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– Si le gustan, tío, le dejo un paquete -dice la Negra.

Wenceslao mira el cigarrillo un momento y después da otra pitada larga.

– Carajo, sí -dice.

– De haber sabido -dice la Negra – traía una caja. Son suavecitos suavecitos -dice Wenceslao.

La Negra ha conservado el paquete arrugado en la mano y lo estira otra vez hacia Rogelio.

– Tome, tío, sírvase -dice.

– Para probarlos, nomás -dice Rogelio, retirando uno del paquete.

Aunque la Negra no lo ha convidado, el Segundo mete la mano y saca también un cigarrillo. Lo mira un momento y después lo huele.

– El patdón del quiadedo tamién fuma de éstos -dice-. Son impodtados.

Rogelio se inclina hacia las llamas y aplica a una de ellas la punta del cigarrillo. Después lo retira y lo chupa dos o tres veces hasta hacerlo arder bien. El Segundo agarra el cigarrillo con los dedos, por la punta, lo sacude en el aire mostrándolo a la concurrencia en general y guardándolo en el bolsillo de la camisa comenta:

– Pada la odeja.

– Sí -dice Rogelio-. Son bien suavecitos.

– Yo los consigo baratos -dice la Negra -. Pero hay que tener cuidado, porque a veces los fabrican en Avellaneda.

Antes de cada chupada, Rogelio mira con atención su propio cigarrillo.

– Yo esos sin filtro no los puedo fumar -dice Amelia.

Wenceslao mira su cara filosa y neutra. Amelia enrojece, alza la mano y se toca el cabello.

– Yo es al revés -dice la Negra -. Con filtro no les siento ningún gusto. Es como si no fumara nada.

Rosa aparece en la esquina del rancho, desde la parte delantera, y se queda parada.

– ¿Qué pasa ahí que hay tanta gente? -dice.

Todas las cabezas se vuelven hacia ella. Se queda inmóvil. Más acá está la bomba, a cuya izquierda, junto a la palanca, Teresa está pasándose el dorso de la mano por la boca, para secársela, y la Teresita se refriega la segunda pierna con la toalla blanca que se sacude sin cesar. De todas las cabezas, la de la Teresita es la única que no ha girado en dirección a Rosa y continúa inclinada hacia las manos que refriegan la toalla blanca contra la pierna. El cuerpo de Rosa enfundado en un vestido verde que acaba de ponerse para la noche resalta junto a la pared blanca del rancho y contra el fondo sombrío de las ramas de los paraísos del patio delantero.

– No faltabas más que vos -dice Wenceslao.

– Yo con usted no me junto -dice Rosa-. Negra vení una cosa.

– Sí, tía, voy -dice la Negra.

– Vos también vení, Rosita, que tenés que cambiarte -dice Rosa-. Venga usted también, señorita, no se quede con esos dos viejos que de este lado está la gente joven.

Todos se echan a reír, salvo la Teresita. Wenceslao sacude la cabeza y después ve cómo Rosa vuelve a desaparecer -el vestido verde, que se ha esfumado, ha de estar en ese momento costeando la pared blanca en dirección a la puerta del rancho- y cómo las tres mujeres se alejan en fila india hacia adelante, Amelia primero, después Rosita, por último la Negra; atraviesan el punto en el que ha estado parada Rosa con su vestido verde, después de pasar junto a Teresa que las sigue y pasa a su vez por el mismo punto en el que estaba el vestido verde y por el que han pasado las tres mujeres, y junto a la Teresita que en el momento en que Teresa comienza a caminar se pone las zapatillas y se para. Recoge la toalla y la silla y sigue a su madre, que ya ha desaparecido, y pasando por el punto en el que ha estado Rosa con su vestido verde, dobla la esquina del rancho y desaparece a su vez. Las risas han decrecido, resonando un momento por encima de los crujidos tensos del fuego, y después se han apagado. Por un momento, no se oye más que la crepitación de las llamas. Wenceslao y Rogelio fuman en silencio, mirando el fuego. El Segundo suspira y se va en dirección al patio delantero. Pasa al lado de la bomba en la que ha estado Teresa bombeando con lentitud y la Teresita sentada en la silla refregándose las piernas con la toalla blanca, y atravesando el punto en el que ha estado el vestido verde dobla la esquina del rancho y desaparece. Ha de estar caminando en el patio delantero, hacia la mesa en la que el viejo y la vieja están sentados, en silencio, en un lugar en el que la penumbra ya ha de ser más densa. Algo se desmorona en el interior de la fogata produciendo un chisporroteo, un crecimiento fugaz de las llamas que después vuelven a su movimiento parejo y monótono, y una turbación intensa en la columna de humo.

– Apenas pongas el cordero vamos a lo Berini -dice Rogelio.

– Sí -dice Wenceslao.

Da una pitada a su cigarrillo y lo tira entre las llamas. El cigarrillo pega contra un pedazo de leña y cae a un costado de la hoguera. Wenceslao lo pisa dejándolo achatado contra la tierra. Rogelio está parado del otro lado de las llamas, frente a él. Mira el fuego, pensativo. Después sacude la cabeza.

– Venir a decir que todavía está de luto -dice. Se aleja unos pasos del fuego y se apoya con una mano sobre la semiesfera blanca del horno. El cigarrillo, consumido en sus tres cuartas partes, cuelga de sus labios bajo el bigote negro.

– ¿Cómo va estar de luto todavía? -dice. -Que me pongan a mano la sal -dice Wenceslao. -Sí, Layo, sí -dice Rogelio-. Van a ponerte la sal a mano, perdé cuidado.

Se incorpora y empieza a caminar en dirección al patio delantero. Pasa al lado de la bomba, atraviesa el punto en el que ha estado el vestido verde, bordeando la pared blanca, y desaparece en la esquina del rancho. Ha de estar bordeando la pared del frente, blanca, en dirección a la puerta. Ha de estar dirigiéndose a la mesa en la que el viejo y la vieja están sentados en silencio. Ha de estar en este momento pasando junto a la puerta del rancho y siguiendo de largo en dirección al otro lado de la casa en el que están el excusado y el gallinero.

Ha de estar atravesando la puerta del rancho. Wenceslao se acuclilla, mirando el fuego, y en el momento en que fija los ojos en él, algo en el interior de la fogata se desmorona con una serie de explosiones apagadas, un chisporroteo, y un tumulto intenso en la columna de humo. El calor ha trabajado la pila de leña por dentro, y la madera está intacta todavía en su parte exterior. Salen llamas por los intersticios, todo alrededor, y curvándose como si quisieran eludir voluntariamente la parte externa de la madera para ir comiéndola exclusivamente desde adentro, se vuelven a reunir en una sola punta móvil por encima de la leña. Las llamas suben como escalonadas, fluyendo de un modo tan continuo y regular, cuando se tranquilizan después de las explosiones, que por momentos dan la ilusión de una perfecta inmovilidad. Wenceslao mira el núcleo del fuego: es una esfera ardua, de un color cambiante, del rojo al amarillo, inestable, en el que el calor, en continuo aumento, parece superponer estratos sobre estratos de una materia imprecisa, que emite un resplandor pesado, muy lento, indefinible. En el centro de la esfera inmóvil y precaria algo está en expansión, desplazándose no sólo a sí mismo, sino también a toda la esfera, algo que está en la esfera, en su centro, pero que no es la esfera misma y que sin embargo la desplaza, ya que puede verse bien cómo avanzan sus bordes comiendo la madera. No se sabe muy bien cómo la pila de leña se sostiene viendo ese vacío rojo atravesado por fragmentos ígneos que se desprenden a veces y lo rayan como meteoros. Al acuclillarse, inclinándose un poco hacia la esfera para mirarla mejor, Wenceslao siente el calor en su cara, un calor seco, brusco. Durante un momento mira sin moverse. Después saca la mano derecha de sobre la rodilla, donde la había apoyado al acuclillarse, y va acercándola despacio, con gran precaución, a la esfera roja. A medida que la mano avanza, sus ojos van entrecerrándose, sin dejar de estar fijos en el fuego. Suena dura la crepitación de las llamas. En la boca de la esfera, la mano se detiene, manchada por el resplandor rojo que se expande hacia el exterior. Cuando, de golpe, toda la estructura precaria se desmorona, en medio de un chisporroteo intenso y una elevación súbita de las llamas, Wenceslao retira rápidamente la mano y se para de un salto.

Amanece

y ya está con los ojos abiertos

Se ha levantado, ha dejado sacudiéndose después de atravesarla la cortina de cretona descolorida que separa el dormitorio de lo que ellos llaman el comedor, ha sido recibido por los perros al salir al patio, ha recordado, mientras orinaba en el excusado, como todas las mañanas, de un modo fugaz, como si el acto de orinar tuviese una correlación refleja con ese recuerdo, la mañana de niebla en que puso por primera vez los pies en la isla, en compañía de su padre, ha bajado el declive del caminito de arena con el Ladeado, ha vacilado un momento decidiéndose por fin a cruzar en la canoa amarilla de Rogelio y no en la verde que se balanceaba despacio bajo los sauces, al lado de la amarilla, ha ido viendo alejarse el rancho y el paraíso redondo y los árboles amontonados atrás, más altos que el techo de paja de dos aguas, ha venido hablando con el Ladeado en la canoa amarilla y comiendo brevas de la canasta acomodada en el piso de la canoa, ha atravesado el montecito en dirección al patio trasero de la casa de Rogelio, viéndolo dejar de dividir el pescado con la cuchilla y darse vuelta en el momento de atravesar con el Ladeado el borde de paraísos, dejar atrás el montecito y desembocar en el patio trasero, ha sentido subir el sol lento y como blanco en un cielo azul todo atravesado de rayas doradas, ha entrado en el patio del almacén viendo a los dos Salas, a Chin con barba de varios días y a dos hombres más tomando cerveza bajo los árboles, saludándolos en el momento en que Agustín salía volando por la puerta del almacén y caía al suelo, seguido por Berini que parecía dispuesto a golpearlo, ha dejado un momento su vaso sobre el mostrador del almacén aplastando una mosca, medio atontada por el flit y la creolina, que había estado dando vueltas en redondo sobre el mostrador, zumbando enloquecida sin poder levantar vuelo, ha limpiado después el culo del vaso dejando caer la mosca al suelo, ha vuelto al rancho de Rogelio, en fila india, detrás de Rogelio y delante de Agustín, oyendo un tintineo de monedas en el bolsillo de Rogelio y de vez en cuando las quejas monótonas, vagas, incoherentes de Agustín contra Berini, ha estado comiendo en la cabecera de la mesa y viendo avanzar por el camino amarillo, por encima de la cabeza blanca del viejo, las tres manchas -azul, verde, colorada- que resultaron ser las sombrillas de las hijas de Agustín y de su amiga Amelia que llegaban de visita de la ciudad después de dos años de ausencia, ha visto a la Negra sacar afuera la punta de la lengua y mordérsela mientras enfocaba a la familia entera con su cámara fotográfica, ha estado oyendo antes de dormirse, después de defecar, tirado bajo los árboles con el sombrero de paja tapándole la cara, las risas y los gritos de los muchachos que jugaban a las barajas en el patio trasero, ha acercado a su nariz el calzón de Amelia que colgaba de una rama sintiendo un olor húmedo y como salado, se ha negado a acompañar a Rosa a la isla para buscarla y pedirle que venga a pasar la noche con ellos, sabiendo de antemano que Rosa ha estado todo el tiempo convencida de que ella no iba a venir y convencido además de que si Rosa hubiese estado en la situación de ella habría actuado de la misma manera, se ha impacientado viendo a Rogelio pelear en broma con su hijo en el patio trasero, ha clavado el cuchillo en la garganta del cordero sintiendo cómo la carne, elástica, se abría al paso de la hoja y después se cerraba otra vez sobre ella, ha esperado una fracción de segundo con la hoja inmóvil en la garganta del cordero y en seguida ha hecho un movimiento brusco y violento hacia el costado, degollando, ha visto salir la sangre a chorros y acumularse en la palangana, ha cuereado, abierto desde la garganta hasta el vientre, vaciado y lavado el cordero y limpiado después sus órganos, ha ido hasta la barranca, desnudándose y zambulléndose dos veces en el agua, sumergiéndose y nadando en el fondo con la sensación imprecisa y continua de haber hecho lo mismo por lo menos una vez durante ese día, sin saber sin embargo por qué, ha tenido por un momento la esperanza de que Rosa lograría al fin traerla pero desde el agua ha visto las dos canoas que volvían sin ella, ha encendido el fuego, ha puesto sobre él la parrilla y acomodado después sobre ella el cordero entero y las achuras, ha dejado encendida una hoguera adicional junto a la parrilla para ir alimentando las brasas, ha dejado a cargo del Segundo la parrilla y el fuego, han regresado mientras oscurecía después de haber tomado unos vasos de vino y oído el resonar de las bochas en el patio cada vez más oscuro del almacén, después de recibir el abrazo de Chin, recién afeitado, por el camino plagado de mosquitos, han tomado otro vaso de vino en el patio, con el diariero, ha vuelto a hacerse cargo del fuego y del cordero, han comido las achuras repartiendo un pedacito a cada uno que cada uno pasaba a buscar junto a la parrilla, excepción hecha de los viejos a los que se les llevó su parte a la mesa, ha visto el humo subir lento entre las hojas de los árboles, disiparse en la altura, en la oscuridad, y ahora, sobre la mesa del patio trasero, bajo un farol que cuelga de uno de los travesaños que sostienen la parra, asistido por Rogelio y el Segundo, corta en pedazos el cordero, en partes equitativas para los que esperan sentados a la mesa bajo los paraísos en el patio delantero, a la luz de los faroles, y cuando termina de cortar deja las dos fuentes en manos del Segundo y de Rogelio que se las llevarán a las mujeres para que distribuyan las porciones.

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