Un embrión de frío crecía y pataleaba en la boca de su estómago. Avanzó hasta la primera fila, la traspasó y un guante se enroscó en su brazo. El hombre que le habló no parecía un hombre: llevaba casco y máscara; solo sus ojos aparentaban vida allí al fondo, ocultos bajo capas y capas de ley y orden.
– Señora, no puede pasar.
– Allí… hay una… amiga… -gimió ella, jadeando.
– Retroceda, por favor.
– Pero ¿qué es lo que ocurre? -preguntó una mujer junto a ella.
– Terroristas -dijo el policía. Elisa intentaba recobrar el aliento.
– Una amiga… Quiero verla…
– ¿Elisa Robledo? -oyó de repente-. ¿Es usted?
Era otro hombre, aunque mucho más real. Bien vestido, con traje y corbata, pelo negro engominado y peinado hacia atrás. Un desconocido, pero Elisa se agarró a su sonrisa y sus ademanes amables como a una rama colgando de un abismo.
– La he reconocido -dijo el hombre acercándose sin dejar de sonreír-. La señorita puede pasar -agregó hacia el enmascarado-. Acompáñeme, profesora, por favor.
– ¿Qué ha sucedido? -preguntó ella sin tiempo apenas para recuperar el resuello, siguiendo los pasos apresurados de su guía a través de un caos ensordecedor de luces y radios chillonas.
– En realidad, nada. -El hombre cruzó frente al portal del edificio pero no entró. Siguió caminando por la acera con rapidez-. Estamos aquí solo…
– ¿Cómo ha dicho? -Ella no había entendido la última palabra.
– Como protección -repitió el hombre alzando la voz-. Hemos venido como protección.
– ¿Entonces, Nadja…?
– Se encuentra perfectamente, aunque muy asustada. Y después de lo ocurrido con el profesor Craig, hemos decidido que lo mejor sería trasladarla a un lugar seguro.
Se sintió aliviada al oírle. Habían llegado al otro extremo de la calle, el hombre siempre delante. Una furgoneta se hallaba aparcada en la acera con las dos hojas de la puerta trasera entornadas. El hombre las abrió, y por un instante Elisa lo vio desaparecer entre ellas. Oyó su voz:
– Señorita Petrova, ha venido su amiga.
El hombre volvió a salir y se apartó para dejar paso a Elisa. Ella se asomó con una sonrisa de ansiedad.
En el interior de la furgoneta había otro hombre de traje blanco sentado junto a una camilla. La camilla estaba vacía. Una mano cubrió su nariz y sus labios, que aún sonreían.
¿Y entonces?
Aparqué el coche donde pude y eché a correr…
– Perdón. ¿No sucedió algo antes? ¿No es cierto que mientras iba en el coche tuvo una «desconexión»?
– Sí, creo que sí.
– ¿Qué es lo que vio…? Vamos, cálmese… Hoy habíamos empezado bien… ¿Por qué, al llegar a este punto…?
Era un día precioso para pasear. Por desgracia, se trataba de un patio muy pequeño, pero resultaba preferible a la habitación. A través de los rombos de las alambradas veía más alambradas, y a lo lejos la playa y el mar infinito. Una brisa oceánica removió el borde inferior de su bata. Llevaba una bata de papel (por Dios, una bata de papel , qué tacañería), pero al menos podía cubrirse, y el viento no era tan frío como había creído en un principio. Te acostumbrabas.
Le habían dicho que había olivos e higueras en la ladera oeste, que era invisible desde allí. De todas formas, con aquel paisaje ya tenía bastante: las retinas le dolieron ante el banquete de imágenes, pero fue una molestia momentánea. Logró dar varios pasos sin sentirse mareada, aunque al fin tuvo que apoyarse en los hilos de metal. Tras la segunda alambrada se movía un muñeco. Era un soldado, pero desde la distancia y con aquella forma de andar podría haber pasado por una aceptable versión de androide de película de efectos especiales. Cargaba un arma considerable al hombro y se desplazaba como si quisiera dejar claro que podía sobrellevar aquel peso sin problemas.
De pronto todo se ensombreció. Fue tal el cambio que pensó que el paisaje que contemplaba había mudado también. Pero solo era una nube cubriendo el sol.
– Volvamos a cuando tuvo esa visión del cuerpo de Nadja desmoronándose… ¿Recuerda?
– Sí…
– ¿Vio a alguien más? ¿Al sujeto a quien usted llama «él»? ¿El mismo de sus fantasías eróticas?
– ¿Por qué llora?
– Elisa, aquí no puede sucederle nada malo… Cálmese…
Pensó que había emergido de un inframundo, una caverna. Recordaba los últimos días como una sucesión de sombras inconexas. Le dolían las articulaciones y sus antebrazos mostraban huellas de punzadas: estaba llena de ellas, como rastros de diminutos piercings . Pero ya le habían explicado el motivo de aquellas inyecciones. La prioridad, en el estado en que se encontraba cuando la trajeron a la base, había sido sedarla. Le habían administrado grande dosis de tranquilizantes.
Era 7 de enero de 2012; le había preguntado la fecha al joven que vino a buscarla a la habitación. Llevaba traje a rayas y era muy simpático. Le informó que había pasado allí más de dos semanas. Luego la acompañó hacia la sala.
– No sé si sabe que «Dodecaneso» significa, en teoría, que tendría que haber solo doce islas -decía el joven con voz de cicerone mientras atravesaban pasillos que, inevitablemente, se bloqueaban en algún punto exigiendo tarjetas de identificación-. Pero en realidad hay más de medio centenar. Ésta se llama Imnia, creo que ya estuvo usted una vez… Es un centro muy completo: contamos con un laboratorio y un helipuerto. La estructura es semejante a las bases que posee en el Pacífico la DARPA, la Defense Advanced Research Projects Agency norteamericana. De hecho, colaboramos con el Departamento de Defensa Conjunta de la Unión Europea… -Se detenía a cada rato para mirarla, siempre atento-. ¿Se siente bien? ¿Se marea? ¿Tiene apetito? Le serviremos algo enseguida, podrá cenar con los demás… Cuidado, aquí hay un peldaño… Sus compañeros se encuentran perfectamente, no debe preocuparse. ¿Tiene frío?
Elisa sonrió. No podía sentir frío con aquella rebeca de lana sobre la blusa de tirantes de color negro. También llevaba vaqueros negros.
– No, gracias, es que… Es solo que… acabo de darme cuenta de que se trata de mi propia ropa.
– Sí, se la trajimos de casa. -El joven le mostró una dentadura tan perfecta que a ella por un instante casi le resultó desagradable.
– Caramba, gracias.
Desde una habitación con las puertas abiertas emergía el laberinto de una música barroca interpretada al piano. Elisa se estremeció.
– A nuestro profesor lo hemos premiado con su hobby favorito… Ya se conocen todos, de modo que no perderemos el tiempo con presentaciones.
Pensó que la afirmación era verdad hasta cierto punto: en aquellas miradas ojerosas y cuerpos fatigados envueltos en bata y pijama o ropa de calle le costaba reconocer a Blanes, Marini, Silberg y Clissot, y supuso que otro tanto sucedería con ella. De hecho, apenas hubo saludos. Solo Blanes (que, por cierto, se había dejado barba) le dirigió una débil sonrisa tras interrumpir el recital.
Dos individuos más entraron mientras ella ocupaba un asiento frente a la larga mesa de centro. Al primero no lo reconoció de inmediato, porque se había afeitado el bigote y su cabello se había quedado completamente blanco. En cambio, al otro lo recordó enseguida: siempre aquel pelo cortado a cepillo, la barbita gris, el cuerpo robusto al que tan mal sentaban los trajes y la mirada de intensa concentración, como si le interesaran muy pocas cosas pero a cada una dedicara una pasión especial.
– Ya conocen a los señores Harrison y Carter, nuestros coordinadores de seguridad -dijo el joven. Los recién llegados saludaron con cabeceos y Elisa les sonrió. Cuando todos se sentaron, el joven hizo una especie de reverencia-. Por mi parte, nada más, salvo que me ha encantado recibirlos aquí. No duden, por favor, en llamarme si necesitan algo antes de marcharse.
Después de que el joven saliera, y tras unos cuantos segundos de miradas y sonrisas, el de pelo blanco se volvió hacia ella.
– Profesora Robledo, me alegra verla de nuevo. Se acuerda de mí, ¿verdad? -Se acordó entonces. Nunca le había resultado simpático aquel hombre, aunque suponía que se trataba de incompatibilidad de caracteres. Le devolvió la sonrisa, pero se abrochó la rebeca sobre la ligera blusa que llevaba y cruzó las piernas-. Bueno, vamos a lo que interesa. Paul, cuando quieras.
Carter parecía traer su discurso en la boca como si fuese agua hirviendo.
– Hoy regresarán a sus domicilios. Lo llamamos «reintegración». Será como si no se hubiesen ausentado: sus facturas han sido pagadas; sus reuniones, pospuestas; sus tareas inmediatas, canceladas sin perjuicio alguno, y sus familiares y amigos, tranquilizados. Las fechas tan especiales en las que se ha desarrollado la operación nos han obligado a utilizar excusas distintas en cada caso. -Repartió un pequeño dossier-. Con esto podrán ponerse al día.
Ella ya sabía que su madre había recibido, dos semanas antes, un mensaje en el contestador en el que ella misma, o al menos «su propia voz», se excusaba por no poder pasar la Nochebuena en Valencia. En el trabajo no había tenido que pedir ningún permiso: contaba con vacaciones legales.
– Desde Eagle Group queremos disculparnos por haberlos hecho pasar las fiestas aquí. -Harrison sonrió como si se tratara de un vendedor pidiendo perdón por un error en la venta-. Espero que sean capaces de comprender nuestros motivos. Aunque sé que han estado recibiendo información durante los últimos días, el señor Carter tendrá mucho gusto en contarles las conclusiones. ¿Paul?
– No hemos encontrado pruebas de que la muerte del profesor Craig se relacione con lo sucedido en Nueva Nelson ni con ustedes -dijo Carter y sacó otros papeles de su cartera-. En cuanto al suicidio de Nadja Petrova, por desgracia, sí creemos que se relaciona directamente con la noticia de la muerte de Craig…
Elisa cerró los ojos. Ya había asimilado aquella horrenda tragedia, pero no podía evitar sentirse afectada cada vez que la rememoraba. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué me llamó y luego hizo eso? Los detalles de aquella llamada no lograba recordarlos bien, pero sí recordaba la angustia de Nadja, lo necesitada que se hallaba de su compañía…
– Por esa razón les advertimos que no se comunicaran entre sí -terció Harrison en tono reprobador, y miró a Jacqueline-. Profesora Clissot, no estoy culpándola de nada. Usted hizo lo que creyó correcto: llamó a la señorita Petrova porque la habían llamado a usted, y quería desahogarse con alguien. Lamentablemente, eligió a la persona equivocada.