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– Igual no va venir -dice Wenceslao.

– Podemos agarrar la canoa y cuando venga Teresa ir los cuatro y buscarla -dice Rogelio.

– Vayan si quieren, pero no va venir -dice Wenceslao.

– ¿No va venir si van sus hermanas a buscarla, el año nuevo? -dice Rosa.

– Ustedes vayan si quieren -dice Wenceslao-, pero yo la conozco y no va venir.

– Que no venga entonces si no quiere -dice Rosa.

– Ella sabrá -dice Rogelio.

Rosa sale.

– Vamos a lo de Teresa -dice Rogelio.

Salen; primero Rogelio y detrás de él Wenceslao. El viejo y la vieja siguen sentados inmóviles, en la esfera de sombra, uno frente al otro con la larguísima mesa gris entremedio, y Wenceslao ve cómo Rogelio turba al pasar el hueco de luz y lo llena por un momento con su cuerpo y después con su sombra y después siente el calor fugaz de la luz al pasar él mismo a través del hueco.

– Hasta luego, papá. Hasta luego, mamá -dice Rogelio.

– Hasta luego -dice Wenceslao.

– Son así, todas son así -dice el viejo.

La vieja ni saluda. Salen de la esfera de sombra y entran en la del sol, amplísima, que la abarca. Sus sombras los preceden, la de Wenceslao rozando los talones de Rogelio y la de Rogelio adelante, sola, estrecha, en reducción lenta. Junto a la puerta de alambre se detienen y Rogelio la abre y salen y después que la vuelve a cerrar siguen caminando a la par con pasos largos pero lentos debido a que sus pies se hunden en la arena dejando huellas profundas. Al sol el calor castiga mucho más. Van caminando sin hablar, separados uno del otro pero a la par, con ritmo análogo, mientras las sombras se quiebran y se rehacen locas pero rígidas sobre la superficie arenosa llena de pozos y de turgencias que se deshacen bajo la presión de los cuerpos. A cien metros de la casa doblan a la derecha, hacia un montecito de espinillos atravesado por un sendero angosto, blanco, flanqueado por pastos verdes y unos yuyos de un verde agrisado y terroso que crecen en matorrales entre los árboles. El montecito está lleno de pájaros. Wenceslao queda otra vez atrás pero ahora su sombra no roza los talones de Rogelio porque las sombras van a los costados de los cuerpos, sobre el pasto y los yuyos polvorientos, paralelas, ágiles. Wenceslao ve la espalda firme de Rogelio y el sombrero de paja que se mantiene en equilibrio rígido sobre su cabeza y cómo la nuca de Rogelio comienza a enrojecer y a brillar húmeda en las proximidades del cuello. Aparte del canto de los pájaros no se oyen más que los chasquidos de las alpargatas contra la tierra dura y un tintineo de monedas en el bolsillo del pantalón de Rogelio. Wenceslao siente que su frente comienza a sudar y se pasa el dorso de la mano por ella: ahora estará sentada bajo el paraíso, sentada bajo el paraíso, cosiendo todavía, o habrá entrado al rancho o a la cocina, o estará parada cerca de la mesa, sola, con su vestido negro descolorido, o sentada bajo el paraíso, tranquila y sola, ensimismada en la memoria de un muerto. En el montecito de espinillos los pájaros cantan y vuelan de árbol en árbol o alrededor de un mismo árbol, saliendo bruscos de entre las ramas al aire y volviendo a sumergirse en ellas con la misma rapidez. Después de casi trescientos metros el montecito termina y desembocan en un gran claro cuadrangular de pasto verde sobre el que cae el sol a pique y en el que no se ve un solo árbol: lo único que rompe la monotonía verde del claro es el senderito que lo cruza en diagonal y desaparece entre el pasto y los matorrales. Comienzan a atravesar el claro en diagonal, por el sendero ahora recto que no les permite avanzar más que en fila india y ahora sus sombras se han corrido ligeramente hacia atrás, dado el pequeño viraje hacia la izquierda que han hecho para cruzar el campo. El sendero, que desde lejos parecía borrarse y desaparecer, no hace más que internarse con firmeza frágil por entre matorrales y yuyos y emerger una y otra vez blanco y duro bajo los pies de Rogelio y Wenceslao, que ya buscan por hábito los trechos menos accidentados. El sol sube: ahora Wenceslao siente un ardor atenuado y difuso que cambia de intensidad en cada una de las partes de su cuerpo: es más violento en la cara que en las partes cubiertas por la camisa o el pantalón. No han cruzado una sola palabra en todo el trayecto; de un modo gradual, Rogelio comienza a jadear. Su cuerpo enorme se bambolea a cada paso. En este momento, la porción de sendero por la que ellos han pasado, a través del montecito, está vacía; y el sendero en diagonal que cruza el claro cuadrangular va quedando vacío también a medida que ellos avanzan. Después lo recorrerán en sentido inverso y lo irán llenando otra vez y lo irán dejando vacío otra vez hasta que lleguen por fin a la casa y esté completamente vacío; pero antes lo llenarán Teresa o la Teresita: lo irán llenando a medida que avancen por el sendero y lo irán dejando vacío hasta que esté por fin completamente vacío.

Dejan atrás el claro y desembocan en un ancho arenal rodeado de árboles y maleza que cercan y casi cubren un rancho precario hecho de lata y madera y paja y barro, las paredes apuntaladas por unos troncos vastos. No se ve a nadie. Se aproximan a la construcción.

– Agustín -llama Rogelio.

El Ladeado aparece de golpe, desde detrás del rancho.

– Mi papá fue al almacén, tío -dice.

– ¿Y Teresa? -dice Rogelio.

Una mujer rotosa y sucia sale del rancho. Es flaquísima y está descalza.

– Buen día -dice.

– Qué decís, Teresa -dice Rogelio-. Manda decir tu hermana si no podes ir ayudarla con la comida para ahora el mediodía. Y si no que mandes a la Teresita.

– Voy, cómo no -dice.

– ¿Y Agustín? -dice Wenceslao.

– Ha de estar en el boliche -dice Teresa-. Recién salió.

Una chica de unos doce años, flaca como su madre e idéntica a ella, tan rotosa, sucia, flaca, negra y seria como ella, sale del interior del rancho y se para junto a su madre, sin decir palabra. La mujer la mira.

– Salude a los tíos -dice.

– Buen día -dice la chica.

– Cómo te va, Teresita -dice Wenceslao.

Rogelio le pasa la mano por la cara. El Ladeado mira al grupo desde lejos, con atención intensa y cuidadosa.

– ¿Los muchachos están en el criadero? -pregunta Rogelio.

– Sí -dice Teresa.

– Hay que avisarles que vayan a comer a casa también -dice Rogelio.

Aunque hablan con la mujer y sonríen a las criaturas, Rogelio y Wenceslao parecen mantenerse a distancia. La construcción precaria del rancho está casi ahogada de maleza y rodeada de suciedad. Un perro de policía, enorme, flaco, sucio y serio como la mujer y la nena, los mira de entre los matorrales. A dos metros de la entrada del rancho hay un montón de basura. El perro sale de entre la maleza y empieza a escarbar la basura, volviendo de vez en cuando la cabeza hacia el grupo con aprensión y resentimiento.

– Nosotros le avisamos a Agustín porque ahora vamos para el almacén -dice Rogelio-. Manda al chico al criadero para que le diga a los muchachos.

– Bueno -dice la mujer.

– Han de ser ya las diez -dice Rogelio.

– En seguida voy -dice la mujer-. En seguidita.

Dejan atrás también el rancho y ahora caminan a la par por el arenal rodeado de árboles; hay algarrobos y espinillos y curupíes y también paraísos. La luz del sol atraviesa sus copas. Wenceslao mira el cielo y ve el sol, pero desvía rápido la mirada porque el disco incandescente destella arduo y amarillo. A mediodía estará en lo alto del cielo, porque sube despacio, sometiendo a las sombras a una reducción lenta; por un momento permanecerá inmóvil en lo alto, el disco al rojo blanco y lleno de destellos paralelo a la tierra y sus rayos verticales chocando contra las cosas, penetrando con incisión sorda la materia que cambia en reposo aparente; la luz llevará por el aire el reflejo de los ríos y de los esteros y lo proyectará sobre el camino de asfalto que corre liso hacia la ciudad creando ante los ojos de los viajeros espejismos de agua.

Entre silencios intermitentes las voces resonaban agudas y rápidas, pueriles, elevándose por encima de las cabezas ensombreradas o desnudas, enredándose y repercutiendo en la fronda fría de los paraísos y de los algarrobos plantados en semicírculo en el patio delantero del almacén. Los caballos atados a los árboles permanecían quietos, bajo la sombra, sin una mata de pasto para tascar, sacudiendo de vez en cuando la cabeza para espantar las moscas monótonas que les zumbaban alrededor.

Salas el músico levantó el vaso de cerveza y se mandó un trago.

– No ha sido la peor -dijo.

– La peor ha sido la del sesenta te digo -dijo el otro Salas.

No eran ni parientes lejanos, pero se parecían tanto uno al otro que eso en el fondo los irritaba y siempre los hacía discutir. Tenían el mismo bigote negro, el mismo pelo oscuro, la misma nariz afilada, los mismos pómulos salientes por encima de las mejillas hundidas y la misma piel tostada y endurecida por años de intemperie. Los otros tres los contemplaban.

– Qué va ser -dijo Salas el músico-. La peor fue la del cinco, que no la vio ni vos ni ninguno de los que están aquí presentes. El finado mi abuelo me sabía contar que una noche se acostó con el agua a una cuadra y que amaneció inundado.

– ¿Y la del sesenta, que se llevó terraplén y todo? -dijo el otro Salas, mirando a los tres oyentes con los ojos muy abiertos, para ganárselos a su favor.

– Todo esto que se ve ahora, en la del cinco era agua -dijo Salas el músico, abarcando con un ademán vago todo lo que los rodeaba. Pareció dotar de vaguedad a su ademán de un modo deliberado, como si esa vaguedad diese un aire más preciso de inconmensurabilidad a lo que estaba señalando.

– Yo he visto con mis propios ojos las lanchas que iban de Helvecia a la ciudad navegando por donde antes había estado el terraplén -dijo el otro Salas.

– Qué lo parió -dijo con admiración reflexiva el más joven de los tres que escuchaban. Tenía una camisa colorada y una cara seria y angulosa y era el dueño de la motocicleta cuyas partes niqueladas refulgían al sol.

– Sí -reconoció Salas el músico-. Fue muy brava. Pero la del cinco fue peor. Cómo habrá sido, que cuando mi abuelo murió el último pensamiento que tuvo fue para la inundación.

El otro Salas se echó a reír. Sus dientes brillaban, limpios, blancos y regulares. Salas el músico lo contempló, entrecerrando los ojos. Sus labios cerrados y apretados bajo el bigote negro impedían ver lo idénticos que eran sus dientes a los del otro. El otro Salas tomó cerveza y el de camisa roja lo imitó, encendiendo después un cigarrillo. No convidó. Se limitó a dejar el paquete sobre la mesa y a encender un fósforo con la uña, aplicando después la llama al cigarrillo que colgaba de sus labios oscuros y estriados. Excepción hecha del otro Salas, ninguno más se rió. Se quedaron callados, serios y retraídos, tomando de vez en cuando un trago de cerveza.

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