Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Tal vez, ningún poder de este mundo, respondió la mirada de Dulac y Mordred leyó esa respuesta con absoluta nitidez en sus ojos, de igual modo que Dulac había captado su mensaje.

– Sir Mordred -Arturo hizo amago de incorporarse en su silla y se sentó de nuevo. Por su parte, Ginebra movió levemente la cabeza; un gesto que, en su parquedad, estaba casi en la frontera de convertirse en una ofensa.- Sir Mordred -repitió Arturo-, Camelot se siente honrado de vuestra visita.

El Caballero Negro asintió; también ese movimiento, en su parquedad, fue casi una ofensa. Dulac no habría podido decir quién de los dos fijó la vista durante más tiempo en el otro.

– Tras todo lo ocurrido, rey Arturo -dijo Mordred con sequedad-, debo agradeceros vuestra invitación, que supone un honor para mí.

Parecía esperar unas determinadas palabras del rey; como éstas no llegaron, se dirigió a la única silla libre que quedaba (con excepción de la que se encontraba a la derecha de Arturo). Su vista recorrió la estancia y evaluó los rostros de los caballeros, se quedó un momento sobre la de Arturo, algo más sobre la de Ginebra, y un rato largo sobre la de Dulac.

– Ese chico. Quiero que se vaya.

Arturo se giró con cierta dificultad en su silla, frunció el ceño y sacudió los hombros, desconcertado.

– Es una petición… insólita, Sir Mordred -dijo alargando las palabras-. Pero si insistís… Dulac.

Dulac dio un paso y Mordred negó con la cabeza.

– Ese, no. El otro.

Sorprendido, Dulac se quedó quieto y miró hacia la izquierda. La mano de Mordred no le había señalado a él, sino a Evan, que estaba justo su lado. Ahora se dio cuenta de que Evan no sólo miraba a Mordred asombrado, sino absolutamente horrorizado.

En realidad, sólo por un momento. Después, asintió deprisa y salió tan rápido como pudo.

– ¿Podríais aclararnos el motivo de vuestro deseo, Sir Mordred? -preguntó el caballero Braiden con brusquedad.

– Lo que tenemos que hablar no puede escucharlo cualquiera -respondió Mordred y señaló a Dulac-. Ese chico ya estaba presente en nuestra última conversación. Deduzco, por tanto, que es de vuestra confianza. Pero con un par de oídos curiosos, basta y sobra.

– Tenéis buena memoria -la mirada de Arturo se posó brevemente en Dulac. Su significado se le escapó, pero no tenía por qué ser agradable.

– ¿Y qué es lo que tenemos que conversar, que no puede saberlo nadie fuera de este salón? -prosiguió Braiden.

En vez de contestar, Mordred apoyó sus manos, una al lado de la otra, sobre la superficie de la mesa y observó interesado las puntas de sus dedos. Una sonrisa fina jugueteaba en la comisura de sus labios, pero también podía ser una mueca de desprecio. En cualquier caso, su argumentación no era real. Había echado a Evan porque ambos se conocían y no quería correr el riesgo de que alguien descubriera el miedo en la cara del chico y, a partir de ahí, tirara de la madeja.

– Sir Mordred ha aceptado mi invitación -dijo Arturo, al ver que él no respondía-. He sido yo quien le ha pedido que viniera.

Por un momento, un murmullo de excitación recorrió la estancia. Algunos caballeros se volvieron desconcertados hacia Arturo y no todos parecían de acuerdo con su decisión. El rey pidió silencio con un gesto autoritario.

– Le he pedido que viniera -repitió con un tono ligeramente más alto- porque ya se ha vertido demasiada sangre y porque tengo que comunicaros a todos, y sobre todo a vos, estimado Mordred, algo importante. Muy importante. Y que va a cambiar muchas cosas.

– ¿Y qué puede ser? -fue Sir Mandrake, y no Mordred, el que hizo esa pregunta.

– Calma -respondió Arturo-. Comamos primero. Se habla mejor con el estómago lleno.

Mandrake apretó los labios, pero no se opuso, y esta vez la sonrisa de Mordred se mostró claramente presuntuosa. Ni siquiera levantó la mirada, siguió observando las puntas de sus dedos. Arturo dio palmas, y Dulac se sobresaltó y rápidamente se puso a la ardua labor de servir completamente solo la cena de casi sesenta comensales.

Trató de reunir todas las fuerzas de las que era capaz, pero ya flaqueó en el intento de servir las copas de los caballeros. Ninguno de ellos se quejó, pero un rato después, uno se levantó y se acercó para echarle una mano.

– Por favor, Sir -comenzó Dulac-, no…

Se paró asustado cuando se dio cuenta de quién tenía delante. El caballero era bastante mayor que Arturo. Su cabello comenzaba a blanquear en las sienes y su rostro estaba surcado desde años atrás por profundas cicatrices, que habían grabado la visión de muchas batallas y la sangre derramada de demasiados enemigos. Pero ahora había algo más. La expresión de sus ojos se había transformado. Le faltaba algo. Dulac no podía decir el qué, pero era algo importante, cuya desaparición había convertido a Sir Braiden en alguien distinto. Su brazo derecho terminaba en un muñón, sobre el que se había colocado un puño de plata.

– Todo va bien, chico -dijo sonriendo-. Es imposible que puedas hacerlo solo y así por lo menos seré útil. O, por lo menos, me engañaré a mí mismo.

– Pero… pero vuestra mano -tartamudeó Dulac.

– Ah, esto -Braiden se miró el muñón como si notara la falta de su mano por primera vez-. Fui torpe. Que te sirva de advertencia la próxima vez que trajines con un cuchillo en la cocina.

Dulac lo observó desolado. Las palabras de Sir Braiden no pretendían ser más que una broma, pero en el timbre de su voz había un dejo de amargura, del que seguramente ni siquiera era consciente. A Dulac le resultó difícil no demostrar sus verdaderos sentimientos. Conocía a Sir Braiden desde que podía recordar. El caballero de la Tabla Redonda había superado los daños físicos de la grave herida que le habían infligido en la batalla del cromlech. Pero algo dentro de él se había roto y nunca volvería a ser el de antes.

Dulac apartó de sí aquellos pensamientos y se concentró de nuevo en el trabajo. Como ayudante, Sir Braiden era más voluntarioso que capaz, de tal manera que Dulac tuvo serias dificultades tan sólo con intentar cumplir los deseos más imperiosos de los caballeros, pero de algún modo al final lo lograron. Si fio hubiera sido por la tensión que, como el presentimiento de una tormenta venidera, flotaba en el ambiente, todos habrían creído que se trataba casi de un día más en las reuniones de la tabla Redonda.

Aquel casi venía dado por la presencia de Ginebra. Por supuesto, Dulac cumplía cada uno de sus deseos e incluso intentaba hacerlo antes de que ella acabara de expresarlos. Pero, pese a eso, seguía estableciendo una gran distancia y hacía verdaderos esfuerzos para evitar su mirada. No habría soportado mirarla a la cara.

Por fin, Arturo carraspeó y reclamó la atención de la asamblea.

– Señores -empezó-, Sir Mordred.

Se hizo el silencio. Todos los caballeros miraban a Arturo con interés, salvo Mordred, que tomó su copa y bebió como si estuviera absolutamente concentrado en esa tarea.

Arturo dejó pasar la afrenta.

– Os he reunido hoy aquí para comunicaros algo -comenzó. Su mano izquierda se deslizó sobre la mesa y asió los delgados dedos de Ginebra. Ella no devolvió el gesto, pero Dulac pudo comprobar que tampoco lo rechazó.

– En las últimas semanas y meses -continuó Arturo- nos han ocurrido muchas cosas. Hemos luchado. Hemos perdidos a muy buenos amigos, pero también hemos ganado otros. La desgracia se ha cernido sobre Camelot y la sombra de la guerra pende sobre el país. Esto tiene que acabar.

– Escuchad, escuchad -dijo Mordred en son de burla. En los ojos de Sir Galahad brilló la rabia, pero Arturo le pidió tranquilidad con la mirada.

– Este es el motivo que me ha llevado a adoptar una decisión -siguió el rey imperturbable-. Sabéis que le pedí la mano a Lady Ginebra y que ella aceptó. Habíamos proyectado la boda para la fiesta del solsticio de verano, pero hemos acordado no esperar tanto -hizo una pausa para enfatizar sus palabras-. He enviado un emisario a York para pedirle al obispo que venga a Camelot con el fin de celebrar el enlace. Lady Ginebra Pendragon y yo nos casaremos el próximo domingo en la ermita junto al río.

Dulac se sobresaltó tanto que estuvo a punto de tirar al suelo la jarra de vino. ¿El próximo domingo? ¡Aquello era dentro de cuatro días! Su corazón latía a toda velocidad. ¡Imposible!, pensó. ¡Aquello no podía, no debía ocurrir! Su cuerpo temblaba de pies a cabeza.

Nadie notó su inquietud, porque también el resto de la asamblea miraba sorprendido a Arturo. No todos los rostros mostraban alegría. La propia Ginebra observaba a Arturo atónita y Dulac comprendió que también ella acababa de conocer las intenciones del rey.

Pero el más atónito de todos era Mordred. El color había desaparecido de su cara. Seguía allí de pie, como si se hubiera transformado en una estatua, y sus ojos brillaban de rabia. De manera inconsciente, sus manos apretaban la copa de estaño, de la que había bebido hasta aquel mismo momento.

– Perdonad, Arturo -inquirió Perceval-. Pero todavía no ha transcurrido el periodo habitual de noviazgo…

– Mi querido amigo -lo interrumpió Arturo con suavidad-. Camelot siempre ha sido conocido por romper con las tradiciones caducas y caminar hacia el futuro en lugar de arraigarse en el pasado, ¿no es así?

Perceval se mantuvo en silencio, pero Mandrake replicó:

– Quién de nosotros iba a extrañarse de que vuestro corazón haya sucumbido a los encantos de Lady Ginebra… Pero, por favor, considerad que los habitantes de la ciudad pudieran pensar de otra manera… ¿y hablar más de la cuenta?

– ¿Hablar? -preguntó Arturo-. ¿De qué?

– Lady Ginebra acaba de perder a su esposo -respondió Mandrake-. ¿No sería más inteligente dejar pasar por lo menos un tiempo adecuado de noviazgo?

Respondió Ginebra en lugar de Arturo:

– Este habría sido el deseo de Uther -su voz era fuerte, pero, pese a todo, Dulac sintió en ella la confusión que bullía en su interior-. Hablamos de ello.

– ¿De que os casaríais con su hijo?

El rostro de Arturo se nubló, pero Ginebra siguió hablando con voz tranquila y segura:

– Sabéis que él era lo bastante mayor para ser mi abuelo.

Y Arturo lo bastante mayor para ser vuestro padre. Sir Mandrake no pronunció esa frase en voz alta, sólo la pensó, pero Dulac estuvo seguro de que todos en la sala la habían escuchado. El semblante de Arturo se ensombreció todavía más.

– El tenía muy claro que Dios lo llamaría mucho antes que a mí -continuó Ginebra. Dulac se preguntaba de dónde sacaba las fuerzas para permanecer tan serena. Con el hombre que había matado a su marido sentado a su mesa-. Era el deseo de Uther que pronto encontrara un hombre que se preocupara por mí y garantizara mi seguridad. Y el destino fue muy generoso conmigo. No sólo he encontrado lo que Uther deseaba para mí, sino también un hombre que me quiere de todo corazón. ¿Qué más puedo pedir, Sir?

60
{"b":"87808","o":1}