– Por qué no lo habré tirado al río cuando nació, digo yo -dice Agustín.
– No seas bruto, Agustín -dice Rogelio.
– ¿Acaso no me echaron de la arrocera cuando él nació? -dice Agustín-. Y miren cómo ando desde entonces, que no puedo levantar cabeza. Es un solo andar mal.
Rosa se levanta y va hacia el fondo de la casa. Wenceslao gira la cabeza siguiéndola con la mirada y la ve salir de la esfera de sombra y brillar un momento a la luz del sol antes de desaparecer. La pared blanca del rancho concentra la luz solar y Wenceslao puede sentirlo ahora que se ha dado vuelta otra vez y mira a Agustín. Lo siente casi tanto como lo sintió al verla de refilón en el momento en que Rosa desaparecía hacia el fondo de la casa; la textura blanca refulge, áspera. Al atardecer el sol declinará, despacio, hasta desaparecer. Declinará despacio, hasta desaparecer, y la oscuridad enfriará las paredes del rancho que emitirán un resplandor fosforescente, lunar. Remará lento en la canoa amarilla, saltará a tierra, entrará en la casa, se desnudará, se echará en la cama y el ronroneo continuo se irá cortando cada vez por más largo tiempo y con menor intermitencia hasta desaparecer. Verde, azul, colorada: las tres manchas movedizas se despegan del vértice final del camino, contra el horizonte de árboles. Relumbran y parecen moverse en el mismo punto, sin progresar, pero se puede sin embargo percibir una separación delgada, una pátina de vacío entre los árboles del fondo y esas manchas que miradas rápido y sin atención parecen empastadas contra ellos. Como el camino asciende de n modo imperceptible, las tres manchas parecen bailar sobre la cabeza, del viejo. Alza el vaso de vino y toma un trago; ahora es Rogelio el que lo mira, mientras mastica.
– ¿Qué me decís de este hombre, Layo? -dice Rogelio. Wenceslao, deja el vaso sobre la mesa. -Qué querés que te diga -dice. Rogelio se echa a reír. Rosa reaparece trayendo un montón de limones.
– Los limones de Layo -dice, y deja tres sobre la mesa, entre los tres vasos. Wenceslao agarra su cuchillo, limpia la hoja con una miga de pan y corta uno de los limones por la mitad. Rosa se aleja y continúa distribuyendo los limones sobre la mesa hasta que llega a su lugar y se sienta. Wenceslao agarra una de las mitades del limón y la oprime sobre su vaso para que el jugo caiga dentro de él. Después se sirve vino, chupa el resto del limón arrugando la cara y mordiendo los últimos filamentos jugosos y echa la cáscara dentro del vaso haciéndolo rebalsar. El limón se hunde apenas y la cáscara amarillenta se pega por dentro a la pared transparente del vaso. Rogelio hace las mismas operaciones con la mitad restante.
– Son jugosos -dice. -Sí, son -dice Wenceslao.
– ¿Vas a quedarte para la noche, a recibir el año? -dice Rogelio.
– No creo -dice Wenceslao.
– Sí, cómo no creo -dice Rogelio-. Ahora a la tarde nos cruzamos a buscarla.
– No va venir -dice Wenceslao.
– Si van las hermanas va cambiar de idea -dice Rogelio.
– La conozco bien -dice Wenceslao-. No va venir.
– Hay un cordero para esta noche. Lo vengo cebando -dice Rogelio-. Ahora a la tarde lo voy a degollar. Hay que hacerla venir porque hoy es fiesta.
– Es lo que yo le digo -dice Wenceslao.
Pasaba corriendo a través del patio, desde el rancho, en dirección al río, con el pantaloncito azul descolorido y la piel requemada por el sol árido; pasaba seguido por su sombra que se fundía un momento con la sombra del paraíso y después cobraba de nuevo nitidez y lo seguía deslizándose delgada y rápida; al rato desde el patio se oían el golpe seco de la zambullida y el chapoteo de las brazadas. Volvía chorreando agua y mostrando los dientes blancos que brillaban y brillaban. Ahora estará conversando con él, paseándose por la casa y haciéndose seguir por él a todas partes; al interior del rancho, sacudiendo la cortina de cretona al pasar del comedor a la pieza y volviéndola a sacudir al regresar de la pieza al comedor; al gallinero, en el fondo de la casa, "atrás"; lo hará sentarse frente a ella cerca del paraíso y la mesa, "adelante", y conversará con él explicándole por qué está ahí y no en la casa de su cuñado, llenándolo de rencor porque ha sido él y no Wenceslao el que ha penetrado y llenado con su cuerpo -una cuña afilada- un hueco en la tierra en el que no hay lugar más que para uno solo. Hablará plácida, y después lo verá correr, ir y venir corriendo desde el rancho en dirección al río, lo verá correr mil veces y oirá mil veces el golpe seco de la zambullida y escuchará el rumor apagado pero nítido de un millón de brazadas.
– Rosa -dice Rogelio, alzando la voz-. Después de la siesta vamos a cruzar en la canoa a ver si ella quiere venir.
– Sí -dice Rosa-. ¿Cómo no va venir?
– Es dueña -dice Agustín.
– Cállate -dice Rogelio-. Nadie te pidió opinión.
El viejo dice algo desde la otra cabecera, pero no se lo oye. Hace un ademán tranquilo y después se toca los bigotes y queda otra vez en silencio.
– Es dueña de no venir, si no quiere. Ella sabrá -dice Agustín.
– Ya estás en pedo -dice Rogelio. Se dirige a Wenceslao-. Toma medio vasito de vino y ya se pone en pedo. Después hay que ir y peliarse con Berini para sacarlo del enriedo. -Vuelve a mirar otra vez a Agustín-. ¿Vas a mandar a ese chico adonde te pide o no, el año que viene, carajo? -dice riéndose.
– Lo va mandar -dice Wenceslao-. ¿No es cierto, Agustincito, que lo vas a mandar?
– Si no el Ladeado capaz te manda preso -dice Rogelio.
– Va mandar -dice Agustín.
Se sirve vino. Después corta un limón y exprime una mitad en su vaso. Deja la cáscara sobre la mesa. Wenceslao ve ahora las manchas que se aproximan -una colorada, una verde, una azul- y distingue tres figuras en movimiento que parecen flotar sobre el camino y debatirse contra el horizonte alto y macizo de los árboles. La mitad intacta del limón que Agustín acaba de cortar está en la mesa, junto al limón entero y a la otra mitad vacía de la que cuelgan unos filamentos pálidos de pulpa húmeda. Wenceslao pasa la yema del pulgar, de un modo muy suave, por sobre la pulpa apretada de la mitad intacta y la saca húmeda y fría. Después se lleva el dedo a la boca y lame la yema. Después alza la mano y señala el camino.
– Viene gente -dice.
Agustín y Rogelio hacen girar la cabeza y miran. Rogelio se incorpora y entrecierra los ojos para ver mejor, poniéndose la mano como visera sobre los ojos. Ahora ellos también van a ver las manchas verde, azul y colorada, debatiéndose móviles y avanzando por el camino arenoso. Wenceslao desvía la vista del camino para observar en cambio a Rogelio, que tiene la mirada clavada en esa dirección: Wenceslao ve en la expresión de Rogelio el esfuerzo, primero por ver, y después de haber visto para precisar lo que ve -para precisar que ve y qué ve- y por último para identificar las manchas y las figuras que se mueven, reducidas y constantes, contra el horizonte de árboles compacto y oscuro. Wenceslao puede adivinar el esfuerzo de Rogelio por discernir lo que ve.
– Viene para acá -dice Rogelio, volviéndose a sentar.
Después sabrán que son la Negra y Josefa, las hijas de Agustín, que vienen de la ciudad con una amiga que han traído de paseo a conocer la costa. Comprobarán que las manchas -colorada, verde, azul- eran sus sombrillas. Irán desprendiéndose de a poco del horizonte de árboles hasta convertirse en tres figuras, tres seres humanos, tres mujeres, tres mujeres jóvenes aproximándose a la casa por el centro del camino amarillo. Después oirán sus voces: muy fugaces, incomprensibles, y las observarán en silencio desde la mesa mientras se aproximan inmovilizados por la expectación esforzada previa al reconocimiento, hasta que los chicos primero y después las mujeres se levantarán de la mesa y saldrán a recibirlas. Los dos grupos se encontrarán en medio del camino, a cincuenta metros de la casa, y se escucharán voces y risas entre un tumulto de besos y de abrazos, contemplados desde la esfera de sombra -la mesa larga, ahora desordenada y llena de platos sucios, vasos, botellas, pan y fuentes con restos de comida- por Rogelio, Agustín y Wenceslao, y el viejo, que se habrá vuelto un poco hacia el camino en la otra cabecera y observará la escena con leve hieratismo y desinterés. Wenceslao mirará al grupo por encima de las sillas vacías; las recién llegadas serán rodeadas por las mujeres y los niños mientras los perros merodean alrededor. Después continuarán caminando -los grandes redondeles de las sombrillas arrojando sombras translúcidas y de color (azul, colorado, verde) solí re el suelo amarillo- y entrarán en el patio de la casa. Los hombres se pararán y saludarán. Agustín retomará su sonrisa pálida y se mezclará con el grupo. Wenceslao no alcanzará a comprobar si ha saludado o no a sus hijas. La Negra, Josefa y su amiga, de la que sabrán que se llama Amelia, estarán vestidas, comprobarán, con ropas chillonas y ajustadas, llenas de collares y de pulseras de fantasía que tintinearán a cada movimiento brusco de sus cuerpos. Rosa les limpiará un sector de la mesa, les pondrá platos limpios y les servirá rápido la comida, para sentarse lo antes posible a escuchar las voces roncas y complacidas de la Negra y Josefa mientras cuentan historias de la ciudad. Estarán todo el tiempo rodeadas de grandes y chicos, mientras dure la comida. Contarán que en la ciudad se vive de otra manera, que el ómnibus cruza un puente colgante sobre el río antes de comenzar a rodar por el camino de asfalto en dirección a la costa, que hay un supermercado donde uno mismo se sirve lo que quiere y va a depositarlo en un carrito de tejido de alambre, que todo el mundo fuma cigarrillos importados y que nadie se acuesta casi nunca antes del amanecer. Las mujeres contemplarán con admiración el pelo ahora rubio de la Negra. Ella les explicará que en la ciudad hay peluquerías donde no sólo lo tiñen o lo cubren con una peluca, sino que también lo baten y lo peinan de tal manera que si una se cuida puede andar peinada lo más bien durante un mes entero. Hablarán a veces por turno, a veces interrumpiéndose, con sus voces roncas y orondas, tosiendo de vez, en cuando por causa del humo de los cigarrillos norteamericanos, ante el asombro creciente de los niños, la curiosidad de las mujeres y la indiferencia de los viejos, a los que habrán saludado y besado con ternura afectada al entrar. Enumerarán sus amistades en la ciudad, dejando entrever que se codean con militares, estancieros, comerciantes, y hasta con un diputado. Hablarán misteriosamente de su trabajo, con discreción hábil, usando siempre elipsis rápidas, eufemismos incomprensibles, y se fastidiarán dejando entrever que el vino está demasiado caliente pero se consolarán después diciendo que al fin de cuentas el vino tinto debe tomarse natural -sin hielo ni soda- y únicamente el blanco debe tomarse frío y sobre todo si uno come pescado. Estarán cruzadas de piernas, mostrando los muslos rollizos que emergerán de unas polleras demasiado cortas, demasiado estrechas y demasiado chillonas.