El capuchino hizo un gesto de asco.
– Me basta con mi ciencia, caballero.
– Sin embargo, conviene saber de todo.
– ¿Fue lo del Rey uno de esos caprichos?
– Le aseguro que no, padre. Los diez ducados tuve que pagarlos yo. El Rey no llevaba numerario suficiente. ¡Medio ducado de oro en una faltriquera que suele estar vacía! Por cierto que debería pensarse en modificar algunos detalles del protocolo: medio ducado para esa clase de servicios quizá estuviese bien en tiempos del Gran Duque de Borgoña; pero, desde aquellas calendas, han cambiado mucho los precios.
– ¡Por lo que el Rey no debería pagar un solo maravedí! -dijo una voz apasionada y lejana, mientras el Gran Inquisidor sonreía.
El padre Villaescusa pidió que no se apartasen del tema.
– Reverencias, nos hallamos ante un caso confeso de alcahuetería, cuyo juicio a nosotros no nos corresponde sino al brazo secular. Remitamos a él al señor conde, que tendrá que pechar con unos años de galeras.
– Lo haría de buena gana, si hubiera delinquido, pues se pasa mejor amarrado al duro banco que en una mazmorra de las cárceles corrientes. Pero me niego a aceptar eso de la alcahuetería.
– Yo creo que está claro -dijo el padre Villaescusa- y, además, Su Señoría ha confesado.
– No, padre. Yo no confesé, conté, y no conté todo. Porque lo que sucedió fue lo siguiente: me hallaba yo en un salón de la corte…
– ¿Y qué hacía Su Excelencia en un salón de la corte, siendo como parece ser el comandante de una armada?
– Había venido a entregar al fisco el quinto de mis presas, que corresponde al Rey. Un saco de ducados, en este caso, o, más exactamente, de libras esterlinas, que así se llama la moneda inglesa. Y el Rey me descubrió, se acercó a mí, me preguntó quién era, y qué hacía allí tan solo, y yo se lo dije. «Entonces, si no eres de aquí, no sabrás dónde vive una tal Marfisa, con la que me gustaría pasar la noche.» «Yo no lo sé, señor, pero puedo averiguarlo.» El Rey, entonces, dirigió una mirada a los grandes, a los nobles, a todos los cortesanos que, en grupos, hablaban y reían, los que no se quejaban o se aburrían, en el salón. «Todos ésos lo saben.» «Pues yo no tardaré en saberlo.» Me aparté del Rey, brujuleé y volví con las señas exactas. ¿Hay en esto delito? «Te agradezco el informe.» «Pero, ¿va a ir sola Vuestra Majestad a un lugar tan conocido? Tengo entendido que las noches de la corte son especialmente peligrosas.» «Si alguno de ésos me acompañara, mañana lo sabría todo el mundo.» «A mí no me conoce nadie, Señor, y tengo carroza y una espada bien probada en lides más difíciles que un asalto nocturno. Me ofrezco a acompañarle.» «Entonces, espérame esta noche, con tu carroza, en la esquina sureste del Alcázar. Iré de negro, y estoy seguro de que me reconocerás en las sombras.» «No lo dude, Majestad. Le reconocería en el mismísimo infierno.» Y eso fue todo, señores, lo que yo considero un servicio de protección a la persona del Rey.
– Y mientras el Rey fornicaba, ¿qué hacía Vuesa Señoría?
– Dormir, padre, no le quepa duda. Dormir en un sillón incómodo, con el cuello despechugado, la cintura floja y las botas al lado de mis pies. Así hasta que el Rey me despertó, ya vestido, y me dijo que nos fuéramos. Por cierto que traía la cara pasmada. Le pregunté si le sucedía algo. Me respondió que, por primera vez, había visto una mujer desnuda y que no sospechaba que pudiera ser así, tan distinta y tan bella, lo cual no deja de ser raro en un hombre de veinte años que, además, está casado.
– No olvide Su Señoría que lo está con una reina.
– Sí, eso tengo entendido, aunque yo no la conozco. De su padre tengo algunos informes. No era muy escrupuloso en eso de mujeres, de modo que a la Reina no debe sorprenderle que su marido busque solaz en otros lechos.
– ¿Está Su Señoría justificándolo?
– No, Reverendo Padre. Me limito a explicarlo.
– Hay explicaciones que implican un razonamiento a favor.
– La mía no aspira a tanto.
El padre Enríquez, a quien el debate comenzaba a aburrir, pidió la palabra. Y cuando se la dieron, espetó al conde de la Peña Andrada:
– ¿Y Vuesa Señoría cree que esa ocurrencia del Rey de ver a la Reina desnuda tiene alguna relación con lo que acaba de contarnos?
– Creo, reverencia, que es efecto de esta causa. Un efecto lógico. Y necesario, además. Los jóvenes que andan por el mundo no deben ser inocentes, sino experimentados. ¿Y qué menos que pedir un esposo que saber cómo es el cuerpo de su esposa?
Metió baza el padre Villaescusa, temeroso de que el padre Enríquez, reputado de tolerante, le arrebatase el protagonismo.
– Su Señoría, ¿vio muchas mujeres desnudas? ¿Las vio con complacencia?
– Reverendo padre, más de la mitad de las mujeres que hay en el inundo andan sin ropa. No sólo en los mares del Sur, que no se sabe si son mujeres o sirenas, sino también en otros lares. Pregunte al padre Almeida.
El padre Almeida recogió el envite con seriedad.
– Tiene razón el conde. Las mujeres de las tribus que yo cristianicé también andaban desnudas, y supongo que seguirán así.
El padre Villaescusa se volvió hacia él con furia.
– ¿Y no las obligó Vuesa Paternidad a vestirse? ¿No era ésa la primera misión de su ministerio?
– Yo, padre, les enseñé que el Hijo de Dios había muerto por todos los hombres, también por ellos, y que les esperaba en el paraíso.
– ¿Un paraíso para gente desnuda?
– No sabemos cómo está en el paraíso la gente que lo ha merecido, pero sospecho que no se habrán llevado sus ropas consigo.
Había oscurecido, y a la luz escasa de los cirios, todas aquellas caras parecían fantasmas. Pero en los fantasmas ya no creía nadie. Menos que nadie, el jesuita y el conde.