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Lucrecia empezó a desnudarse: iba dejando las prendas encima de una silla, hasta que cayó la última. Entonces, se santiguó rápidamente y se acostó. Lejos, aunque dentro de la casa, se batió una ventana. Después empezó a silbar el viento: bajaba de la sierra como una manada de caballos que los hubieran soltado de repente: bajaban aullando por las esquinas y enfriando el aire caliente de la noche. Lucrecia, entredormida, se arrebujó como pudo.

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