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El resto de la ceremonia duró aproximadamente media hora más, pero a Dulac se le hizo interminable. Sir Lioness pronunció una breve oración ante cada una de las tumbas abiertas, pero al ser tantas el entierro parecía no tener fin. Finalmente, acabó y bendijo a los presentes, que enseguida comenzaron a dispersarse. No hubo conversaciones, ni rezagados que se quedaran un rato más orando ante las tumbas. Las personas huyeron literalmente del pequeño cementerio. Tal vez esperaban encontrar consuelo entre las cuatro paredes de sus casas.

También la mayoría de los caballeros se marcharon pronto y, al final, salvo Arturo y Sir Lioness, no quedaron más que unos cuantos caballeros ante las tumbas. También Dulac deseaba marcharse. Estar junto a Ginebra no le proporcionaba ninguna paz y Arturo lo miraba de una manera que le erizaba el vello de la piel.

Ginebra comenzó a sollozar de nuevo. Dulac habría dado cualquier cosa por calmar su dolor o, por lo menos, compartirlo, pero no podía hacer ni lo uno ni lo otro. Catando finalmente consiguió parar de llorar, Dulac descubrió que no conocía el verdadero motivo de su sufrimiento.

– Era un hombre tan bueno -murmuró Ginebra-. No es justo que haya muerto así.

– ¿Uther? -supuso Dulac.

– El último de su estirpe -añadió Ginebra, sin responder a su pregunta-. Ahora ya sólo queda…

No siguió hablando, pero Dulac no pudo dejar de imaginar a qué podía referirse con aquellas palabras. Miró a Arturo casi en busca de ayuda, pero también el rey reaccionó de forma muy distinta a como él esperaba. En lugar de decir algo, sonrió hacia Dulac con una mirada triste y se volvió para marcharse con pasos apresurados. Dulac lo miró desconcertado. Tendría que estar alegre de poner compartir unos momentos a solas con Ginebra, pero sintió justamente lo contrario. Estaba intranquilo.

– ¿Mylady? -murmuró inseguro.

– Ginebra -le corrigió ella-. Somos amigos… o lo éramos, por lo menos. Eso es lo que creía.

– Claro… que sí -aseguró Dulac con presteza. Sus pensamientos estaban abocados a una danza salvaje. ¿Adonde quería ir a parar? ¿Le había reconocido después de todo y esperaba una oportunidad para hablar con él en privado? Pero aquella idea le resultaba poco probable. Arturo no la había dejado a solas por casualidad.

– ¿Ves? Ese es justo nuestro problema -dijo Ginebra con tristeza.

– ¿Problema? -repitió Dulac son comprender. ¿Cómo iba a ser un problema ser leal a la amistad de otro?-. ¿Qué pretendéis, Mylady? -preguntó sin disimulos. Aquella vez utilizó el tratamiento de cortesía a conciencia, y leyó en los ojos de Ginebra que se había dado cuenta y que comprendía la causa por la que lo hacía.

Cuando ella continuó hablando, su sonrisa había adoptado un rictus de tristeza.

– Caminemos unos pasos, Dulac -propuso.

Dulac se alegró de perder de vista las tumbas. Aquellos hombres llevaban ya tres días muertos y, aunque los habían lavado y embalsamado, un ligero olor de putrefacción se estaba adueñando del cementerio. Con un asentimiento de cabeza, se cogió del brazo de Ginebra; aunque, unos pocos pasos después, dio la vuelta a la cabeza para observar a Arturo. El rey miraba directamente hacia ellos, pero no hizo intención de seguirlos.

– No te preocupes -dijo Ginebra al percibir su mirada-. No tiene nada en contra de que hablemos. Al revés. Me ha pedido que lo haga.

– ¿Sobre qué? -preguntó Dulac incómodo.

– Sobre nosotros -dijo Ginebra-. No podemos volver a vernos, Dulac.

– ¿No volver a vernos? Pero…

Ginebra se quedó parada y le miró a los ojos. Ahora, sus lágrimas habían desaparecido, pero en su rostro había una expresión buscada, no natural, que hizo comprender al joven que no se trataba simplemente de conversar un poco; lo que quería era comunicarle algo.

– Es mi culpa, Dulac -comenzó-. No tendría que haberte dado esperanzas.

– ¿Esperanzas? Pero…

– Te las has hecho -aseguró Ginebra-. No tienes que avergonzarte por ello. Ha sido culpa mía, sólo mía. Me aburría y me encontré con un chico simpático con el que podía charlar. Para mí no era más que eso. Tendría que haber imaginado a lo que podía conducir. Lo siento.

– Ya entiendo -dijo Dulac con amargura-. ¿Cómo vamos a tratarnos? No tenemos nada que ver. Vos y yo. Una reina y un chico sencillo, que no sabe ni dónde nació ni quiénes eran sus verdaderos padres.

Ginebra se lo quedó mirando sin pronunciar una palabra, lamentando lo que él había dicho. A continuación, dijo en tono muy bajo y profundamente triste:

– Me lo he ganado.

– Disculpad, Mylady -dijo Dulac inmediatamente-. Yo… yo no quería decir eso.

– Sí, sí que querias -le rebatió Ginebra-. Y tienes razón. Por muy cruel que te parezca, Dulac, pero es la verdad. Pertenecemos a mundos distintos y siempre viviremos en mundos distintos. No tendría que haber hablado jamás contigo. No se me ocurrió pensar lo que podría provocar. Por favor, perdóname. ¿Lo harás?

– Por supuesto, Mylady -respondió él. Estaba luchando por dominarse. Su voz le sonó mucho más fría de lo que pretendía. La mirada de Ginebra se hizo aún más triste.

– No podemos volver a vernos, Dulac -repitió-. Es mejor así, también para ti, creo.

– Por supuesto, Mylady -dijo Dulac nuevamente-. Me imagino que ése es el mandato de Arturo.

– Su deseo -le corrigió Ginebra-. Sí.

Ahora entendía por qué había tenido tanta prisa Arturo en buscar un nuevo cocinero para Camelot. De repente, tuvo claro que no iba a volver a pisar el suelo del castillo; por lo menos, no mientras Ginebra fuera su invitada.

– Arturo y yo vamos a casarnos -dijo Ginebra de pronto, sin mirarle.

– Vais a… ¿qué? -se asombró Dulac. Había escuchado sus palabras, pero se negaba a comprender el significado.

– Vamos a casarnos -repitió Ginebra, todavía sin mirarle a los ojos-. Hablamos durante el camino de regreso y también ayer.

– ¿Casaros? Pero… acabáis de enterrar a vuestro marido y…

Ginebra lo cortó con un brusco movimiento de su mano.

– No ahora, después de un tiempo prudencial de duelo -dijo.

– Pero Arturo es… ¡podría ser vuestro padre! -soltó Dulac.

– Uther podría haber sido mi abuelo -dijo Ginebra con calma-. ¿No recuerdas lo que te conté sobre nosotros? Estábamos casados ante Dios y ante la ley, pero él no era realmente mi esposo. Se casó conmigo para protegerme. Arturo me ha hecho el mismo ofrecimiento y yo voy a aceptarlo. Tengo que hacerlo, Dulac. No me queda ningún sitio a donde ir. Mordred asaltaría cualquier reino en donde yo me cobijara.

Dulac permaneció callado. Los ojos le escocían y tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para aguantar las lágrimas. Al contrario de lo que imaginaba Ginebra, eran lágrimas de ira y de desengaño. Ginebra no le había contado nada más que lo que le dijo al Caballero de Plata y tendría que haber pensado que, antes o después, iba a ser así.

Pero ¿sólo dos días después?

¡Arturo no había perdido el tiempo!

– ¿Entonces, no hay…? -su voz no le ayudó en el esfuerzo que estaba haciendo. Tuvo que tragar dos veces antes de poder continuar-: ¿No hay nadie a quién pertenezca vuestro corazón?

Ginebra no respondió de inmediato. Su mirada pareció ir mucho más allá de él, hacia un punto en la distancia. ¿Qué habría dicho si hubiera intuido que Dulac sabía hacia dónde se dirigía su mente?

– No -dijo finalmente, muy despacio y muy triste-. Por un momento, pensé que había alguien, pero… seguramente sólo fue un sueño.

No, no lo era, quiso gritar Dulac. No era un sueño y tampoco ha acabado. ¡Soy yo! ¡Estoy frente a vos!

Estuvo a punto de pronunciar aquellas palabras en voz alta, cogerla por los hombros y gritarle la verdad sin importarle lo que sucediera después.

Pero Ginebra se le adelantó. Sin ningún aviso previo, se aproximó a él, puso los brazos alrededor de su cuello y le estampó un beso en los labios.

Dulac estaba tan sorprendido que ni siquiera se dio cuenta de lo que hacía. Atónito y como paralizado, se quedó mirándola de hito en hito.

– Te lo debía -dijo ella sonriendo-. Guárdalo bien, Dulac. Es la última vez que nos tocamos -y con esas palabras se dio la vuelta y se marchó, tan deprisa como pudo sin llegar a correr.

Dulac la miró con pena. Bajo su frente se desencadenó un huracán de sensaciones y no estaba en disposición de pensar con discernimiento. Durante más de un minuto permaneció con la vista fija en el mismo punto, incluso después de que ella hubiera desparecido.

Cuando por fin se volvió, Arturo estaba a su espalda. Debía de llevar ya un buen rato y puede que hubiera oído buena parte de la conversación, incluso toda; pero a Dulac le daba lo mismo. Estaba casi seguro de que Arturo podría leer sus verdaderos sentimientos escritos en su cara o, por lo menos, adivinarlos, aunque eso también le daba lo mismo.

– Lo siento -dijo el rey-. Pero es mejor así, créeme.

– Claro, señor -aseguró Dulac con amargura.

– Te dije que le había dado mi palabra a Merlín de que me ocuparía de ti -comentó Arturo- y voy a cumplirlo. Sé que ahora todavía no puedes comprenderlo, pero un día lo harás, hazme caso, y entonces me lo agradecerás.

– Y hasta ese momento tengo que abandonar Camelot -presumió Dulac.

– He pensado mucho al respecto y creo que es lo mejor -dijo Arturo-. Dentro de cuatro días habrá luna llena y entonces enterraremos a Merlín. ¿Me figuro que es tu deseo estar allí?

Dulac asintió y, tras una pausa, Arturo añadió:

– Entonces, puedes hacerlo, por supuesto. Pero, al finalizar la ceremonia, te mandaré a York. ¿Conoces a Sir Daikin? Estuvo el año pasado en Camelot.

– Lo recuerdo -dijo Dulac.

– Sir Daikin es uno de mis mejores amigos, el más leal. Se ocupará de tu educación. Te convertirás en escudero de su corte y, si te aplicas y lo deseas, tal vez nos veamos dentro de unos años, cuando ya seas caballero. Es lo que siempre has querido, ¿no?

Dulac no contestó. Miró a Arturo durante unos segundos más, y luego se giró y salió corriendo de allí.

Cien veces más enfurecido que tras su lucha contra los pictos, corrió Dulac durante todo el camino de regreso a la posada,: hasta que el agotamiento pudo con él y chocó sin fuerzas contra una pared. Sintió un dolor como nunca antes en la vida había sentido, pero también un enojo profundo, que era nuevo para él y que le asustó. Era tan… ¡Injusto!

Claro que la vida jamás era justa. La justicia sólo era para los ricos y los poderosos y, la mayor parte de las veces, sólo si la ganaban por la fuerza de la espada. Pero en lo que se refería a él, esto era más de lo que podía soportar. En pocos días lo había perdido todo: lo que tenía; más aún, lo que esperaba llegar a tener. Sus amigos, su vida, su futuro, incluso una parte de su alma, la que le había quitado aquella maldita armadura. Y Arturo le había engañado hasta en el precio por el que había intercambiado su inocencia. Habría sentido lo mismo si el rey hubiera sacado su cuchillo y le hubiera rebanado el cuello.

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