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– Y hemos pasado nomás otro año, gracias a Dios -dice Rogelio.

– Todavía no -dice Wenceslao, sonriendo.

– No seas lechuza -dice Rogelio.

– A mí se me hace que el cordero no ve otro año -dice Wenceslao.

– A mí se me hace algo parecido -dice Rogelio-. ¿Vos qué pensás, Layo, la traerán?

Wenceslao sacude la cabeza. Rogelio sacude también su cabeza, siguiendo el movimiento de la cabeza de Wenceslao y convenciéndose de lo que el movimiento quiere significar a medida que la ve moverse. Se quedan un momento inmóviles y en silencio, mirándose, hasta que Wenceslao sacude la cabeza en dirección al cordero y dice:

– Lo despenamos y en paz.

Más adelante será una res roja, vacía, colgando de un gancho, después se dorará despacio al fuego de las brasas, sobre la parrilla, al lado del horno, después será servido en pedazos sobre las fuentes de loza cachada, repartido, devorado, hasta que queden los huesos todavía jugosos, llenos de filamentos a medio masticar que los perros recogerán al vuelo con un tarascón rápido y seguro y enterrarán en algún lugar del campo al que regresarán en los momentos de hambruna y comenzarán a roer tranquilos y empecinados sosteniéndolos con las patas delanteras e inclinando de costado la cabeza para morder mejor, dando tirones cortos y enérgicos, hasta dejarlos hechos unas láminas o unos cilindros duros y resecos que los niños dispersarán, pateándolos o recogiéndolos para tirárselos entre ellos en los mediodías calcinados en que atravesarán el campo para comprar soda y vino en el almacén de Berini, objetos ya irreconocibles que quedarán semienterrados y ocultos por los yuyos en diferentes puntos del campo durante un tiempo incalculable, indefinido, en el que arados, lluvias, excavaciones, cataclismos, la palpitación de la tierra que se mueve continua bajo la apariencia del reposo, los pasearán del interior a la superficie, de la superficie al interior, cada vez más despedazados, más irreconocibles, hechos fragmentos, pulverizados, flotando impalpables en el aire o petrificados en la tierra, sustancia de todos los reinos tragada incesantemente por la tierra o incesantemente vuelta a vomitar, viajando por todos los reinos -vegetal, animal, mineral- y cristalizando en muchas formas diferentes y posibles, incluso en la de otros corderos, incluso en la de infinitos corderos, menos en la de ese cordero hacia el que ahora se dirige Wenceslao llevando el cuchillo y la palangana.

Wenceslao se pone la camisa y el sombrero y recoge el cuchillo y la palangana. Cuando se acuclilla para desatar el cordero, Rogelio vuelve a meter la mano en el bolsillo de su camisa y a sacarle los cigarrillos y los fósforos. Wenceslao deja la palangana con el cuchillo adentro en el suelo, y después desata el cordero que se queda casi inmóvil, dejándolo hacer. Cuando la soga cae a un costado, Wenceslao apoya suavemente la mano izquierda sobre el cuello del animal, sin hacer presión, pero previendo que el cordero pueda asustarse y saltar. Después, lentamente, recoge el cuchillo y deslizando la mano izquierda del cuello a la cabeza donde la lana es más rala y la superficie por lo tanto más dura, la deja reposar un momento. Tantea, agarra las orejas tirando hacia atrás la cabeza del cordero, y clava el cuchillo, que rasga la lana y entra en la carne, hundiéndose, abriendo en la garganta un hueco que lo ciñe, que se vuelve a cerrar, un hueco en el que no hay lugar más que para el cuchillo. El animal comienza a sacudirse con violencia, y entonces Wenceslao tira con más violencia todavía, medio inclinado en la dirección que da a su movimiento, el mango del cuchillo, degollando. La sangre brota en un chorro grande y dos o tres más pequeños, a los que Wenceslao, rápidamente, dejando el cuchillo sobre el animal mismo que da sacudidas cada vez más débiles y ronca, despacio, acerca la palangana. La sangre empieza a acumularse en el recipiente y hasta que el animal no queda inmóvil y su sangre no deja de manar, Wenceslao no afloja la mano de su cabeza.

Se saca otra vez la camisa y el sombrero para faenarlo. Cuando ha terminado de cuerearlo, de sacarle las vísceras, abrirlas y lavarlas, con ayuda de Rogelio, que fuma todo el tiempo y que en un momento dado, mientras él arrancaba las vísceras, se ha entretenido en quemar un mechón de lana con la brasa de su cigarrillo, cuando ha dejado la res roja colgada de un gancho de uno de los travesaños de la parra y las visceras limpias en una de las fuentes de loza cachada, la sombra de la parte trasera de la construcción blanca toca ya casi en el borde del patio los troncos de los paraísos cuyas hojas ahora no brillan sino que son como borradas por unos gruesos bloques horizontales de luz rojiza que se expanden entre los árboles como si fuesen refractados por grandes láminas de metal. Wenceslao tiene las manos, los brazos, el torso y la cara manchados de sangre y sudor. Se sienta un momento, jadeando de un modo acompasado, y fuma un cigarrillo. Rogelio desaparece hacia adelante por el lado contrario al del horno, el del gallinero y el excusado, llevando la fuente con las achuras. Cuando acaba su cigarrillo Wenceslao se levanta, recoge con la punta de los dedos, para no mancharlos, la camisa y el sombrero, cruza el patio internándose entre los árboles, avanza en dirección al río. Camina más de trescientos metros siempre entre los árboles, sin ver el agua; desvía hacia la costa en un punto preciso en el que después de un claro hay cuatro sauces en hilera. Los dos de los costados están inclinados hacia afuera del conjunto; los del medio en cambio, están inclinados también pero hacia adentro, de modo que sus troncos casi se tocan en la altura. Los cuatro troncos son rectos, sin ramas bajas, y las copas que los coronan, ralas, no ocultan la forma peculiar del conjunto. Son tres ángulos graves, el del medio con el vértice hacia arriba y los de los costados con los vértices hacia abajo. Wenceslao deja atrás los cuatro sauces y desemboca de golpe sobre el río que corre tres metros más abajo. La luz mancha el agua de un tinte violáceo. Enfrente, un riacho divide en dos la orilla, a unos trescientos metros, Wenceslao deja la camisa y el sombrero en el suelo. Después se descalza, se saca despacio el pantalón acomodándolo sobre las alpargatas, realiza la misma operación con los calzoncillos y después se adelanta unos pasos y queda con los pies juntos, erguido, en el borde de la barranca. Entre la barriga, un poco más abajo del ombligo y la mitad superior de los muslos, su piel es más clara que el resto del cuerpo. Queda un momento inmóvil, mirando hacia la otra orilla. Después inclina la cabeza y mirando el agua que corre abajo comienza a balancear los brazos doblando las rodillas y de pronto pega un envión hacia arriba, con las manos juntas, los brazos estirados entre los que la cabeza va inclinada, los pies ligeramente separados, ya despegados de la tierra, y su cuerpo, en el aire, una fracción de segundo después, cambia de dirección quedando otra fracción de segundo horizontal al agua, y comienza después a descender rápido, las manos que ahora se tocan suavemente por las yemas de los dedos aproximándose a la superficie violada. Ha de haber sido el sol cayendo a pique lo que me tumbó. Ha de haber sido el sol. Yo venía por el camino de arena desde el río y la canoa verde estaba otra vez abajo de los sauces. No paso el tejido que me vengo al suelo, por el sol, por el sol cayendo a pique, por el sol cayendo a pique en pleno mediodía que ha de ser seguro lo que me tumbó. Subiendo la barranca y viniendo después por el caminito y como ella viene también corriendo hacia mí desde el paraíso -la canoa verde ya estaba descansando abajo de los sauces- porque se me hace que ya me estaba empezando a caer sin darme cuenta y ella me venía viendo desde el paraíso; así que se levantó y venía corriendo mientras yo me caía, por el sol, por el sol cayendo a pique, por el sol cayendo a pique en pleno mediodía, porque se me hace que ha sido el sol cayendo a pique en pleno mediodía lo que me tumbó.

Ella venía corriendo desde el paraíso, vestida de negro. Se levantó y la silla baja se vino para atrás, abajo del paraíso. Venía corriendo descalza y balanceándose, la vieja, con la cabeza negra descolorida como el batón, pisando y rebotando contra la arena para no quemarse la planta de los pieses, desde la sombra del paraíso a la que yo quería llegar y donde la silla baja se dio vuelta cuando ella se levantó y vino corriendo en el momento en que se me hace que yo estaba empezando a caerme, dando bandazos de un lado al otro del caminito, a causa del sol de mediodía cayendo a pique sobre mi cabeza, porque a mí se me hace que es de seguro el sol cayendo a pique lo que me tumbó. Era una sola cuando se levantó abajo del paraíso. Y no va que a mitad del camino, cuando sale de bajo la sombra, se divide en dos; primero veo una cosa negra descolorida, el batón, seguro, que se infla, y ahí nomás se parte por la mitad, de arriba abajo, y quedan las dos mitades igualitas corriendo las dos hacia mí, las dos viejas descalzas vestidas cada una con su batón negro, las dos con el pelo negro descolorido peinado en rodete en la parte de arriba de la cabeza, pisando y rebotando contra la arena caliente y echando su sombra cada una sobre la arena mientras vienen corriendo en dirección mía, que me estoy cayendo. No estoy todavía en el suelo porque alcanzo a ver -siempre cayéndome o capaz dando bandazos de un lado al otro del caminito como a veces antes cuando sabía volver en pedo, y capaz dando bandazos nomás porque de a momentos parece que el paraíso cambia de lugar en el fondo saltando primero para un lado y después para el otro y después otra vez para el otro lado y después para el otro- porque alcanzo a ver que una me mira, está como media inclinada hacia mí en la carrera, pero la otra mira más allá por encima mío, en dirección al agua. Ahí debo de haber caído. Y después siento los brazos que me empiezan a palpar y los gritos y de golpe un poco de arena que me golpea en la cara; un puñadito, por los pieses que han pasado corriendo al lado de mi cara que ha de estar como aplastada contra el suelo. Siento por encima de los gritos el ruido de los pieses que siguen corriendo en dirección al río, mientras unos brazos me palpan y tratan de soliviantarme; los voy sintiendo alejarse y rebotar y después no oigo más nada. No oigo más nada. Más nada. No oigo ni que están tratando de levantarme. Nada. Porque estoy esperando, porque estoy esperando que venga la explosión, porque estoy esperando que venga la explosión de la zambullida, porque estoy esperando que venga la explosión de la zambullida del cuerpo que salió de ella, idéntico; porque estoy esperando que venga la explosión de la zambullida del cuerpo que salió de ella idéntico saltando al agua para buscar lo que yo dejé que la corriente se llevara hace catorce años. Por un momento no pasa nada y después se oye la explosión, y ahora está el farol colgado del travesaño, en el techo, y dos mariposas blancas vuelan alrededor. Hay otras dos mariposas negras, enormes, que vuelan pegadas a las paredes y al techo, donde da la luz del farol. Si las mariposas blancas que vuelan alrededor del farol chocando a veces contra el vidrio y a veces aleteando en el mismo lugar sin salir de él se paran, las mariposas negras enormes que se mueven pegadas al techo y a la pared también se paran, y si las mariposas blancas empiezan a girar alrededor del farol volando rápido en círculo y al mismo tiempo en espiral hacia arriba, y cruzándose muchas veces porque llevan dirección contraria, también las mariposas negras enormes giran alrededor del farol volando rápido en círculo y al mismo tiempo en espiral hacia arriba y se cruzan muchas veces pegadas al techo y a la pared porque llevan dirección contraria. Cuando paran queda la luz del farol. Está siempre quieto y siempre en movimiento, siempre el centro de la llama quieto y siempre con destellos que entran y salen del centro quieto y que titilan en las puntas porque el centro quieto es como blanco y los destellos que entran y salen blancos cerca del centro y más afuera rojizos y verdes en las puntas que titilan. De a ratos todo se me borra.

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