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Había una vez un nene que se llamaba Wenceslao. Su papito era pescador, y vivían en una casita preciosa a la orilla de un río. En ese país el río tenía muchas, pero muchas orillas, y no dos, como en otros países, porque el río era muy ancho y estaba lleno de islas en el medio.

Un día en que había mucha niebla el papito de Wenceslao llevó al nene a una de las islas ¿no? a cazar nutrias. Como no se veía nada, el nene se asustó mucho, pero después salió él solo, y volvieron a ir muchas veces a esa isla hasta que se quedaron a vivir allí. Cazaban y pescaban, y después iban al pueblo a vender lo que recogían.

La dueña de la isla ¿no? era una viuda muy rica y muy buena. Era una señora muy, pero muy piadosa que iba todos los días a misa y que tenía dos nenes mellizos. Cuando el papito de Wenceslao se hizo viejo, vino un ángel muy hermoso y se lo llevó al cielo. Wenceslao, que había crecido y aunque era hijo de un pobre pescador era bello como un principito, le pidió permiso a la viuda y se quedó a vivir en la isla. Era un muchacho honrado y laborioso.

La casita en la que vivía, aunque humilde, era preciosa y aseada. Tenía su huerto y su jardín. Entre los árboles del huerto había un limonero real. La gente de la comarca decía que era un árbol milagroso, porque daba muy buenos frutos, tanto en invierno como en verano, y nunca se secaba. Siempre estaba florecido. En la comarca decían que el papito de Wenceslao lo había encontrado en la isla y que a causa del árbol había construido allí su morada (su morada, que quiere decir una casa).

Como ya era un hombre hecho y derecho ¿no? Wenceslao decidió que había llegado la hora de buscar esposa. Nadie en la comarca se explicaba cómo un joven tan agraciado seguía siendo todavía soltero. Wenceslao decidió consultar a la viuda, que conocía a todas las muchachas casaderas de la comarca, y que podía aconsejarle una buena esposa.

Vino a suceder ¿no? que otros dos muchachos de la comarca se hallaban también para esa época en situación de buscar esposa. También ellos fueron a consultar a la viuda. Uno se llamaba Rogelio y el otro Agustín. Los dos trabajaban en el pueblo. Como los tres habían ido a hablar con la viuda el mismo día, ésta, que quería mucho a Wenceslao, pero que quería también conformar a los tres muchachos, debió reflexionar mucho antes de resolver tan difícil situación. Por fin recordó que en una comarca vecina vivía un pescador anciano y honrado, que tenía tres hijas a las que quería ver casadas cuanto antes.

Al día siguiente, mandó la viuda un mensajero al buen viejo. Grande fue la alegría del viejo al saber que tan piadosa señora había encontrado tres candidatos para sus hijas. Con el mismo mensajero mandó decir que recibiría a sus futuros yernos con gran beneplácito, y preparó una gran fiesta. Cuando los tres jóvenes llegaron pocos días después, los esperaba una mesa servida con los más exquisitos manjares. Aunque modesta, la casa del viejo era preciosa y aseada, ya que a su arreglo contribuían no poco sus tres hijas, bellas como tres princesitas.

Como era Wenceslao el mayor de los tres jóvenes, fue la mayor de las hijas la que le tocó en suerte. Agustín se casó con Teresa, la segunda, y Rogelio con Rosa, la menor. Las tres eran morenas, graciosas de ojos negros, y larga cabellera color azabache (que es una cosa de color negro). Las bodas se celebraron juntas el mismo día. El buen anciano no cabía en sí de contento. Al poco tiempo, como premio a su larga y honesta vida, vino un hermoso ángel y se lo llevó al cielo.

Wenceslao y su bella esposa fueron el primer tiempo muy felices. Vivían en la preciosa casa de la isla y sus días pasaban apaciblemente. Tan hacendosa como bella, la hija del viejo pescador era una excelente mujer, llena de buenas cualidades. A la pesca y a la caza, abundantes, Wenceslao sumaba el producto de las cosechas anuales, que compartía con sus parientes. De este modo, nada faltaba a su familia y vivían sin estrecheces.

Una nube vino sin embargo a empañar esa perfecta felicidad. El buen pescador y su esposa deseaban fervientemente un heredero, pero por mucho que rogaban al cielo, el tiempo transcurría sin que obtuviesen la respuesta deseada. No se resignaban, sin embargo, y redoblaban sus ruegos plenos de confianza. Tres años habían ya pasado desde el día de la boda sin que el cielo colmase sus anhelos.

Cuánto mayor sería la decepción del buen pescador y su esposa al ver que sus parientes parecían recibir en abundancia el don que a ellos se les negaba. Agustín y Teresa habían recibido la visita de la cigüeña, que les había dejado ya una preciosa niña, bella como una princesita, y un robusto varón que hacía las delicias de sus padres. Rogelio y Rosa también habían recibido la visita de la cigüeña: desde hacía un año, su hogar se alegraba con la presencia de una niña hermosa y llena de salud, que murió un poco más tarde.

Bueno. Desesperaban ya los nobles esposos, cuando vino a suceder que un día en que estaba pescando, Wenceslao se quedó dormido, y fue despertado por un murmullo que venía desde el agua. Al abrir los ojos vio frente a sí una hermosa Ondina (que son unos espíritus que viven en las aguas). La Ondina lo miraba bondadosamente, sonriéndole, y por fin le dijo: "Yo soy el espíritu de las aguas. No temas. Si cumples con tus deberes como has venido haciéndolo hasta ahora y realizas tres buenas acciones antes de la medianoche de mañana, para el año próximo tus deseos serán colmados". Luego de esto, la Ondina desapareció entre las aguas.

El pescador se fue corriendo, corriendo a su casa, para comunicar a su mujer la buena nueva. La encontró bordando en el jardín. Al conocer la aparición de la Ondina y sus palabras, la buena mujer comenzó a batir palmas (que quiere decir golpear las manos, aplaudir) y a llorar de felicidad. "Debes ir hoy mismo al pueblo. Allá encontrarás gente necesitada de ayuda y podrás realizar las tres buenas acciones", le dijo a su marido. Le preparó un paquetito con ropa y comida y el noble pescador salió para el pueblo, al que llegó de noche. Hizo nono en un hotel y a la mañana siguiente, bien tempranito, ¿no?, se fue a la plaza del mercado, donde había mucha gente, a ver qué buena acción podía realizar. Ya había pasado más de una hora, sin que se le presentase ninguna ocasión, cuando de pronto vio pasar corriendo a un hombre y detrás a otro que lo perseguía gritando: "¡Al ladrón! Al ladrón". El buen pescador se puso a correr en su ayuda, y pronto alcanzó al amigo de lo ajeno que ya ganaba las afueras del pueblo. Fuertemente sujeto lo presentó a su perseguidor, quien exclamó: "Aprovechando que yo estaba distraído mientras atendía a mis clientes, este picaro me ha robado un salamín. Devuélvemelo", le dijo al ladrón. El ladrón, temblando todo, sacó el salamín de entre sus ropas: "Piedad, señor", dijo al dueño del salamín. "Lo llevaba a mis pobres niños, que están muriéndose de hambre." "¿Y mis niños acaso tendrán también que morirse de hambre si los ladrones como tú vienen a robar mis salamines?", dijo el pobre vendedor. "Vamos, vamos, te entregaré al alguacil (así se llamaba en esa comarca el comisario) para que te corte la cabeza." "Piedad, señor", rogaba el ladrón, "mis pobres niños quedarán sin padre si me hacéis cortar la cabeza". Más imploraba el ladrón, que parecía sinceramente arrepentido del pecado que acababa de cometer, más le recriminaba el vendedor. Mientras el buen pescador contemplaba la escena, preguntándose en qué iría a parar, hizo la siguiente reflexión: "He ayudado a un hombre a quien habían robado, capturando al ladrón y haciéndole devolver lo robado. He aquí una buena acción. Ahora hay un pobre diablo que será separado de sus hijos. Si obtengo clemencia para él, habré realizado ya una segunda buena acción". Unió entonces sus ruegos a los del ladrón, y luego de una larga discusión con el vendedor obtuvo la clemencia deseada.

Después de tan buen comienzo, volvió satisfecho al mercado. Pasó sin embargo toda la jornada sin que pudiese encontrar a nadie a quien ayudar y realizar así su tercera buena acción. A medida que pasaban las horas crecía su inquietud. Y a la noche, cuando ya todo el pueblo estaba en su camita haciendo nono, el pobre pescador no tuvo más remedio que volver a su casa, deshecho en lágrimas.

Llegó pocos minutos antes de medianoche. Su buena mujer estaba desnuda en la cama ¿no? tiritando de frío. No había ni frazadas ni sábanas ni nada. "Qué haces allí, mujer", preguntó el buen pescador sorprendido. "Ay, esposo mío", contestó la buena mujer. "Como hacía hoy tanto calor, decidí lavar la ropa de cama, sin pensar que a la noche refrescaría tanto. ¿No podrías cubrirme con tu cuerpo hasta la mañana para darme algo de calor? Sé que será un sacrificio, ya que no podrás dormir y estarás incómodo. Pero yo sé que eres bueno y serás capaz de realizar esa buena acción." Antes de que su mujer hubiese terminado de hablar, ya el pobre pescador se había echado sobre ella, cubriéndola y dándole calor. "Ya no tengo frío", le dijo, ¿no?, muy complacida, su esposa. En ese momento sonaron las doce campanadas anunciando la medianoche.

Al año siguiente las buenas acciones del pescador fueron recompensadas. Un robusto varón bello como un principito trajo la alegría a su hogar. Marido y mujer no cabían en sí de gozo. El niño creció sano y alegre. Acompañaba a su papito cuando salía de pesca y ayudaba a su mamita, que lo adoraba, en las tareas de la casa. Además de hermoso muchacho, era aseado y obediente.

Muchas fueron las oraciones que elevaron el buen pescador y su esposa al cielo, pidiendo un hermanito. Sus votos, sin embargo, no se cumplieron. Y como se estaba quejando a la orilla del agua, se le apareció otra vez la Ondina diciéndole: "No seas ambicioso. No pretendas más de lo que tienes porque te perderás. Confórmate con lo que te hemos concedido". Luego desapareció.

El pescador volvió a su casa, avergonzado de su ambición desmedida. No demoró en contar a su mujer la aparición de la Ondina, y juntos se resignaron a su destino.

Pasaron muchos años. El muchacho creció. Era honesto y laborioso, y todos cuantos lo conocían quedaban admirados de su prestancia y su bondad. Cuando fue mayor lo llamaron al ejército para defender a su patria, lo que llenó a sus papitos y a él mismo de orgullo y felicidad. Pasó un año entero defendiendo su bandera y volvió sano y salvo.

Como eran tiempos de guerra ¿no? había mucha pobreza en la comarca. Era un castigo del cielo que alcanzaba tanto a los pobres como a los ricos. Los ricos, que son más previsores que los pobres, podían subsistir pasablemente, pero los pobres atravesaban una situación muy, pero muy difícil. El muchacho decidió ir a probar fortuna en el pueblo. El buen pescador y su esposa discutieron toda la noche si debían dejarlo ir o no. Por fin, le dieron su permiso.

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