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– Ha bebido, después se ha liado a dar esas vueltas que dio; pues no me diga más; tú no veas el bochinche que tiene que tener por dentro formado, ¡de espanto!

Regresaron a la mesa, quería venir ella sola y rechazó los brazos de las dos chicas que la acompañaban:

– ¡Todavía sé andar!, ¿qué os creéis? – les decía-. Me agobia que estéis siempre venga a proteger…, a protegerla a una en seguida cuantito que tenéis la más pequeña ocasión… la gente pegajosa…-se dirigió a los de la mesa-. Bueno, sois todos una partida de besugos; cuando una persona acaba de echar las tripas por haberos estado divirtiendo, vosotros se os ocurre tomarla de espectáculo, mortificarla a una lo que podéis- llegaba hasta la mesa; se sentó; los miraba riendo-. ¡Mira tú que reunión de pajarracos! ¿No se os ocurre nada a ninguno, para darle el adiós a un día de fiesta?

Toda la gente inmóvil en la orilla, a la luna, con la vista en un punto del río. Se habían ido desplazando ribera abajo a la par de dos nadadores por el agua, y ahora se aglomeraban delante del embalse, ya casi en el puntal de la arboleda. No había nadie, donde Tito y Paulina tocaron la orilla. Ella recogió sus pantalones, hallados allí mismo, y ya echaban a correr con ellos en la mano. Ahora corrían junto a los troncos blanquecinos, junto a sombras de figuras humanas que guardaban campamentos, todas pendientes de aquello que pasaba en el puntal.

Un perrito salía de lo oscuro a ladrar la carrera de Paulina, y ya Tito corría casi a diez pasos por delante de ella.

– Espérame, espérame, Tito… – la oía gritar sin aliento a sus espaldas.

Sentían chinas y palitroques que les herían las plantas de los pies. Más de un centenar de personas les impedían la vista de las aguas, formándoles delante una barrera de espaldas apretadas y negras. Se abrieron camino con los codos e introducían sus cuerpos mojados en la espesura de la gente. No hablaba casi nadie. Tito abría el paso por delante de Paulina.

– Sin atropellar – le dijo alguien -; que todos queremos verlo.

Tito no contestó. Cogió la mano de Paulina y alcanzaron los dos juntos la fila delantera. Allí se oía muy alta la música, lavada por el eco del embalse, y venía del agua una cierta claridad, que rechazaban las manchas luminosas proyectadas sobre la superficie por las bombillas de los merenderos. Enfrente, al otro lado de unos cincuenta pasos por el agua, se veía clarear el borde del dique de cemento que formaba el embalse, como una banda a lo ancho de la presa, que afloraba poco más de una cuarta por cima de nivel. Cerca de allí se divisaban ahora tres o cuatro cabezas de los nadadores. Gritó Paulina llamando a Sebastián. Resonaba el fragor de la compuerta. No había espacio delante de la gente, para andar a lo largo de la orilla, camino del puntal; para seguir, tuvieron que meterse con los pies por el agua. Desfilaron por delante de todas las caras inmóviles que miraban al río, iluminadas por la luna y el reverbero que venía de las aguas manchadas de luz. Había un corrillo, un poco más abajo; rodeaban a uno desnudo, acurrucado en la arena a sus pies; y era Sebastián. Paulina se tiró de rodillas junto a él:

– ¡Sebastián!

No contestó. Se le sentía jadear desfallecido. Encogía todo el cuerpo, abrazándose las piernas por delante de las rodillas, y en ellas tenía apoyados los ojos y la frente, ocultando su rostro. Paulina lo agarró por el pelo chorreante y le levantó la cabeza para verle la cara:

– Sebas… -le dijo.

Apenas le entreveía las facciones en la sombra. Sentía todo el peso de la cabeza en el esfuerzo de su mano, que se la sostenía suspendida por el pelo. Se le notaba agotado de nadar. Luego ella le abrazó con ambas manos la cabeza, y la apretó hacia su pecho. Las rodillas de alguien oprimían contra la espalda de Paulina. Un bosque prieto de piernas rodeaba sus cuerpos como una empalizada, limitando un recinto muy angosto. Paulina sentía sus pantorrillas hundidas entre las piernas de la gente, en un húmedo rozarse de pies que se mezclaban en la arena. Alzó los ojos y miró con agobio hacia arriba, a las caras de los que estaban de pie, por encima de ellos, rodeándolos en un ceñido semicírculo, abierto tan sólo a la parte del río. Tito estaba de espaldas, ahí delante; se recortaba en los reflejos del agua iluminada. Paulina hundió la cara en la nuca de Sebas y se apretaba contra él. Ahora la música se había detenido y ya muchas personas acudían a la presa desde los merenderos; enfrente se veían sus siluetas recortarse a lo largo del dique. A la derecha, largas sombras cubrían los reflejos en el agua, desde el mismo malecón. Paulina sintió unos dedos que le tocaban en la espalda: levantó la cabeza: una mujer le preguntaba, señalando hacia el río:

– ¿Alguien familia de ustedes? No le veía la cara.

– Venía con nosotros.

La mujer levantó la barbilla: «Ah»; ya miraba de nuevo hacia el río. Ahora, al parecer, cerraban allá enfrente la compuerta, y el rugido del agua decrecía hasta callarse por completo. Todo quedaba en silencio y se oyó el cuchicheo de la gente. Alguno comentaba que había peligro en la presa si la compuerta no estaba cerrada, porque el desagüe era capaz de tirar de los nadadores y no dejarlos traer el cuerpo hacia la orilla. Sintió Paulina de repente un unánime impulso en torno suyo, y todo el bosque de piernas se ponía en movimiento: «¡Allí allí, ya lo sacan!». No los dejaban incorporarse; los arrollaron en aquel súbito y apresurado repente hacia el puntal y les pisaban piernas y manos o saltaban por encima de ellos, levantando rechazos de arena. La voz de Tito los llamaba entre la gente. Lograron por fin levantarse y acudían con todos. Ya venían con el cuerpo por la parte somera y lo traían entre cinco o seis hombres, acompañándole a flote por el agua, como se empuja una barca hacia la orilla. Crecía el hablar de la gente y de nuevo lucharon los tres por abrirse camino entre las apreturas. Se aglomeraba todo el mundo en el mismo puntal. Ahora se dejaron ver directamente, a la derecha del embalse, los merenderos iluminados, al otro lado del brazo muerto y del puentecillo de tablas que le saltaba por encima. También allí muchas siluetas se alineaban a lo largo de todo el malecón y algunos ya acudían por lo visto corriendo a la arboleda, porque detrás se oyó crujir bajo rápidos pasos la madera achacosa del puente. Y de pronto callaron la mayoría de las voces y hubo mucho silencio conforme el cuerpo iba llegando por momentos a tierra. Todos oyeron limpiamente una voz fatigada que decía:

– Levanta un poco de este brazo, Rafael. Bajo la luz directa de los merenderos, volvía de nuevo a verse el color arcilloso de las aguas, el mismo color naranja que habían mostrado en el día. «¡Señor, qué pena!», suspiró una mujer. Paulina se oprimía al costado de Sebas. Miró para atrás unos instantes, como cogida de algún miedo. Detrás, los árboles en sombra, los campamentos en silencio, y más atrás el puente, con la luna pacífica pegando en los ladrillos; iba un hombre a caballo, muy lejos, por el borde de la vía del tren, en lo alto del talud que atravesaba los eriales. Se oyó un discreto pedir paso y brillaron por encima de las cabezas los dos tricornios de los guardias civiles que se abrían camino entre la gente. Estaba ahí mismo el cadáver de Lucita en la arena.

Lo estaban auscultando. Niños y niñas de distintas edades ocupaban los puestos delanteros en el nutrido semicírculo de personas, y sus ojos se posaban inmóviles sobre las carnes desnudas de la muerta. Brillaba un poco de luna sobre la piel mojada del cadáver, tendido de costado. Su cara se ocultaba en la sombra y bajo el pelo, la mejilla en la arena.

– ¡No empujes, tú! – dijo uno de los niños.

– A mí también me empujan…

Se retrepaban de nuevo cuanto podían, con las espaldas contra el corro, como temiendo que sus pies traspasaran sobre él suelo alguna raya invisible que tal vez limitaba en la arena el espacio de la muerte.

Penetraron los guardias en el cerco, con un rápida ojeada hacia el cadáver.

– ¿No le hacen nada? – dijo en seguida el más viejo de ellos al nadador a quien antes habían llamado Rafael.

Se levantó en seguida otro, que estaba inclinado sobre el cuerpo; se quitaba los pelos mojados de la frente:

– Soy estudiante de Medicina – decía jadeando -. No hay nada que hacer.

– Ya – dijo el guardia.

Miraba nuevamente hacia el cadáver, quitándose el tricornio; meneaba la cabeza:

– Mal asunto – reflexionaba -. Una chica joven. Mal trago para los padres.

Tito estaba delante; los brazos le caían a los costados del cuerpo. A su lado estaba Paulina; miraba a Lucita con una mirada lateral, sin ponerse de frente hacia el cadáver; tenía una mano en el brazo de Sebas.

– ¿La conocen alguno? – dijo el guardia en voz alta hacia la gente, poniéndose de nuevo su tricornio. Tras unos instantes de silencio, oyó a su lado:

– Nosotros.

– ¿Ustedes dos?

– Los tres; éste también.

El guardia miró a Tito, que señaló a su propio pecho con un gesto automático de la mano.

– Venía con ustedes, ¿no es esto?

– Sí, señor.

– ¿Novia?, ¿hermana? Denegaban con la cabeza.

– Amistad simplemente – concluyó el mismo guardia, tajando con la mano.

– Sí señor – dijo Sebas.

Paulina se puso a temblar y a llorar en voz alta contra el pecho de Sebas, en bruscas sacudidas. Todo el murmullo se detuvo entre la gente, para dejar el llanto en el silencio y escucharlo mejor, y las cabezas se empinaban las unas sobre las otras, para ver quién lloraba. Los nadadores miraban a la arena. El guardia viejo suspiró:

– Son cosas…

El otro guardia observaba en el suelo la mano izquierdade Luci, semiabierta hacia arriba, y rozaba los dedos con la puntera de su bota. El viejo cambió de tono:

– Estoo…Vamos a ver. Bueno, ustedes no se me muevan de aquí ninguno de los tres, por supuesto. Se volvió hacia los nadadores:

– A ver, usted y el otro; ése, el que dice que va para médico, quédense también, tengan la bondad. Juntamente con… Algún otro que haya intervenido, a ver – recorría todo el corro con los ojos -. Pues eso, ustedes dos. O sea los cuatro, ya es suficiente. Les requiero a ustedes para que se sirvan prestar declaración ante la autoridad judicial.

Acto seguido se dirigió hacia toda la gente, levantando la voz:

– ¡Los demás hagan el favor de retirarse! ¡Vamos, retírense todos con orden a sus puestos los que no hayan sido requeridos! ¡Despejen, tengan la bondad! Cada cual a su puesto…!

Daba un par de palmadas. El guardia joven se puso en movimiento para secundarle.

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