Amanece
y ya está con los ojos abiertos
Más que el ladrido de los perros, o el canto de los gallos, que viene desde muchas direcciones, o el de los pájaros excitados por el alba que recorren con vuelo afiebrado y en bandadas los árboles de la isla, ha escuchado primero que nada la respiración de ella que ha parecido, durante treinta años, despertar cada mañana una fracción de segundo antes que él, y después se ha levantado, se ha vestido, ha dejado moviéndose detrás, después de sacudirla al atravesar el hueco que separa el dormitorio de lo que ellos llaman el comedor, la cortina de cretona descolorida, ha orinado largamente en el excusado y la ha visto llegar desde el rancho en dirección al excusado, ha estado oyendo durante unos minutos el chasquido del peine al pasar una y otra vez por su cabello áspero, ha intentado convencerla de que debe dejar atrás el tiempo del luto, sabiendo desde antes de comenzar a intentarlo que no lo logrará, le ha parecido oír, en el silencio de la mañana soleada, la explosión de la zambullida y el ruido complejo y profundo de las brazadas, le ha parecido, mientras comía la primera breva, "atrás", durante unos segundos, que ella hablaba sola, y en seguida, durante unos pocos segundos más, que la voz del Ladeado era otra voz, ha comido su segunda breva después de reconocer la voz del Ladeado, ha atravesado el río en la canoa amarilla, ha visto las postas del enorme surubí despedazado por Rogelio, ha avanzado por el camino blanco en dirección al almacén de Berini, el camino sobre el que la luz del sol rebotaba astillándose y formando un enorme círculo blanco, ceniciento, que manchaba el cielo, el camino, el campo, ha tenido, mientras caminaba, la impresión de no avanzar cuando sus pies se hundían en el colchón de polvo arenoso, ha visto venir por el camino, por encima de la cabeza del viejo, sentado en la otra punta de la mesa, las tres manchas -azul, verde, colorada-, como empastadas contra un horizonte de árboles calcinados, despegándose gradualmente de ellos, ha estado parado de espaldas a la pared blanca, sobre la que se concentraba la luz, al lado de Agustín, enfocados por la cámara fotográfica de la Negra, ha presenciado una discusión brevísima entre la Negra y Agustín, ha visto, echado en el pasto, antes de ponerse el sombrero de paja sobre la cara para protegerse de la luz, el círculo de las copas de los árboles que nadie plantó nunca dejando ver un círculo de cielo azul y los destellos que resbalaban y cómo chisporroteaban sobre las hojas, se ha despertado completamente mojado, empapado en sudor, oyendo voces confusas y ruidos de agua y de ramas, ha abierto, en la garganta del cordero, un hueco, una herida que se ha cerrado sobre la hoja del cuchillo dejándola, por un momento, adentro, ha puesto bajo el chorro de sangre la palangana, ha terminado de cuerear y de vaciar el cordero con los brazos llenos de sangre, ha tenido la impresión, al tocar el agua del río por primera vez con su cuerpo, al hundirse en ella, de haberse zambullido en el río un poco antes, ese mismo día, ha visto levantarse una columna barrosa del lecho del río, en el fondo, deslizándose como ciego y como sordo, en un silencio plagado de un rumor lento y monótono, del que no ha sabido si era la fuente o el destinatario, hasta que ha reaparecido por fin a la superficie como en una suerte de irrupción brutal, recuperando el borde chato y amarillo de las islas y su vegetación polvorienta, ha fumado un cigarrillo en la costa mientras se secaba, ha encendido el fuego, puesto el cordero y sus órganos a asar, ha marchado por el camino recto, después de atravesar el gran claro en diagonal, hacia el almacén de Berini, el camino sobre el que se proyectaban, en el atardecer, sus dos sombras largas y azuladas y por el que cruzaban sulkys, caballos que iban y venían del almacén llevando gente atareada en las compras para la noche, ha comenzado a oír, desde mucho antes de llegar al almacén, la música del acordeón del ciego Buenaventura y después, desde más cerca, la de la guitarra de Salas el músico que lo acompañaba, ha oído el resonar y el repercutir de las bochas contra los tablones de madera en el fondo de la cancha, ha comprado cigarrillos después de haber acabado el paquete de importados que le ha ofrecido la Negra, se ha atragantado con el primer pedazo de cordero poniéndose de pie y viendo durante un momento todo turbio, con los ojos llenos de lágrimas, ha dejado resbalar, una y otra vez, la mirada sobre las caras de sus parientes sentados alrededor de la mesa, ha conversado con Rogelio durante la comida de la posibilidad de sembrar arvejas el año próximo y melones para el otro verano, ha asistido, en silencio, en un intervalo del baile, a una discusión entre el ciego Buenaventura y el otro Salas, oyendo afirmar al otro Salas su confianza en Dios y en la otra vida y al ciego Buenaventura, sacudiendo muchas veces la cabeza y mirando, según su costumbre, a ninguna parte, y a nada en particular, que no hay más vida que ésta que todos vivimos, llena de lágrimas, sin ningún plan ni dirección, y que después de la muerte no hay nada, pero nada, pero nada, oyendo repetir muchas veces al ciego, serio y solemne, acompañándola cada vez con un sacudimiento de cabeza, la misma frase seca, convencida y como retobada, se ha despedido de sus parientes llevando un paquete de huesos envueltos en papel de diario y un plato cubierto con un repasador conteniendo un pedazo de cordero para ella, ha atravesado, remando plácido, el río, sin pensar en nada, sin oír nada, sin sentir nada, y sobre todo, sin recordar, como si estuviese flotando impalpable, en una dimensión por un momento más alta que la de todos sus días, no tan alta como para producirle algún vértigo, pero sí lo bastante como para impedirle ser consciente de ella, como para flotar por encima de la muerte, del sol, de la memoria, ha tocado la costa con la proa de la canoa y al poner el pie en la tierra ha vuelto a oír la música viniendo del otro lado del río, apagada, el rumor de los remos instalado, y como acumulado, en el recuerdo, actualizándose antes de desaparecer, su respiración, y, sobre todo, y otra vez, la explosión de la zambullida y el ruido complejo y profundo de las brazadas, ha subido, en medio de ese rumor, la barranca, el caminito de arena, llegando al patio delantero en cuya penumbra lila ha visto recortarse, a la luz de la luna, la copa redonda del paraíso y en el que el Negro y el Chiquito, excitados ya desde unos momentos antes al olfatear su proximidad y la de la carne y los huesos, han comenzado a saltarle encima y a girar incansables a su alrededor, ha dejado el plato con la carne en la mesa de la cocina, moviéndose en la oscuridad, ha abierto el paquete de huesos y ha sacado unos cuantos para tirárselos a los perros, atrás, cerca del excusado al que ha entrado para orinar oyendo, al terminar, el ruido de los dientes roer los huesos en la proximidad del excusado, ha avanzado despacio entre los árboles del fondo y se ha parado cerca del limonero real, pleno en toda estación, emitiendo un resplandor de entre su fronda densa, intrincada, lleno de flores blancas que florecen y caen con tanta continuidad que siempre está lleno de ellas, siempre el suelo a su alrededor está cubierto por sus pétalos blancos, recién desprendidos algunos, otros medio podridos, otros secos, otros pulverizándose para mezclarse con el aire y con la tierra, y siempre el espacio entre las ramas y el suelo atravesado por la lluvia blanca, espaciada, de los pétalos suspendidos en el aire, el limonero de hojas duras y laqueadas, oscuras en el anverso y de un verde más claro en el reverso, de grandes limones amarillos, de botones tensos y apretados a punto de reventar, de limoncitos verdes que se confunden entre las hojas, ha estado parado un momento cerca del árbol, que es más grande que él, que lo ha precedido y que lo sobrevivirá, ha vuelto a caminar en dirección al rancho entre la indiferencia de los perros que roen, ávidos, sus huesos, sintiendo el cuerpo empapado, la camisa hecha sopa pegada a la espalda, ha atravesado en la oscuridad lo que ellos llaman el comedor, la cortina de cretona descolorida que separa lo que ellos llaman el comedor del dormitorio, ha entrado en el dormitorio, ha comenzado a desvestirse viendo, a la claridad exigua que entra en el recinto por las rendijas del ventanuco de madera, los contornos de la cama, del arcón, el bulto confuso del cuerpo de ella tirado en la cama, el cuerpo que simula dormir, que se mueve para mostrar, paradójicamente, que no está ahí, ha dejado la ropa sobre una silla de paja y se ha estirado en la cama, suspirando, sin cubrirse, empujando más bien, con los talones, la sábana hacia el pie de la cama, ha cerrado los ojos y ha vuelto a abrirlos, varias veces, viendo de un modo cada vez más nítido el contorno de los muebles, del bulto inmóvil que vigila, esperando, el bulto que no descansará realmente hasta que él no esté, por fin, completamente dormido, ha cerrado los ojos por última vez, dejando que el enjambre de sus visiones, de sus recuerdos, de sus pensamientos, vuelva, gradualmente, y sin orden, a entrar, de nuevo, al panal, merodeando primero alrededor de la boca negra, entrando por grupos que se desprenden de la masa compacta, homogénea, de puntos negros que giran sin decidirse a entrar, hasta que van quedando, en el exterior,
cada vez menos, dispersos, revoloteando sin orden, entrando y volviendo a salir, caminando, con sus patas frágiles, peludas, sobre el marco pétreo de la abertura, indecisos, y cuando queda por fin el espacio vacío, sin nada, hay todavía algo que sale, bruscamente, de la boca negra, sin dirección, y vuelve, con la misma rapidez, a entrar, ha dormido respirando y roncando, moviéndose en la cama y haciéndola crujir, algunas horas, y ahora, en medio de un rumor de viento y de lluvia, sabiendo que ella, como todas las mañanas, se ha despertado una fracción de segundo antes que él, está sentado en la cama, el corazón latiéndole de un modo violento, en el recinto incoloro, porque amanece, con los ojos abiertos.
Amanece
y ya está con los ojos abiertos