pequeña relación. Ni he visto tan siquiera a la chica, dése cuenta; basta que hayan estado pasando sus compañeros por aquí delante, que ya me quedo yo de una manera, y fastidiado hasta mañana. Vaya, como con mal sabor de boca, o qué sé yo; no sé cómo explicárselo.

– Ya me doy cuenta – dijo Macario-. Eso no es más que lo impresionable de cada cual. Unos son más, otros son menos. Los hay que se te quedan tan frescos viendo, tal como ahí, a la gente despedazada en un accidente de autobús; como otros, por el contrario, pues arreglado al caso de usted, o parecido.

El hombre de los z. b. comentó:

– Y está uno leyendo todos los días cantidad de accidentes que traen los periódicos, con pelos y señales, sin inmutarse ni esto; y, en cambio, asiste uno a lo poquísimo que yo he presenciado aquí esta tarde, y casi de refilón, como quien dice, y ya se queda uno impresionado, con ese entresí metido por el cuerpo, que ya no hay quien te lo saque» Como con mal agüero, esto es, ésa es la palabra: con mal agüero.

– Ya, ya me lo figuro – dijo Macario, sin prestar ya atención a lo que el otro decía.

– Y por ejemplo, esta noche, ya no puedo yo cenar, mire por cuanto – concluía el hombre de los z. b. -. Se fastidió la cena.

Descubrió al Juez entre los que bailaban. Sobresalía su cabeza rubia por encima de las otras cabezas. Era una samba lo que estaban tocando. Ahora el Juez lo vio a él y se señalaba el pecho, como si preguntase: ¿Me busca? Asintió. Paró el Juez de bailar y ya se excusaba con su pareja:

– Dispénsame, Aurorita, está ahí el Secretario; voy a ver qué me quiere.

– Estás perdonado, Ángel, no te preocupes. La obligación lo primero – sonreía reticente.

– Gracias, Aurora.

Se salió de la pista, esquivando a las otras parejas, y se detuvo junto a un tiesto con grandes hojas, donde estaba el Secretario. Éste le dijo:

– No corría tanta prisa; podía haber terminado este baile.

– Es lo mismo. ¿ Qué hay?

– Han telefoneado de San Fernando, que hay una ahogada en el río.

– Vaya, hombre – torcía el gesto -. ¿Y quién llamó?

– La pareja.

El Juez miró la hora.

– Bueno. ¿Ha pedido usted un coche?

– Sí, señor; a la puerta lo tengo. El de Vicente.

– Caray, es una tortuga.

– No había otro. Los domingos, ya sabe usted, no se encuentra un taxi; y menos hoy, que ha salido la veda de la codorniz.

– Bueno, pues voy a decirles a éstos que me marcho. En seguida soy con usted.

Atravesó la sala y se acercó a una mesa.

– Lo siento, amigos; he de marcharme. Recogía del cristal de la mesa un mechero plateado y una cajetilla de Philips.

– ¿Qué es lo que pasa? – le preguntaba la chica que había bailado con él.

– Un ahogado.

– ¿En el río?

– Sí, pero no aquí en el Henares, sino en el Jarama, en San Fernando.

– Y claro, tendrás que ir en seguida. El Juez asintió con la cabeza. Tenía un traje oscuro, con un clavel en la solapa.

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