Wenceslao comienza a arrancar limones, cuidando de no sacudir de un modo demasiado violento las ramas; como el humo del cigarrillo le da en los ojos, los entrecierra y echa para atrás la cabeza. Cada vez que el tirón con que Wenceslao arranca un limón sacude las ramas, algunos pétalos blancos caen lentos al suelo. El limonero real está siempre lleno de azahares abiertos y blancos, de botones rojizos y apretados, de limones maduros y amarillos y de otros que todavía no han madurado o que apenas si han comenzado a formarse. Desde que lo recuerda, Wenceslao lo ha visto siempre igual, pleno en todo momento, con ese resplandor blanco nimbándolo, el punto más alto de su ciclo en los grandes limones amarillos, los botones tensos y apretados a punto de reventar, los limoncitos verdes confundiéndose entre las grandes hojas, oscuras en el anverso y de un verde más claro en el reverso. Wenceslao deposita con cuidado en el interior del bolso de paja los limones que va arrancando, hasta que lo llena. Con el último limón que arranca y guarda en el bolso, tira el cigarrillo -no lo ha retirado una vez sola de los labios entreabiertos- que ha estado haciéndole guiñar los ojos y echar atrás la cabeza. El árbol sobrepasa mucho en altura a Wenceslao y vivirá más que él. Acomoda los limones dentro del bolso y va a dejarlo bajo la parra, en el suelo; el Negro y el Chiquito ronronean y se muerden uno al otro, con suavidad, el cuello, el hocico y las orejas, rodando por el suelo. Wenceslao atraviesa otra vez la arboleda y se dirige a lo que ellos llaman "la higuera del fondo". Es un árbol tan grande que sus ramas deformes, cargadas de hojas ásperas y grises, van a caer más allá del tejido, en el campo inculto que rodea el terreno. Contra el tronco principal, grueso y gris, del que parten dos ramas gruesas y redondas como las piernas separadas de un contorsionista puesto cabeza abajo, se apoya una caña larga que remata en la punta en un gancho de alambre. Wenceslao recoge la pértiga, atraviesa con ella la fronda espesa de la higuera, y engancha una breva amarilla semioculta entre las hojas, sacudiéndola con suavidad hasta desprenderla de la rama y hacerla caer. La breva no llega al suelo porque Wenceslao la espera con la mano abierta, elevada, para reducir el trayecto de la caída y hacerla menos violenta. Recibe la breva en la mano y deja la pértiga apoyada contra el tronco gris del árbol. Pela la breva y se la come. Mientras tritura con los dientes la pasta dulce de la breva, sin mirar a ninguna parte, Wenceslao se acomoda una y otra vez el sombrero de paja en la cabeza. Después deja de masticar y con la boca abierta trata de escuchar, inclinando la cabeza hacia el patio delantero. Le parece oír voces, de un modo vago: la de ella y otra voz que no alcanza a distinguir todavía muy bien. Corta una hoja de la higuera y se limpia las manos con ella. Las voces van haciéndose cada vez más nítidas y suenan apacibles en el silencio soleado.
El Ladeado bufó, para sí mismo, resopló, frunciendo los labios y estirándolos otra vez al apretar los dientes podridos. Su sombra flaca y torcida se proyectaba sobre la canoa y se torcía más todavía al quebrarse sobre el borde de la canoa y continuar proyectándose en el río. Estaba parado en el centro de la canoa y hundía la pala del remo en el fondo del río para acabar de alcanzar la orilla. La superficie del río estaba tan quieta que, al deslizarse, la canoa amarilla dejaba una especie de huella, una estela de surcos paralelos que apenas si se ensanchaba y que no terminaba nunca de borrarse. Hasta la sombra ladeada del tripulante parecía dejar huella. El Ladeado parpadeaba de un modo continuo debido a los efectos del sol, parpadeaba con un ritmo furioso, se abandonaba al parpadeo para no distraerse de su controversia. Al hundir en el agua la pala del remo, presionar con ella en el lecho barroso del río y darle envión, sacando después el remo, el Ladeado efectuaba una serie de movimientos con el cuerpo, movimientos a los que la costumbre había terminado por otorgarles una armonía propia. En esa armonía, el esfuerzo constante por mantener el equilibrio no producía ninguna disonancia.
– Tío me va decir -dijo el Ladeado.
Cuando la fuerza de su pensamiento era demasiado violenta, el Ladeado recurría a la palabra para disminuir la presión: pensaba en voz alta y el pensamiento, aunque no dejaba de estar presente, se hacía invisible, oculto por la palabra que al mismo tiempo delataba su presencia, como esos vidrios tan limpios que no se hacen visibles más que por el reflejo de la luz sobre ellos.
– Tío sabe -dijo el Ladeado, sacudiendo la cabeza.
Entre las orillas, la franja estrecha del río era como una presencia espléndida, pero sin vida. Ni siquiera parecían tener vida la canoa y su estela, ni el chico de once años que la conducía, a pesar de los movimientos -armónicos en medio de su torpeza- que hacía al hundir y sacar los remos del agua. El Ladeado bufó y resopló, frunciendo los labios y parpadeando fuerte. Su parpadeo tenía vida, pero su vocecita hosca y dubitante tenía menos vida que el canto enloquecido de los pájaros repercutiendo en la orilla a la que se estaba acercando y resonando apagado en la orilla desde la que el Ladeado había salido con la canoa amarilla.
– Tío le va decir a él -dijo el Ladeado.
En la orilla el río tenía algo de vida. La rama del sauce bajo el cual permanecía la canoa verde del tío Layo tocaba la superficie del agua y producía unas arrugas fugaces en la superficie. La sombra del sauce oscurecía el agua; y al chocar contra el costado de la canoa verde del tío Layo la corriente imperceptible se podía percibir en las ondas crespas, delgadas, que se formaban contra la canoa y se iban alejando de ella como repetidas y haciéndose cada vez más lisas a medida que se alejaban. El Ladeado estuvo dando impulso a la canoa con el remo único hasta que la proa chocó contra la orilla y empezó a oscilar con suavidad, como un péndulo, con la proa fija contra la orilla. El Ladeado dejó el remo dentro de la canoa y se inclinó bufando y resoplando, en el punto más alto de su controversia, para recoger la cadena. Si el remo había tenido dos veces su estatura, la cadena tenía tres veces su longitud. El Ladeado saltó de la canoa a la orilla arenosa llevando la cadena y clavó la cuña de hierro cerca del tronco del sauce inclinado hacia el río. La canoa amarilla, a diferencia de la canoa verde que estaba cubierta por la fronda fina del sauce, apenas si aprovechaba una parte de la sombra. El Ladeado fruncía las cejas espesas y los labios oscuros para resoplar, sin oír el canto de los pájaros. Pegó un último tirón a la cadena trayendo la canoa más hacia la orilla y se incorporó, el cuerpito torcido hacia la derecha, la cabeza tiesa y medio inclinada hacia el hombro derecho. De esa manera, el brazo izquierdo parecía más corto. Comenzó a subir por la pendiente suave de la barranca, el costado derecho del cuerpo echado un poco hacia adelante, para mantener mejor el equilibrio. Su sombrita torcida lo precedía. El senderito de arena que se abría en la cima de la barranca, tortuoso y amarillento, conducía a la casa del tío Layo deslizándose entre unos espinillos raquíticos que se agolpaban a sus costados. Las alpargatas rotosas del Ladeado, agrisadas por la pérdida de color, dejaban unas huellas profundas sobre la arena. La controversia decrecía a medida que avanzaba por el sendero de arena y el Ladeado frunció mucho más las cejas negras ahora que la ausencia de la palabra había instalado otra vez el pensamiento en el centro de su mente, haciéndolo visible; cuando dobló la última curva suave del senderito de arena, estuvo por fin frente a la puerta de alambre. En el fondo podía verse el frente del rancho y, más chico, el de la cocina, unida al rancho por el techo angosto de troncos y paja; detrás del rancho asomaban inmóviles y compactas las copas de los árboles más altos que llenaban de sombra el patio trasero. Y por delante del rancho, en el centro del patio delantero, ella, cosiendo junto a la mesa, bajo la sombra del paraíso. El Ladeado abrió con trabajo la puerta de madera y tejido y cerrándola detrás suyo penetró en el patio. Se quedó parado junto a la puerta, mirándola. Permaneció así un momento, sin parpadear; verla sentada bajo el paraíso le había borrado de la mente todo pensamiento. Nada más que ella parecía ser visible: ni el paraíso, ni la mesa, ni el rancho, ni el pensamiento. El Ladeado parpadeó recién cuando ella alzó la cabeza y lo vio.
– Entra, Agustín -dijo ella.
El Ladeado avanzó. Ella volvió a inclinar la cabeza sobre la costura, sonriendo con una dulzura distraída. -Buen día -dijo. -Buen día -dijo el Ladeado.
Ella hilvanaba una franja negra en el borde superior del bolsillo de una camisa del tío Layo. Ella le preguntó por su papá y su mamá.
– Dice el tío Rogelio que tiene unos pescados para ahora el mediodía -dice el Ladeado.
– Tu tío estaba por ir -dijo ella. Suspiró. El Ladeado parpadeó varias veces, mirándola, pero ella no parecía ahora saber que él estaba ahí, parecía no saber ella misma que estaba ahí, que estaba. Estaba en otra parte, no se sabía en dónde.
– ¿El tío está? -dijo el Ladeado.
– Está atrás -dijo ella, sin siquiera mirarlo y sin sonreír.
El Ladeado se sentó, apocado. Su cuerpo torcido parecía mucho más torcido todavía en la silla. Ahora que sabía que el tío estaba atrás, y ahora que ella se había ido otra vez, el pensamiento había vuelto a instalarse de nuevo en su lugar, y no estaban más que él, el Ladeado, y el pensamiento. Después oyó los pasos del tío Layo que chasqueaban sobre el piso de tierra y se dio vuelta: el tío Layo venía limpiándose las manos con una hoja de higuera.
– Qué decís, Ladeado -dijo el tío.
– Dice el tío Rogelio que tiene unos pescados para ahora el mediodía, tío. Que vayan con la tía -dijo el Ladeado.
– No le digas Ladeado, pobrecito -dijo ella, sin levantar la cabeza, volviendo de donde estaba-. Se llama Agustín, no Ladeado, pobrecito.
El tío Layo se volvió hacia ella.
– ¿Querés que vamos a lo de Rogelio? -dijo.
Ella ni siquiera levantó la cabeza.
– No -dijo-. Hoy no.
El tío Layo suspiró.
– Vamos, Ladeado, vení, vamonos -dijo.
La canoa amarilla va dejando una estela suave detrás suyo, una estela que va ensanchándose a medida que se aleja de la canoa. El filo de la proa corta despacio el agua que parece estar formada por dos capas de materia y textura, y hasta dirección diferentes: una capa tensa, cristalina, una película rígida extendida sobre la superficie, inmóvil, y debajo una turbulenta e informe masa de agua marrón en movimiento espurio y perpetuo.