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Saludaba sonriendo a uno y a otro, con cortas inclinaciones de cabeza.

– ¿Qué tal, señor Esnáider? – le decía don Marcial -. Usted aquí, tomándose su cafetito, ¿eh? Lo tratan bien en esta casa, me parece; ¡se quejará!

– Oh, no, no; absolutamente – y se reía. Luego le puso a don Marcial el índice en el pecho y añadió a golpecitos:

– Yo adivino la causa de su venida aquí. Y riéndose una vez más se volvía de nuevo hacia el vaso humeante.

– ¡Eh, qué bien lo sabe! Y qué contento se pone, mirarlo. Pero no tenga prisa; tómese despacito su café, que se va usted a abrasar.

Carmelo sonreía sin decir nada. Faustina dijo:

– Ya han tenido que venir ustedes a trastocármelo, con el juego dichoso, que ya no hay forma de que se tome tranquilo ni el café.

Schneider apuró el vaso y se levantaba diciendo:

– Y esta causa es para una contienda de dómino. Y yo dispuesto, cuando ustedes quieren.

Cogió el sombrero y se volvió a Faustina, con una reverencia:

– Señora Faustina, yo soy muy agradecido a su café. Señaló hacia la puerta con la mano extendida, ofreciéndoles el paso a los otros, ceremoniosamente.

– Usted primero – le dijo don Marcial. Y salieron los tres de la cocina. Coca-Coña gritaba, al verlos llegar:

– ¡Esas fichas, a ver! ¡Ya están aquí los puntos! ¿Qué pasa, señor Esnáider? ¿Dispuesto a la pelea?

– Esto mismo – le contestaba.

A Coca-Coña el borde del mármol le tocaba en la parte más alta del pecho, y apenas le asomaban los hombros por encima de la mesa, con aquella cabeza sin cuello, incrustada en el tórax. Los dos brazos nadaban sobre el mármol, revolviendo las fichas.

– Las dos más altas juegan juntos – dijo. Entraba un individuo con mono azul grasiento y la frente sudada. Saludó.

– ¿Hoy también? – le preguntaba Lucio.

– Hoy también, señor Lucio. Ni domingos. Ahora mismo be dejado el camión.

A Schneider le tocó con don Marcial.

– Siéntate ahí, Carmelo – decía Coca-Coña -. Verás hoy éstos, adonde van a ir.

Manolo restregaba el zapato contra el cemento del piso. Luego le dijo al ventero:

– Pues yo, con su permiso, voy a pasar.

– Bueno, hombre; haz lo que quieras. Cuando hubo salido Manolo, Mauricio decía:

– Qué elemento.

– Vaya, la tienes cogida con el chico. Es una cosa corriente. Nadie aguanta a los yernos así como así. Aunque fuese más bueno que San Antonio.

– ¡Nada de San Antonio! Este tío es un piernas. Un cursi de aquí a Lima. Yo no lo puedo ver delante, te lo juro, con esa jeta de yeso que exhibe el gacho.

– Pues ya verá cómo se lo agradece – le dijo el chófer -, el día en que le den un nietecillo y lo vea usted correr por aquí. Mauricio le puso un vaso:

– ¿Por aquí? Lo que es como saliera a su padre, poquito abuelo me parece que iba a tener esa criatura. Vaya una alhaja que sería. Cosa de ver.

– Es que sacas hasta mal corazón. Aborrecer así de antemano a una pobre criatura que no está ni siquiera encargada. El seis doble le había tocado a don Marcial.

– Ahí va eso – decía, poniéndolo en la mesa con un gesto de asco, como quien deposita alguna cucaracha. Coca-Coña examinaba su juego:

– Se te contesta rápido.

Schneider colocaba las fichas muy delicadamente, pero Coca-Coña pegaba unos fichazos como disparos de escopeta.

– ¡Ahí está el firme! – gritaba después.

– ¿Pero qué firme? – le dijo don Marcial-. Hasta los firmes de la casa te vas a cargar tú, con esos golpes. ¿No te es lo mismo pegar más suavecito?

– ¿Cómo iba a ser lo mismo? ¡Vale el doble, una ficha bien pegada! Os tenemos comida la moral y por eso protestáis.

Schneider reía y colocaba su ficha, discretamente.

– Y usted no se ría; que ahora mismo lo voy a hacer pasar. En esta vuelta que viene.

– Esto yo dudo – contestaba el otro, revisando su juego-. No creo que yo va a pasar.

– Pues ya lo va usted a ver.

Carmelo se divertía con Coca-Coña y lo miraba, como muy satisfecho de tenerlo por compañero en la partida.

Pero luego, al cerrarse la mano, Coca-Coña rompió a grandes voces:

– ¡Cagüen la mar! ¡Ya metiste la pata, alma mía! ¿En qué estarás pensando? ¡Que no te enteras! Si ves que a pitos están ellos, pues pon la séptima, coño, aunque sea, antes que abrirlos el juego otra vez. ¿Para qué te hacía falta la séptima de cuatro, a estas alturas? Como no la estuvieras conservando para la vuelta que viene… Si es que pretendes ser demás de listo ya. ¡Te pasas! ¡Cencerro! ¡Alobao…!

– Eh, tú, que ya está bien – cortaba don Marcial -. Cuidado que tienes mal perder. ¿A qué le insultas a Carmelo? Eres igual que las mujeres, que siempre se aprovechan de que son débiles para faltarle a todo el mundo; de ahí sacan ellas la fuerza. Pues tú lo mismo. Te atreves a regañarle a Carmelo porque sabes que no te puede cascar, porque eres una jodia rana entumecida que no tienes ni media bofetada.

– ¡Una rana, una rana! ¡Menea ya las fichas y cállate, administrador! ¡Yo soy una rana en seco, pero tú eres un sapo enjugado, ya lo sabes!

– Chss; asunto profesión no te metas. Ya sabes que no me hacen gracia las bromas sobre este particular.

– Venga; yo salgo – cortaba Coca-Coña-. ¡A cincos! Marcó un fichazo seco contra el mármol.

–  ¿Y qué hay de vuestra boda, Miguel? – preguntó Sebastián.

Miguel estaba tendido, con el antebrazo derecho sobre los párpados cerrados; dijo:

– Qué sé yo. No me hables de bodas ahora. Hoy es fiesta.

– Pues tú estás bien. No sé yo qué problema es el que tenéis. Ya quisiéramos estar como tu novia y tú.

– Ca, no lo pienses tan sencillo.

– Pues la posición que tú tienes…

– Eso no quiere decir nada, Sebas. Son otros muchos factores con los que tiene uno que contar. Uno no vive solo, y cuando en una casa están acostumbrados a que entre un sueldo más, se les hace muy cuesta arriba resignarse a perderlo de la noche a la mañana. Eso aparte otras complicaciones, que no sé yo, un lío.

– Pues yo no es que quiera meterme en la vida de nadie, pero, chico, te digo mi verdad: yo creo que uno en un momento dado tiene derecho a casarse como sea. O vamos, compréndeme, a no ser que tenga responsabilidades mayores, por caso, enfermos o cosa así. Pero si es sólo cuestión de que se vayan a ver un poquito más estrechos, ¿eh?, económicamente, yo creo que hay que dejarse de contemplaciones y cortar por lo sano. Que les quitas un sueldo con el que han estado contando hasta hoy; bueno, pues ¡qué se le va a hacer! Todos tienen derecho a la vida. Y también, si te vas, es una boca menos a la mesa. Por eso te digo; yo que tú, no sé las cosas, ¿verdad?, pero vamos, que respecto a la familia, me liaba la manta a la cabeza y podían cantar misa. Mi criterio por lo menos es ése, ¿eh?, mi criterio.

– Eso sé dice pronto. Pero las cosas no son tan simples, Sebastián. Desde fuera nadie se puede dar una idea de los tejesmanejes y las luchas que existen dentro de una casa. Aun queriéndose. Las mil pequeñas cosas y los tiquismiquis que andan de un lado para otro todo el día, cuando se vive en una familia de más de cuatro y más de cinco personas. No creas que es cosa fácil.

– Si eso ya lo sabemos, pero con todo eso hay que arrostrar.

–  Que no, hombre, que no; prefiere uno fastidiarse y esperar el momento oportuno.

Alicia bostezó, dándose con los dedos sobre la boca abierta. Miró hacia el río. Luego le dijo a Sebas, moviendo la cabeza hacia los lados:

– No le hagas caso, Sebastián. Déjale. Lo importante no son las razones, este o aquel motivo. El quid de la cuestión está en lo que más pueda para uno. Uno está siempre propenso a disculparse en aquello que más tira de él. Lo que se habla por la boca no obedece más que a eso. Y para todo se encuentra explicación.

Sebas le dio a Miguel en el brazo:

– Toma del frasco, Carrasco. Tiran con bala, niño. Menuda. Ésa es de las que pican. Para que luego digamos que las mujeres todo se lo creen.

Miguel sonrió torcido; miró a su novia encima de su cabeza y se puso serio:

– Estáis hablando de lo que no sabéis. Era mejor si no sacabas esta conversación a relucir. Ya te lo dije.

– Tú la has seguido, Miguel. A mí no me digas nada. Yo te advertí, lo primero, que no era con ánimo de entrometerme en la vida de nadie. Si te ha escocido lo que ha dicho tu novia, conmigo allá películas.

– Anda, mira, date una vuelta, ¿sabes? Déjame ya. Habéis metido la pata y se ha terminado.

– ¡Jo, qué tío! – dijo -. Ahora se pone que yo he metido la pata. ¿No te fastidia? Ahora las paga conmigo. No se le puede ni tocar.

Miguel no contestaba. Intervino Paulina:

– Tiene razón. Tú no tenías por qué querer arreglarle la vida a nadie. Bastante tienes ya con la tuya, para meterte a redentor de la ajena. Te contestan por pura educación, pero tú has estado inoportuno, eso no quiere decir.

– ¿Tú también? Pues vaya una forma de cogerlo entre medias a uno. No lo entiendo, te juro.

– Está bien claro – dijo Miguel -. Más claro no han podido decírtelo. Cuando tu novia te lo dice, por algo será, Sebastián.

Alicia dijo:

–  Mira Miguel, a ti el que no te conozca que no te compre.

– No estoy hablando contigo, Alicia. Tú ya has hablado de más. Así que mutis por el foro.

– Pero bueno, Miguel – dijo Sebas -, yo lo que digo es una cosa: ¿somos amigos, sí o no? Porque es que si lo somos, como yo me lo tengo creído, no comprendo a qué viene todo esto, francamente. Que no podamos tener ni un cambio de impresiones sobre las cosas de cada cual.

– No lo comprendes, ¿eh? – Miguel hizo una pausa y resopló por la nariz, suspirando; levantó el torso sobre los codos y miró a todas partes, hacia el río y los puentes -. Pues yo tampoco, Sebas, si quieres que te diga la verdad. Es que está uno muy quemado. Eso es lo único que pasa. Y ya no quieres ni oír hablar de lo que te preocupa – se pasó por la frente una mano y buscó el sol con la vista, por encima de los árboles -. Complicaciones no las quiere nadie. Y tú tienes razón y ésta tiene razón, y yo, y aquel de más allá. Y al mismo tiempo no la tiene nadie, pasa eso. Por eso no gusta hablar. Así es que no te incomodes conmigo. Ya lo sabes de siempre que…

Sonrió con franqueza. Sebas habló:

– Chico, es que das unos cortes que lo dejas a uno patidifuso. Te pones la mar de serio y de incongruente. Pero por mi parte, figúrate. Mejor lo sabes tú. Por descontado, desde luego, y además…

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