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Jacqueline Clissot ocupaba un asiento en el extremo de la mesa. Estaba vestida con un pijama azul celeste y un batín, pese a lo cual y a los años transcurridos, seguía siendo una mujer deslumbrante. Elisa se fijó en un detalle: se había teñido el pelo de negro.

– Lo siento -dijo Jacqueline casi sin voz, bajando los ojos-. Lo siento tanto…

– Oh, no se culpe, repito -dijo Harrison-. Usted no sabía que la señorita Petrova iba a reaccionar de la forma en que lo hizo. Pudo ocurrir con cualquiera. Tan solo recuérdelo para no repetirlo en otra ocasión.

Jacqueline siguió con la cabeza gacha y los hermosos labios temblorosos, como si nada de lo que Harrison pudiera decirle lograra despojarla de la convicción de merecer el mayor de los castigos. Elisa sintió temor: pensó que ella también había hecho mal en hablar con Nadja.

– Hemos reconstruido lo sucedido. -Carter estaba repartiendo más papeles: fotocopias de noticias de periódicos internacionales-. Nadja Petrova habló con la profesora Clissot a las siete de la tarde. Luego llamó a la profesora Robledo cerca de las diez de la noche. A las diez y media se había cortado las venas de ambos brazos. Murió desangrada en el cuarto de baño.

– Después de que usted le propusiera salir a cenar juntas -indicó Harrison en dirección a Elisa. Ella tuvo que esforzarse por no soltar las lágrimas.

– Aquí pueden consultar la información de prensa en ambos casos -señaló Carter, y cedió de nuevo el turno a Harrison, como dos actores que ensayaran juntos.

– Desde luego, no todo se cuenta. Es cierto que nosotros intervinimos, pero les diré por qué. Cuando el profesor Craig fue asesinado, nos intrigamos. Enviamos unidades especiales a casa de Craig y volvimos a vigilarlos a todos ustedes: fue así como escuchamos las llamadas telefónicas que hicieron. La señorita Petrova estaba muy nerviosa, de modo que ordenamos a uno de nuestros agentes que se asegurara de que se hallaba bien. Pero cuando se presentó en su casa, descubrió que se había suicidado. Entonces acordonamos la zona y decidimos traerlos a todos aquí, para evitar otra tragedia…

– El método no fue muy ortodoxo, pero se trataba de una emergencia.

Harrison retomó la frase de Carter:

– El método no fue ortodoxo, pero lo volveremos a hacer, que quede claro, con cualquiera de ustedes o con todos, si fuera preciso. -Los miró por turno. Se detuvo en Elisa, que bajó los ojos. Luego en Jacqueline, que no lo miraba-. ¿Me explico, profesora? Jacqueline se apresuró a contestar:

– Perfectamente.

– Han pasado una temporada aislados por su propia seguridad y la de aquellos que los rodean. Ya lo hemos dicho muchas veces: sufrieron el Impacto. Hasta que no comprendamos mejor qué ocurre con un ser humano que ha contemplado el pasado, tendremos que tomar medidas tajantes cada vez que la situación lo requiera. Supongo que me explico con claridad. -Volvió a mirar a Elisa, que asintió de nuevo. La mirada de Harrison la estremecía, con aquellos ojos azules que casi parecían puntiagudos-. Son ustedes gente culta, una élite de inteligencias… Estoy seguro de que me entienden.

Todos asintieron.

– ¡Pero… barajaban la hipótesis de que un grupo organizado hubiese matado a Colin! -saltó Marini de repente. Su tono llamó la atención de Elisa: como si tal posibilidad le pareciera deseable. Tenía los ojos enrojecidos y un tic le irritaba el párpado izquierdo.

– No hay indicios que apunten a ninguna clase de organización-dijo Carter.

– El profesor Craig murió fortuitamente a manos de un par de peligrosos criminales del Este buscados por Scotland Yard -agregó Harrison-. Se dedicaban a entrar en las casas, torturar y matar a sus habitantes y llevarse todos los objetos de valor. Ya han sido atrapados. Fue una tragedia, pero pudo terminar ahí, de no ser porque ustedes empezaron a contarse la noticia unos a otros, angustiados… y la señorita Petrova no pudo soportar la angustia.

– De todas formas, no regresarán a sus casas desprotegidos -dijo Carter-. Seguiremos vigilándolos, al menos durante unos meses, por su propia seguridad. Y continuaremos con las entrevistas con equipos especializados…

– ¿Y si no queremos regresar? -exclamó Marini-. ¡Tenemos derecho a vivir protegidos!

– Es su elección, profesor. -Harrison abrió las manos-. Podemos retenerle el tiempo que quiera, como en una burbuja, si eso es lo que desea… Pero no hay ninguna razón objetiva para hacerlo. Nuestro consejo es que continúen con su vida normal.

Aquella expresión hizo que Elisa apretara los dientes. Ignoraba el significado de «vida normal», y sospechaba que nadie -menos aún Carter y el relamido de Harrison podría explicárselo.

Todos estaban muy fatigados y regresaron a sus habitaciones tras la comida. Por la tarde, antes de llevarla al avión, le devolvieron sus objetos personales. Echó un vistazo al calendario del reloj: sábado, 7 de enero de 2012.

Ocho meses después, la mañana del martes 11 de septiembre, recibió un mensaje de propaganda en su reloj-ordenador. Mostraba un plano de las calles céntricas de Madrid con un reloj en la esquina superior. El reloj era el producto que se anunciaba: un prototipo de reloj-ordenador de pulsera que contaba con un sistema Galileo incorporado, el novedoso y avanzado método europeo de localización por satélite. Para demostrarlo, el usuario podía desplazar el puntero por el mapa, y en los sitios señalados con un círculo rojo se ofrecían datos de localización y sonaba una música distinta. El eslogan decía: «Dedicado a ti». Elisa estaba a punto de borrarlo cuando se percató de un detalle.

La música que se escuchaba en todos los puntos, salvo en uno, era la misma. La reconoció de inmediato: la partita que él tocaba siempre. Nunca la olvidaría.

Se intrigó. Situó el puntero en el único círculo donde no se oía aquella melodía. Escuchó otra, también para piano, pero en este caso muy popular. Hasta ella sabía cuál era.

De súbito sufrió un escalofrío. Dedicado a ti.

Comprobó entonces que cuando situaba el puntero en aquel círculo, el reloj del anuncio cambiaba de hora: de 17.30 a 22.30.

Decidió borrar el mensaje, asustada.

Últimamente se asustaba por todo. A decir verdad, había pasado aquel horrible verano convertida en un flan que temblaba a la mínima ocasión y que solo servía para cultivar un aspecto cada vez más espectacular, comprar ropa que nunca se le hubiese ocurrido ponerse en otros tiempos, decir que no a todos los hombres que deseaban salir con ella (muy numerosos y con invitaciones muy sugerentes), encerrarse en casa tras los pestillos y alarmas e intentar vivir tranquila. Pese a que no había sido la mejor de sus vacaciones de verano, había empezado a recuperar el ánimo tras la horrible experiencia navideña, y no deseaba dar un paso atrás.

Esa tarde volvió a recibir el mismo mensaje. Lo borró. Lo recibió otra vez.

Al llegar a casa sentía pánico. Aquel correo tan minucioso, tan bien preparado (si es que se trataba de lo que ella creía, y estaba segura de no equivocarse), le traía horrendos recuerdos.

De haber sido la llamada de alguien, fuera quien fuese, se habría negado a aceptar. Pero el mensaje la atraía y repelía a la vez: le parecía como cerrar el círculo de su vida. Todo había empezado para ella con un mensaje en clave, y quizá todo podía terminar igual.

Tomó una decisión.

La hora señalada era las 22.30. Disponía de casi dos horas, tiempo de sobra para llegar. Se vistió maquinalmente: no se puso sujetador, eligió un vestido de una pieza de color marfil;, ceñido como una malla, que le dejaba cuello y brazos desnudos, botas blancas de caña y un brazalete plateado (usaba muchos brazaletes y pulseras). Cogió un bolso pequeño donde guardó un frasquito del perfume que había comprado recientemente, pintalabios y otros útiles de maquillaje. Se había arreglado el, pelo y lo llevaba revuelto adrede formando bucles, siempre negro, su color natural, que tanto le gustaba. Antes de salir, abrió el mensaje y punteó en el círculo donde sonaba esa otra melodía tan famosa. Se cercioró de la dirección y salió de casa.

A lo largo del trayecto estuvo pensando en aquella música y en la leyenda del mensaje: «Dedicado a ti». Eso le había dado la pista.

Era Para Elisa , de Beethoven.

Sin saber muy bien la razón, decidió ir en metro. Estaba tan ansiosa que ni siquiera percibió las miradas que le dedicaban los pasajeros a su alrededor. Se bajó en Atocha, en una noche aún cálida que, sin embargo, preludiaba la llegada del otoño. Mientras caminaba hacia el lugar del mapa recordó aquella otra noche seis años atrás, en que Valente la había citado mediante una argucia similar para explicarle que existía un escenario con falsas paredes y que ella era una de las protagonistas de la farsa.

Ahora las cosas habían cambiado. Sobre todo ella.

No solían importarle las frases obscenas que le dedicaban algunos hombres en la calle, pero en aquel momento las brutalidades que un grupo de chavales le gritaron al pasar la dejaron pensativa. Observó de reojo su figura en los cristales de los escaparates: alta, estilizada, de silueta color marfil y botas con tacones. Se detuvo frente a uno de los comercios, extrañada. La malla la desnudaba casi más que si no llevara nada encima y el brazalete ceñido en su bíceps y las botas de caña le otorgaban una apariencia muy distinta de la que ella, en realidad, quería ofrecer.

¿Cómo era posible aquel giro de ciento ochenta grados? El recuerdo de la noche en que había conocido a Valente le había hecho pensar en los profundos cambios que había sufrido su personalidad desde entonces: la estudiante Elisa, tan descuidada en aspecto y vestuario, se había transformado en la profesora Robledo, ridícula aspirante a modelo de pasarela o actriz de cabaret. Hasta su madre, la elegantísima Marta Morandé, solía decirle que no parecía ella misma. Como si fuese otra persona.

El corazón le retumbaba mientras se observaba en el cristal. ¿Para quién se arreglaba así? ¿Por influencia de quién había cambiado tanto? Se le ocurrió algo muy raro. A Valente le hubiese gustado .

Reanudó la marcha sintiéndose extraña. Extraña y misteriosa, como si parte de su voluntad escapara a su control. Pero terminó aceptando que la fantasía de sentirse deseada también le pertenecía. Podía resultar enigmática y hasta repulsiva, pero procedía de ella, sin duda, y la Elisa de antaño no tenía ningún derecho a protestar.

Los tacones de sus botas blancas repiqueteaban en la acera al acercarse al lugar de la cita. Tenía miedo, y al mismo tiempo experimentaba un deseo intenso de que aquella cita fuese algo real. En los últimos meses, miedo y deseo confabulaban dentro de ella con frecuencia.

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