– ¿Qué vamos a esperar, que se pudran? -dice Rogelio.
– Ese animal va sufrir -dice Wenceslao.
– No si cuidamos de ir por la banquina -dice Rogelio.
Rosa alza al chico y desaparece con él en el interior del rancho.
– Está bien -dice Wenceslao-. Vamos a cargar.
– Subí al carro -dice Rogelio-. Yo te las voy alcanzando.
Wenceslao se saca la camisa y la cuelga de una de las ramas del paraíso. La rama se balancea por el peso de la camisa que proyecta una sombra oscilante en el suelo de tierra apisonada. Wenceslao sube al carro. Su figura magra resulta nítida contra el azul árido del cielo y tiene la piel rojiza, socarrada. La sombra de su cuerpo se quiebra sobre el borde de la chata y continúa proyectándose en el suelo. Rogelio comienza a separar sandías del montón y a aproximarlas a la chata, dejándolas en el suelo. Al tercer o cuarto viaje empieza a sudar; Wenceslao espera parado sobre la chata, los brazos en jarras y el sombrero de paja haciéndole sombra sobre la cara.
– Va -dice Rogelio.
– Venga -dice Wenceslao.
Recibe la primera sandía en las manos y el peso y el envión lo hacen oscilar un poco; deja la sandía en el piso de madera de la chata, contra uno de los rincones delanteros y vuelve después a la parte trasera a recibir la segunda sandía.
– Venga -dice.
– Va -dice Rogelio.
Se dirige a la parte delantera de la chata y deja la segunda sandía al lado de la primera; al volver a la parte trasera, recibe la tercera sandía que Rogelio le entrega en silencio. Ya no se la da en la mano sino que se la arroja, y por un momento, a través de un espacio breve, la sandía va sola por el aire hasta que choca con las palmas abiertas y separadas de Wenceslao produciendo un ruido seco y como a hueco. Sobre la primera hilera de sandías acomodada contra la pared delantera de la chata va una segunda y encima de la segunda una tercera. Después Wenceslao ordena otra vez una primera fila en el piso y sobre ella dos hileras más. Después una tercera y una cuarta, cada una con sus dos hileras encima. Cada sandía se parece a todas, y todas se parecen a cada una: la misma forma alargada, ovoide, cierta protuberancia en el medio, una mancha blancuzca superpuesta al verde pálido de la cáscara en el sitio sobre el cual la sandía ha estado apoyada en la tierra mientras crecía, antes de ser arrancada de la planta y puesta en el montón con las otras. La cáscara lisa aparece marcada por unos filamentos intrincados de un verde más oscuro que se bifurcan y se quiebran, se comunican, nerviosos y complicados, formando unas redecillas tortuosas y caprichosas que cubren toda la superficie de la cáscara como una escritura, y en la porción blanquecina, lisa y descolorida como un vientre animal, tienen un tinte amarillento. Con regularidad lenta, cada sandía ha ido moldeándose a sí misma desde dentro, hasta hacerse semejante, pero no idéntica, a todas las otras. También Wenceslao, las acomoda ahora a un ritmo lento y regular. El sudor de su frente gotea sobre la cara y el torso desnudo dejando estelas sucias sobre la piel enrojecida. El montón de sandías en el patio delantero, del otro lado del tejido, va disminuyendo a medida que Rogelio las recoge y las arroja a las manos de Wenceslao, hasta que por fin desaparece del todo convertido en las hileras parejas colocadas por Wenceslao en la chata. Ahora el lugar del patio en el que han estado las sandías está vacío. Wenceslao baja de la chata y se apoya en ella, encendiendo un cigarrillo. Rogelio se aproxima. Respiran con la boca abierta, con cortas y ruidosas inspiraciones y expiraciones, y se miran durante un momento sin hablar. Wenceslao chupa dos o tres veces el cigarrillo sin tragar el humo.
Su voz suena ronca.
– Seiscientas -dice.
– Seiscientas, sí -dice Rogelio.
La respiración se les va normalizando, gradual. Están llenos de sudor.
– Si demoramos nos vamos a quedar sin lugar -dice Rogelio.
Se dirigen hacia la bomba y se lavan. Rosa sale con un trapo blanco y se los da para que se sequen. Ni se peinan. Rogelio arranca una vara larga de paraíso y la deshoja, haciéndola chasquear dos o tres veces en el aire. Terminan de ponerse las camisas y suben a la chata, sentándose en el pescante, el cuerpo de Wenceslao como reducido por la altura maciza de Rogelio. Rosa está en la puerta del rancho, el chico desnudo con un sombrero sucio de trapo floreado cubriéndole la cabeza, aferrado al vestido verde de la madre. Los dos hombres la saludan afables, Wenceslao con la mano y Rogelio con un breve movimiento de cabeza, que ella contesta alzando primero la mano y después al niño, al que hace sacudir la mano en señal de saludo. El chico se echa a llorar.
– ¡Rosillo, yegua! -dice Rogelio, agitando las riendas, apretando los dientes y dando un tono nasal a su voz. Sacude la vara en el aire sobre los caballos, sin tocarlos, haciéndola vibrar y chasquear.
Los caballos se mueven sacudiendo las colas y las cabezas y golpeando el suelo con las patas delanteras, permaneciendo un momento sin poder salir de su lugar, como si no pudiesen despegarse de la tierra, haciendo fuerza hacia adelante, con todos los músculos en tensión, sin lograr arrastrar la chata durante una fracción de segundo, hasta que por fin la armazón de madera de la chata cruje y cede y el conjunto -chata y caballos y sandías y hombres- empieza por fin a andar. Sentados sobre el travesaño del pescante, los dos hombres oscilan con el movimiento del vehículo, de un modo leve, hacia los costados y después de un cambio brusco de ritmo hacia adelante y hacia atrás. Después otra vez hacia los costados. Cuando las ruedas se incrustan en un pozo de arena y patinan en él hasta salir, los cuerpos pareciera que sufren especies de estremecimientos que los hacen sacudir con un temblor rígido. Los caballos golpean con sus cascos contra el suelo de arena, produciendo sonidos opacos, apagados, y desde la altura del travesaño del pescante Wenceslao mira el campo a su alrededor, los flancos de espinillos primero, el horizonte de árboles al final del camino después, hasta que de pronto se da vuelta y mira hacia atrás para ver la casa de Rogelio convertirse en un grupo de árboles que apenas si dejan entrever unas fachadas de barro y un techo de paja. Después enciende un cigarrillo. Protege la llama del fósforo con las manos, porque el desplazamiento de la chata produce un aire rápido que arrastra el humo de las primeras chupadas hacia atrás, dispersándolo y haciéndolo desaparecer. Los caballos también avanzan sacudiendo la cabeza, y el pelo comienza a brillarles húmedo. El horizonte de árboles contra el que se aplasta el camino se aproxima cada vez más, como a saltos bruscos, agrandándose y haciéndose más nítido, hasta que pueden verse las copas alargadas de los eucaliptos que componen el bosquecito meciendo en forma imperceptible sus puntas flexibles y las miríadas de hojas moviéndose con un rumor inaudible y dejando colar la luz dorada y ya declinante. El camino hace un giro brusco frente a los eucaliptos y sigue a la derecha para retomar después de una nueva curva cerrada, esta vez hacia la izquierda, su antigua dirección. Ahora la chata bordea el bosquecito y su sombra se arrastra rápida, con las salientes alargadas de las sombras de los dos hombres y las sombras de los caballos que sacuden armoniosos las patas y las cabezas. Parecen la proyección móvil de un dibujo deliberadamente deformante del conjunto de carro y caballos. El camino se prolonga recto hasta el camino real, aterraplenado. Con violentas tensiones y vacilaciones los caballos trepan la pendiente corta del terraplén, mientras Rogelio sacude veloz la vara y grita sobre sus cabezas. Por un momento, en la cima, pareciera que carro y caballos van a retroceder con violencia pero después de una fracción de segundo de inmovilidad ilusoria los caballos salen como a la carrera -con un esfuerzo en apariencia mucho mayor en proporción a la distancia real que recorren- y ganan el camino. La cinta recta y aterraplenada es menos arenosa que el camino lateral y está como apisonada. Frente a los dos hombres, el disco del sol, rojizo y ya sin destellos, está hundiéndose en una gran nube gris amurallada en el horizonte. El camino está vacío. Desde la altura apisonada se dominan las dos grandes extensiones de campo que la flanquean. Avanzan con ritmo regular y el sonido complejo de los caballos y la chata -el chirrido de las ruedas de rayos colorados, fileteados de amarillo, girando sobre la tierra, y el crujido de las varas, y el tintineo de las cadenas y los cascos de los caballos que suenan apagados- los acompañan. Todos los ruidos forman un solo sonido que se repite monótono y que es siempre el mismo y diferente porque acaba y vuelve a recomenzar de un modo imperceptible. No se sabe qué es sonido y qué recuerdo de sonido, porque el sonido vuelve a recomenzar antes de que el recuerdo de los chirridos y los golpes apagados se disipe, superponiéndose a él. Después la gran nube comienza a subir hacia lo alto del cielo, cubriendo el sol y su vasta superficie gris está llena de manchones grávidos, ásperos, difumados, de un tinte verdoso. El sol desaparece. En su lugar queda una luz oscura, una paradójica claridad difusa diseminada con tersa intensidad entre el cielo y la tierra. Nimba a la chata y a los caballos, que avanzan hacia la tormenta, contrastando nítidos con la luz. Atraviesan una zona de inmovilidad completa, en la que el camino aterraplenado se abre paso, recto y claro, entre dos cañadas; la chata entra en la zona de inmovilidad y avanza por ella hasta que de golpe se detiene.
– Viene agua -dice Rogelio.
– Puede ser una tormenta pasajera -dice Wenceslao.
– Sí. Puede ser -dice Rogelio-. Pero si viene un temporal vamos a estar jodidos.
– Capaz que nos da tiempo de llegar a la ciudad antes de largarse -dice Wenceslao.
– No creo -dice Rogelio, mirando el cielo a su alrededor.
– ¿Y si es una tormenta pasajera? -dice Wenceslao.
– El tiempo es loco -dice Rogelio, suspirando y sacudiendo las riendas.
Se pone a llover una hora después, en el momento en que los caballos tocan con sus cascos el camino de asfalto. Se larga de golpe, sin un relámpago ni un trueno, en silencio, como si la luz oscura, verdosa, se hubiese de pronto licuado. Ni siquiera caen gotas aisladas al principio; comienza a caer un chaparrón, súbito y denso. La última luz se convierte en agua y después en una cortina de oscuridad líquida, murmurante. El ruido del carro y los caballos es apagado por el rumor de la lluvia; sólo se deja oír por momentos, confuso y fragmentario, en el umbral de su desaparición. Wenceslao siente en la cara y en el cuerpo el golpe del agua, viniendo de todas direcciones, aunque todavía no hay viento. La chata comienza a rodar por la banquina en el preciso momento en que el primer relámpago ilumina con una luz azul el largo camino desierto que por momentos brilla apagado. Después se oye el primer trueno: va bajando de la oscuridad pareja, repitiéndose varias veces a sí mismo de un modo cada vez más nítido y cercano, como si paradójicamente primero se oyesen los ecos sucesivos del trueno y después su explosión real. La chata disminuye la velocidad y los caballos tantean ciegos en la oscuridad antes de avanzar, inclinándose en el ligero declive de la banquina. A la luz de los relámpagos se ve la densidad del agua, plagada de rumores que casi no pueden oírse o discernirse debido a la extensión repetida de rumores idénticos que no sirven como contraste y que se superponen a los primeros. Los relámpagos espaciados y el golpe del agua contra su cara y su cuerpo son la única referencia débil que ayuda a Wenceslao a no creer en su absoluta irrealidad: lo único visible para él es su propia fosforescencia interna que palpita en medio de la más ardua oscuridad y que está como adormecida por el ronroneo monótono, apretado y múltiple de agua, sonido y oscuridad. Por fin el borde de la banquina cede y de no ser por el cimbrón violento, el forcejeo inútil de los caballos y la peligrosa inclinación de la chata, una de cuyas ruedas traseras gira en el vacío, Wenceslao hubiese creído que continuaba avanzando. Wenceslao baja, tantea el carro guiándose por él hasta llegar a la parte trasera, y palpa la rueda que gira fuera de la banquina, en el aire.