– Mire usted, Señor Secretario, aquí le llaman desde San Fernando de Henares, el guardia civil de primera Gumersindo Calderón, ¡para servirle…! ¿Cómo dice? – escuchó-. Sí señor – asentía con la cabeza -. ¡Sí, sí señor; la pareja de servicio en el Jar…! ¿Diga?
Ya todos los clientes escuchaban; una partida de tute se había interrumpido y los naipes esperaban bocabajo en el mármol de la mesa.
– Pues mire usted – continuó Gumersindo -, o sea que en la tarde hoy se ha producido un ahogamiento, de cuyo ahogamiento ha resultado siniestrada una joven, según indicios vecina de Madrid, que se sospecha asistía a los baños, en compañía de… ¡Diga, Secretario! – escuchaba-. ¡En la presa, sí señor, en las inmediaciones de…! – se interrumpió de nuevo -. ¡Bien, Secretario! – otra pausa -. ¡De acuerdo, sí señor, conforme! ¿Mande…? – escuchaba y asentía-. Sí señor, sí, sí señor…Hasta dentro de un rato, señor Secretario, a sus órdenes.
Esperó unos instantes, luego colgó el auricular. Se reanudaron las conversaciones en todas las mesas. El guardia volvió al mostrador y recogió su tricornio; se lo puso.
– Gracias, Aurelia.
Salió a la explanada.
Ya volvían con la ropa; se les reunieron en la sombra Rafael y el compañero, los cuales se habían vestido. Al salir de los árboles, vieron las siluetas de los otros en el puntal; todos estaban sentados; únicamente la figura del guardia civil se paseaba arriba y abajo por la orilla. Josemari se acercaba un momento a mirar el cadáver. Dijo el guardia:
– Entréguenme los efectos de… -señaló con la sien hacia el cuerpo de Lucita-. Es conveniente taparlo.
Volcaron las cosas en la arena, y Daniel, en cuclillas, rebuscaba entre el lío lo de Lucí.
– Aparta, Tito, que no me dejas ver…
Levantaba las ropas, para reconocerlas a la luz que venía de los merenderos; apareció el vestido de Lucita, hecho un rollo.
– Démelo – dijo el guardia.
Al pasar de unas manos a otras, el lío de ropa se les deshizo, y se dejaron caer lo que traía envuelto: un par de sandalias y ropa interior.
– Tenga más cuidado – le dijo el guardia a Daniel -. Recójalo. ¿No hay más?
Llegaba el otro guardia; se le oía en las tablas del puente.
– Sí; creo que tiene que haber todavía una bolsa y una tartera, por lo menos.
Revolvía otra vez. Sebastián y Paulina buscaban lo suyo.
– Aquí está. Me parece que es todo.
El guardia joven se lo cogía de las manos. El otro estaba ya junto al cadáver; tomó el vestido de Lucita y lo extendía a lo largo del cuerpo, cubriendo la cabeza. Era un vestido de cretona estampada; flores rojas en fondo amarillo. Las piernas le quedaban todavía al descubierto.
– Mira a ver en la bolsa a ver si hay algo más.
El guardia joven encontró una pequeña toalla, a rayas blancas y celestes, y se la dio a Gumersindo, el cual cubrió con ella las piernas de Lucita. Luego metieron en la bolsa las sandalias y la ropa interior y lo dejaron con la tartera, al lado del cadáver.
Dijo Daniel:
– Sería necesario que yo me subiera para arriba, para avisarlos a todos los otros. ¿Eh?, ¿qué decís?
– Pero antes pregúntaselo a éstos, a ver si te dejan.
– Sí, naturalmente.
Gumersindo se había acercado a los dos grupos; habló en voz alta, para todos.
– Bueno, escuchen ustedes: acabo de ponerme en contacto con la Autoridad; al señor Secretario del Juzgado le he dado el parte del sucedido, y me ha anunciado que el señor Juez y él se harán presentes en este lugar dentro de tres cuartos de hora a lo sumo. Se lo comunico a ustedes al objeto de que no estén impacientes y sepan lo que hay. Nada más. Pueden irse vistiendo.
También los otros cinco se repartían las prendas. Sonó un golpe en la arena mojada y se vio el brillo de una armónica, que se había escurrido de algún pantalón.
– ¡Mira tú lo que sale ahora! – dijo uno de ellos.
Se agachó a recogerla y la sacudió contra la palma de la mano, para quitarle las arenillas que se le habían adherido. El de los pantalones mojados sacó de su bolsillo una cajetilla dé Chester, casi entera.
– ¡Lástima de tabaco! – comentaba, enseñando en su mano los pitillos mojados y deshechos.
– Peor les ha ido a otros.
– Ya.
Lanzó el tabaco hacia el embalse; luego escurría sus pantalones en la orilla, y veía el paquete deshacerse, flotando sobre el agua iluminada que se b iba llevando a la compuerta.
Paulina decía:
– Me da miedo de ir sola, Sebastián. Acompáñame tú y te me quedas cerca, en lo que yo me visto detrás de algún árbol. Yo sola me da miedo.
Después se alejaban los dos hacia los árboles y ya Daniel hablaba con el guardia Gumersindo.
– Mire usted, es que venían otros chicos con nosotros, ¿sabe?, y están arriba esperándonos. Yo quería subir a avisarlos; ellos no saben nada de esto; querría avisarlos, si es posible.
– ¿Dónde dice que están?
– Pues arriba, en el merendero ese que hay a la parte allá la carretera, ¿no sabe usted?
– Ya; el de Mauricio – reflexionaba unos instantes y sacaba su reloj -. Mire; va usted a subir, pero para volver rápidamente, ¿comprendido? – señalaba el reloj en su mano -. Quince minutos le doy, por junto, para ir y volver; en la inteligencia de que no me venga usted más tarde de ningún modo, no siendo que se presente el señor Juez y esté usted ausente todavía. ¿Estamos de acuerdo?
– Descuide.
– Ande, pues. Vayase ya.
Daniel volvió la espalda y se alejó hacia el puentecillo. Tito había terminado de vestirse y se tendía de costado, con el codo en la arena. Los otros cinco fumaban de pie, frente a la orilla, y miraban la luz en el agua.
– ¿Y qué combinación es la que nos queda para volvernos a Madrid? – decía el de la armónica.
– Pues para cuando se acabe la función, me temo que ninguna.
Rafael se acercaba el reloj a la cara, volviendo la muñeca hacia la parte de la luz.
– Las diez y cuarto – dijo -; cincuenta minutos nos faltan para el último tren. Mucha prisa tendrían que darse para soltarnos a tiempo de cogerlo.
– Imposible – decía el de San Carlos.
– Pues ya sabéis; o dormir en el pueblo o marcharnos a golpe calcetín, una de dos.
– ¡Andando vamos a ir! Estás tú bueno.
– ¿Por carretera cuánto hay?
– Diecisiete kilómetros.
– No es tanto. Total tres horas de camino; escasas.
– Y con la luna que hace – decía el de Medicina, volviéndose a mirarle -, y el fresco de la noche, se pueden andar perfectamente.
– Supuesto que acabásemos a eso de las doce, a las tres en casita,
– El que no sé yo por qué no te marchas, eres tú, Josemari – le decía Rafael -. A ti no te han requerido. Pudiendo coger el tren, haces el tonto si no te vas.
– Me quedo con vosotros. Hemos venido juntos y hay que correr la misma suerte.
– Haz lo que quieras, allá tú. Aquí nadie nos ofendemos, si te largas.
Paulina y Sebastián habían vuelto de vestirse y se sentaron junto a Tito. Sebastián escondía la cara en las rodillas; Paulina apoyó la sien contra su hombro.
Decía Josemari:
– Lo que es ya hora de avisar. Poner una conferencia a casa de uno cualquiera de nosotros, y desde allí pasaban el aviso a las de los demás; ¿no os parece?
– Pues para eso, tú mismo, que estás libre. El guardia acaba de llamar; le preguntas a ver desde dónde lo ha hecho.
– Se lo preguntaré. Desde ahí mismo tiene que haber sido; una de esas casetas.
– Pues eso. ¿Te acuerdas de todos los números?
– A mi pensión que no se anden molestando en avisar, déjalo – le decía el de los pantalones mojados -. No creo que nadie se inquiete por mi ausencia.
– Bueno. Oye, Luis, ¿y qué número era el tuyo?
– ¿ Eh? Veintitrés, cuarenta y dos, sesenta y cinco.
Se apartó Josemari, repitiéndose el número entre dientes, y después se le vio hablar con los guardias civiles. El más viejo le daba indicaciones, con el brazo extendido.
Ya la luna formaba medio ángulo recto con los llanos; y al otro lado del dique, aguas abajo, se veía relucir toda la cinta sinuosa del Jarama, que se ocultaba a trechos en las curvas, y reaparecía más lejos, adelgazándose hacia el sur, hasta perderse al fondo, tras las últimas lomas, que cerraban el valle al horizonte.
Habían sonado las tablas del puentecillo de madera, bajo los pasos de Josemaría. Paulina suspiró.
– ¿Cómo te sientes? – le preguntaba Sebastián, levantando la cara.
– ¿Y cómo quieres que me sienta…? – decía casi llorosa-. Pues desastrosamente.
– Ya; lo comprendo.
Sebastián agachaba de nuevo la cabeza; ahora sentía agitarse en su brazo los hipos silenciosos de Paulina, que lloraba otra vez.
Los guardias civiles paseaban de acá para allá, en un trayecto muy breve, por la arena. Tito veía casi una sola silueta, yendo y viniendo, contra la luz del malecón. Pasaba y repasaba la sombra sobre el bulto tapado de Lucita. Después varias bombillas se apagaron de pronto a la otra parte, en la explanada de los merenderos.
– ¡Adiós! – exclamó el de la armónica.
Los guardias se detuvieron un instante, mirando hacia la luz disminuida, y reemprendían de nuevo su paseo silencioso. Ya sólo se veían dos bombillas encendidas, colgando al aire libre, y el cuadro anaranjado de una puerta, sobre la banda negra del malecón. Uno que ahora entraba por aquella puerta, recortando en el cuadro su figura, debía de ser Josemaría, que ya había llegado al merendero. Ya poca luz alcanzaba el puntal desde allí. Sólo el claro de luna, de un blanco aluminio, batía sobre la arena y revelaba los perfiles del bulto y figuras, con tachones y manchas y arañazos lechosos, como brochazos de cal o salpicones.
Estornudó Paulina por dos veces. Sebas sacó una toalla de la bolsa y se la echaba a su novia encima de los hombros. Ella tiró de los picos y los juntaba por delante, cerrando la toalla sobre el pecho. Estaba muy húmeda.
– ¡Todo está húmedo…! – se lamentó.
Su voz sonaba débilmente, con el timbre nasal de haber llorado. Palpaba la toalla por todas partes, haciendo escalofríos; continuaba:
– Es que no hay nada que esté un poco seco… ¡Señor, qué agobio de humedad…!, ¡qué desazón…! – rompía a llorar nuevamente-. Y yo no aguanto esto más, Sebastián, ya no aguanto, no aguanto… – repetía llorando en la toalla.
– Nosotros ya – decía Lucio – no valemos ni media perra chica, pero ni es que ni media, tocante a dar de sí en alguna cosa. Ahora, experiencia, eso sí – sonreía -; experiencia podemos suministrarles una poca a los que son ustedes más nuevos.