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– Date prisa con lo que sea

– Espera un momento, solo… «Oh, puta» -exclamó Nadja en castellano-, la he perdido de nuevo… ¿De qué te ríes?

– «Oh, puta» -dijo Elisa.

– ¿No es una exclamación común en España? -objetó Nadja, distraída. De improviso apretó los puños-. Ah… Ya está. Mira.

Elisa se inclinó y observó la pantalla dividida: a la izquierda, un primer plano bastante nítido de las espantosas facciones de la Mujer de Jerusalén, devoradas hasta extremos inconcebibles, hasta el fondo del cerebro, según creía Elisa, todo el rostro convertido en un cráter sanguinolento. A la derecha, una especie de palos curvos o ramas partidas que solo le resultaban vagamente conocidas debido al brillo enjoyado que las recubría. Fue incapaz de comprender qué quería decir su amiga.

– ¿Y?

– Compara ambas imágenes.

– Nadja, no tenemos tiempo ahora de…

– Por favor.

De repente Elisa creyó comprender.

– Las patas de los dinos… están… ¿mutiladas?

La albina cabeza de Nadja se movía afirmativamente. Se miraron en la penumbra del laboratorio.

– Les faltan trozos, Elisa. Jacqueline cree que se trata de heridas producidas por depredadores o enfermedades. Y entonces se me ocurrió algo. Me parecía absurdo, pero decidí comprobarlo… ¿Ves estas líneas de corte, aquí y aquí? No hay marcas de dientes. Son muy semejantes a estas otras… -Apuntó hacia la cara de la Mujer.

– Tiene que ser una coincidencia, Nadja. Una casualidad, sin más. Una de las imágenes procede del año treinta y tres de la era cristiana, mientras que la otra es de hace ciento cincuenta millones de años…

– Ya lo sé. ¡Solo hablo de lo que veo! ¡Y de lo que tú también ves!

– Yo solo veo una cara destrozada…

– Y las patas de dos reptiles destrozadas…

– ¡No tiene sentido establecer una relación, Nadja!

– ¡Ya lo sé, Elisa!

Por un instante permanecieron mirándose desde muy cerca. Elisa sonrió.

– Creo que estamos perdiendo la chaveta con todo esto. Empiezo a alegrarme de que nos vayamos.

– Yo también, pero ¿no te parece una coincidencia muy rara?

– En todo caso es…

– Te contaré otra coincidencia. -Nadja bajó la voz hasta convertirla en un susurro, pero sus ojos claros y abiertos parecían gritar-: ¿Sabías que Rosalyn también vio al hombre ?

Ella no tuvo necesidad de preguntarle a quién se refería. Se limitó a escuchar, estremecida.

– Una tarde, hace días, la encontré sola en su cuarto y entré a charlar con ella. No recuerdo cómo surgió el tema, creo que hablamos de lo mal que dormíamos, y yo le conté mi pesadilla… O lo que tú crees que fue una pesadilla. Ella me miró y me dijo que unos días antes había tenido un… sueño muy parecido. Se había asustado mucho. Había soñado con un hombre que carecía de rostro y cuyos ojos…

– Cállate, por favor.

– ¿Qué te pasa?

Elisa, de repente, se echó a reír.

– Anoche soñé algo parecido… Dios mío… -La risa se le partió dentro como una cáscara y brotó un llanto denso. Nadja la abrazó.

Ambas muchachas permanecieron juntas, jadeando, los contornos de sus cuerpos dibujados por la luz de la pantalla del ordenador. Elisa sentía miedo: no el temor vago que había experimentado a lo largo del día sino un miedo concreto, real. Yo también soñé con ese hombre. ¿Qué significa esto… ? Miró a su alrededor, hacia las sombras que las rodeaban.

– No te preocupes… -dijo Nadja-. Seguro que tú tienes razón, son pesadillas… Nos hemos influido mutuamente.

Ahora escuchaban voces desde el pasillo del barracón: Blanes, Marini… Era evidente que el éxodo se estaba poniendo en marcha.

En ese instante la puerta que comunicaba ambos laboratorios se abrió bruscamente, asustándolas. Jacqueline Clissot apareció en el umbral, avanzó algunos pasos como si pretendiera cruzar la habitación y se detuvo. A Elisa le llamó la atención su aspecto. Parecía como si Clissot se hubiese arrojado de cabeza, completamente vestida, a una piscina. Pero de inmediato comprendió que la humedad que pegaba su pelo a las sienes, hacía brillar su rostro y empapaba la blusa ceñida formando un cerco entre sus pechos y axilas, no era agua. La paleontóloga sudaba profusamente.

– ¿Has terminado ya, Jacqueline? -Nadja se levantó-. ¿Cómo ha…?

– ¿Habéis visto a Carter? -la interrumpió Clissot con una voz que a Elisa se le antojó demasiado firme-. Lo he llamado por radio dos veces y no contesta.

Las jóvenes negaron con la cabeza. Elisa deseaba conocer la opinión de Clissot sobre el examen del cadáver, pero no tuvo oportunidad de preguntarle nada: la puerta del pasillo se abrió y Méndez les habló en un inglés con acento:

– Lo siento, deben presentarse en la sala de proyección. Los helicópteros están llegando.

– Quiero ver al señor Carter -dijo Clissot. Abrió un contenedor y arrojó dentro una mascarilla de papel-. Es urgente.

Pero Méndez, de improviso, se había transformado en Colin Craig.

– Perdón. ¿Alguien de ustedes ha visto a la señora Ross?

– Quizá esté en la despensa -dijo Elisa.

– Gracias. -Craig esbozó otra sonrisa cortés y desapareció.

– Necesito ver a Carter antes de irnos… -insistió Clissot, dirigiéndose a las dos muchachas-. Si lo veis, decídselo. Voy a buscarle al helipuerto. -Luego siguió los pasos de Craig y desapareció por el corredor.

– Parece nerviosa -murmuró Nadja.

– Todos lo estamos.

– Pero ella no estaba así antes…

Elisa sabía lo que quería decir. Antes de ver a Rosalyn .

– Otra vez con tus fantasías -le dijo. Pero se preguntaba qué podía haber encontrado Clissot en el cadáver de Rosalyn que fuera tan urgente comunicar-. Venga, vamos a dejar esto como estaba…

Mientras ayudaba a Nadja a cerrar el ordenador y guardar los archivos, pensaba que quería marcharse de allí. La isla, de repente, se le hacía insoportable, con aquellas idas y venidas, entradas y salidas de gente, barullo de soldados. Deseaba volver a sentir la soledad de su casa, o de cualquier otra casa.

– Enseguida voy -dijo Nadja-. Me quedan algunas cosas en la habitación.

Se separaron en el pasillo y Elisa se dirigió a la salida. Afuera parecía haber dejado de llover, aunque el día seguía gris. Con todo, le apetecía asomarse al exterior. Los barracones la agobiaban.

Cruzó frente al comedor, y estaba a punto de llegar a la salida cuando oyó los gritos.

Surgían bajo sus pies. Casi los podía sentir percutiendo en las suelas de sus zapatos, como el inicio de un terremoto. Por un instante no comprendió, pero enseguida cayó en la cuenta. La despensa . Corrió al comedor y lo encontró vacío.

O no exactamente: Silberg había llegado primero (quizá ya estaba allí) y se dirigía a la cocina a toda prisa.

El estómago se le convirtió en un puño de piedra mientras seguía al profesor alemán hasta la cámara donde se hallaba la trampilla abierta de la despensa. Silberg se metió por ella y empezó a descender. Al lado de Elisa se materializó una sombra.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Nadja, jadeante-. ¿Quién grita de esa forma?

Silberg se había detenido. La mitad de su cuerpo se hallaba fuera de la trampilla, como si estuviese haciendo cola para poder bajar, o como si contemplara algo que hubiera a sus pies.

Ahora los gritos eran diáfanos, y se mezclaban con toses y jadeos. Al principio Elisa había pensado en la señora Ross, pero se trataba de la voz de un hombre.

Entonces Silberg hizo algo que la dejó horrorizada: alzó su corpachón, subió de espaldas los tres peldaños de la escalera que había bajado y se apartó de la trampilla gesticulando con sus grandes manos mientras sacudía la cabeza.

– No… No… No… -gemía.

Ver a aquel hombre inmenso sollozar como un niño castigado, todo el semblante convertido en una masa de cera, la impresionó más que los gritos. Pero lo que sucedió a continuación resultó peor.

Por la trampilla se alzaron otras manos, enguantadas. Un soldado. No traía casco ni metralleta, pero Elisa lo reconoció enseguida. El joven Stevenson parecía querer escapar de algo: corrió hacia la pared, junto a Silberg, luego hacia la opuesta, tambaleándose como un boxeador que hubiese recibido el puñetazo decisivo del combate. Por fin cayó de rodillas y empezó a vomitar.

La trampilla seguía abierta, negra, paciente, como diciendo: «¿Quién viene ahora?». Una boca sin dentadura que aguardara comida.

Elisa dio un paso hacia ella, y en ese instante alguien la apartó de un empellón.

– ¡No puede entrar! -rugió Carter. Llevaba una pistola en la mano-. ¡Quédese aquí! ¡Quédense todos aquí! -En la otra mano sostenía una linterna encendida, sin duda tanto o más útil que la pistola, porque cuando terminó de bajar la escalera la oscuridad pareció engullirlo.

Ahora había mucha gente en la cámara: otro soldado (era York), de botas y pantalones manchados de barro, intentaba tranquilizar a Stevenson sin resultado; Blanes y Marini discutían con Bergetti… Bajo tierra también había confusión. Elisa distinguió perfectamente la voz de Colin Craig: ¡En la pared! ¿Es que no lo ve? ¡En la pared!

En medio del aturdimiento, le pareció casi seguro que había sido Craig quien había estado gritando todo el tiempo. Rápidamente, tomó una decisión. Esquivó a Nadja y se introdujo en la trampilla. Bajó los primeros escalones maquinalmente.

Punto por punto, escena por escena, mientras descendía, revivió lo sucedido aquella madrugada, el mismo horror de voces y tinieblas, de confusión y sombras. Con una diferencia: en esa ocasión no logró seguir avanzando, pero no debido a ningún obstáculo sino a una visión.

Nunca se le olvidaría. Pasarían los años y seguiría recordando aquello como la primera vez, como si el tiempo, en comparación, no fuese más que un engaño, un disfraz que camuflara un presente constante e inamovible.

Carter se hallaba al fondo, en la cámara de los refrigeradores, y su linterna era la única luz en toda la despensa. Elisa podía ver su silueta recortada contra aquel resplandor. Lo demás, lo que no era la sombra negra de Carter, consistía en un color denso, pastoso, que parecía cubrir por completo las paredes, suelo y techo de la cámara del fondo.

Rojo.

Era como si alguna bestia gigantesca se hubiese tragado a Carter y éste se encontrase en el interior del estómago del monstruo, a punto de ser digerido.

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