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A
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Así que hace todo lo posible por conocerlo, pero no tiene éxito. Viven en ciudades diferentes. A viaja mucho y no siempre es seguro encontrarlo en su casa. Su teléfono casi siempre marca ocupado o es el contestador automático el que recibe la llamada y cuando esto sucede B cuelga en el acto pues le aterrorizan los contestadores automáticos.

Al cabo de un tiempo B decide que jamás se pondrá en contacto con A. Intenta olvidar el asunto, casi lo consigue. Escribe un nuevo libro. Cuando se publica A es el primero en reseñarlo. Su velocidad es tan grande que desafía cualquier disciplina de lectura, piensa B. El libro ha sido enviado a los críticos un jueves y el sábado aparece la reseña de A, por lo menos cinco folios, donde demuestra, además, que su lectura es profunda y razonable, una lectura lúcida, clarificadora incluso para el propio B, que observa aspectos de su libro que antes había pasado por alto. Al principio B se siente agradecido, halagado. Después se siente aterrorizado. Comprende, de golpe, que es imposible que A leyera el libro entre el día en que la editorial lo envió a los críticos y el día en que lo publicó el periódico: un libro enviado el jueves, tal como va el correo en España, en el mejor de los casos llegaría el lunes de la semana siguiente. La primera posibilidad que a B se le ocurre es que A escribiera la reseña sin haber leído el libro, pero rápidamente rechaza esta idea. A, es innegable, ha leído y muy bien leído su libro. La segunda posibilidad es más factible: que A obtuviera el libro directamente en la editorial. B telefonea a la editorial, habla con la encargada de ventas, le pregunta cómo es posible que A ya haya leído su libro. La encargada no tiene idea (aunque ha leído la reseña y está contenta) y le promete averiguarlo. B, casi de rodillas, si es que alguien se puede poner de rodillas telefónicamente, le suplica que lo llame esa misma noche. El resto del día, como no podía ser menos, lo pasa imaginando historias, cada una más disparatada que la anterior. A las nueve de la noche, desde su casa, lo telefonea la encargada de ventas. No hay ningún misterio, por supuesto, A estuvo en la editorial días antes y se fue con un ejemplar del libro de B con el tiempo suficiente como para leerlo con calma y escribir la reseña. La noticia devuelve la serenidad a B. Intenta preparar la cena pero no tiene nada en la nevera y decide salir a comer fuera. Se lleva el periódico en donde está la reseña. Al principio camina sin rumbo por calles desiertas, luego encuentra una fonda abierta en la que nunca ha estado antes y entra. Todas las mesas están desocupadas. B se sienta junto a la ventana, en un rincón apartado de la chimenea que débilmente calienta el comedor. Una muchacha le pregunta qué quiere. B dice que quiere comer. La muchacha es muy hermosa y tiene el pelo largo y despeinado, como si se acabara de levantar. B pide una sopa y después un plato de verduras con carne. Mientras espera vuelve a leer la reseña. Tengo que ver a A, piensa. Tengo que decirle que estoy arrepentido, que no quise jugar a esto, piensa. La reseña, sin embargo, es inofensiva: no dice nada que más tarde no vayan a decir otros reseñistas, si acaso está mejor escrita (A sabe escribir, piensa B con desgana, tal vez con resignación). La comida le sabe a tierra, a materias putrefactas, a sangre. El frío del restaurante lo cala hasta los huesos. Esa noche enferma del estómago y a la mañana siguiente se arrastra como puede hasta el ambulatorio. La doctora que lo atiende le receta antibióticos y una dieta suave durante una semana. Acostado, sin ganas de salir de casa, B decide llamar a un amigo y contarle toda la historia. Al principio duda a quién llamar. ¿Y si llamo a A y se lo cuento a él?, piensa. Pero no, A, en el mejor de los casos, lo achacaría todo a una coincidencia y acto seguido se dedicaría a leer bajo otra luz los textos de B para posteriormente proceder a demolerlo. En el peor, se haría el desentendido. Al final, B no llama a nadie y muy pronto un miedo de otra naturaleza crece en su interior: el de que alguien, un lector anónimo, se hubiera dado cuenta de que Álvaro Medina Mena es un trasunto de A. La situación, tal como ya está, le parece horrenda. Con más de dos personas en el secreto, cavila, puede llegar a ser insoportable. ¿Pero quiénes son los potenciales lectores capaces de percibir la identidad de Álvaro Medina Mena? En teoría los tres mil quinientos de la primera edición de su libro, en la práctica sólo unos pocos, los lectores devotos de A, los aficionados a los crucigramas, los que, como él, estaban hartos de tanta moralina y catequesis de final de milenio. ¿Pero qué puede hacer B para que nadie más se dé cuenta? No lo sabe. Baraja varias posibilidades, desde escribir una reseña elogiosa en grado extremo del próximo libro de A hasta escribir un pequeño libro sobre toda la obra de A (incluidos sus malhadados artículos de periódico); desde llamarlo por teléfono y poner las cartas boca arriba (¿pero qué cartas?) hasta visitarlo una noche, acorralarlo en el zaguán de su piso, obligarlo por la fuerza a que confiese cuál es su propósito, qué pretende al pegarse como lapa a su obra, qué reparaciones son las que de manera implícita está exigiendo con tal actitud.

Finalmente B no hace nada.

Su nuevo libro obtiene buenas críticas pero escaso éxito de público. A nadie le parece extraño que A apueste por él. De hecho, A, cuando no está de lleno en el papel de Catón de las letras (y de la política) españolas, es bastante generoso con los nuevos escritores que saltan a la palestra. Al cabo de un tiempo B olvida todo el asunto. Posiblemente, se consuela, producto de su imaginación desbordada por la publicación de dos libros en editoriales de prestigio, producto de sus miedos desconocidos, producto de su sistema nervioso desgastado por tantos años de trabajo y de anonimato. Así que se olvida de todo y al cabo de un tiempo, en efecto, el incidente es tan sólo una anécdota algo desmesurada en el interior de su memoria. Un día, sin embargo, lo invitan a un coloquio sobre nueva literatura a celebrarse en Madrid.

B acude encantado de la vida. Está a punto de terminar otro libro y el coloquio, piensa, le servirá como plataforma para su futuro lanzamiento. El viaje y la estancia en el hotel, por supuesto, están pagados y B quiere aprovechar los pocos días de estadía en la capital para visitar museos y descansar. El coloquio dura dos días y B participa en la jornada inaugural y asiste como espectador a la última. Al finalizar ésta, los literatos, en masa, son conducidos a la casa de la condesa de Bahamontes, letraherida y mecenas de múltiples eventos culturales, entre los que destacan una revista de poesía, tal vez la mejor de las que aparecen en la capital, y una beca para escritores que lleva su nombre. B, que en Madrid no conoce a nadie, está en el grupo que acude a cerrar la velada a casa de la condesa. La fiesta, precedida por una cena ligera pero deliciosa y bien regada con vinos de cosecha propia, se alarga hasta altas horas de la madrugada. Al principio, los participantes no son más de quince pero con el paso de las horas se van sumando al convite una variopinta galería de artistas en la que no faltan escritores pero donde es dable encontrar, también, a cineastas, actores, pintores, presentadores de televisión, toreros.

En determinado momento, B tiene el privilegio de ser presentado a la condesa y el honor de que ésta se lo lleve aparte, a un rincón de la terraza desde la que se domina el jardín. Allá abajo lo espera un amigo, dice la condesa con una sonrisa y señalando con el mentón una glorieta de madera rodeada de plátanos, palmeras, pinos. B la contempla sin entender. La condesa, piensa, en alguna remota época de su vida debió ser bonita pero ahora es un amasijo de carne y cartílagos movedizos. B no se atreve a preguntar por la identidad del «amigo». Asiente, asegura que bajará de inmediato, pero no se mueve. La condesa tampoco se mueve y por un instante ambos permanecen en silencio, mirándose a la cara, como si se hubieran conocido (y amado u odiado) en otra vida. Pero pronto a la condesa la reclaman sus otros invitados y B se queda solo, contemplando temeroso el jardín y la glorieta donde, al cabo de un rato, distingue a una persona o el movimiento fugaz de una sombra. Debe ser A, piensa, y acto seguido, conclusión lógica: debe estar armado.

Al principio B piensa en huir. No tarda en comprender que la única salida que conoce pasa cerca de la glorieta, por lo que la mejor manera de huir sería permanecer en alguna de las innumerables habitaciones de la casa y esperar que amanezca. Pero tal vez no sea A, piensa B, tal vez se trate del director de una revista, de un editor, de algún escritor o escritora que desea conocerme. Casi sin darse cuenta B abandona la terraza, consigue una copa, comienza a bajar las escaleras y sale al jardín. Allí enciende un cigarrillo y se aproxima sin prisas a la glorieta. Al llegar no encuentra a nadie, pero tiene la certeza de que alguien ha estado allí y decide esperar. Al cabo de una hora, aburrido y cansado, vuelve a la casa. Pregunta, a los escasos invitados que deambulan como sonámbulos o como actores de una pieza teatral excesivamente lenta, por la condesa y nadie sabe darle una respuesta coherente. Un camarero (que lo mismo puede estar al servicio de la condesa o haber sido invitado por ésta a la fiesta) le dice que la dueña de casa seguramente se ha retirado a sus habitaciones, tal como acostumbra, la edad, ya se sabe. B asiente y piensa que, en efecto, la edad ya no permite muchos excesos. Después se despide del camarero, se dan la mano y vuelve caminando al hotel. En la travesía invierte más de dos horas.

Al día siguiente, en vez de tomar el avión de regreso a su ciudad, B dedica la mañana a trasladarse a un hotel más barato donde se instala como si planeara quedarse a vivir mucho tiempo en la capital y luego se pasa toda la tarde llamando por teléfono a casa de A. En las primeras llamadas sólo escucha el contestador automático. Es la voz de A y de una mujer que dicen, uno después del otro y con un tono festivo, que no están, que volverán dentro de un rato, que dejen el mensaje y que si es algo importante dejen también un teléfono al que ellos puedan llamar. Al cabo de varias llamadas (sin dejar mensaje) B se ha hecho algunas ideas respecto a A y a su compañera, a la entidad desconocida que ambos componen. Primero, la voz de la mujer. Es una mujer joven, mucho más joven que él y que A, posiblemente enérgica, dispuesta a hacerse un lugar en la vida de A y a hacer respetar su lugar. Pobre idiota, piensa B. Después, la voz de A. Un arquetipo de serenidad, la voz de Catón. Este tipo, piensa B, tiene un año menos que yo pero parece como si me llevara quince o veinte. Finalmente, el mensaje: ¿por qué el tono de alegría?, ¿por qué piensan que si es algo importante el que llama va a dejar de intentarlo y se va a contentar con dejar su número de teléfono?, ¿por qué hablan como si interpretaran una obra de teatro, para dejar claro que allí viven dos personas o para explicitar la felicidad que los embarga como pareja? Por supuesto, ninguna de las preguntas que B se hace obtiene respuesta. Pero sigue llamando, una vez cada media hora, aproximadamente, y a las diez de la noche, desde la cabina de un restaurante económico, le contesta una voz de mujer. Al principio, sorprendido, B no sabe qué decir. Quién es, pregunta la mujer. Lo repite varias veces y luego guarda silencio, pero sin colgar, como si le diera a B la ocasión de decidirse a hablar. Después, en un gesto que se adivina lento y reflexivo, la mujer cuelga. Media hora más tarde, desde un teléfono de la calle, B vuelve a llamar. Nuevamente es la mujer la que descuelga el teléfono, la que pregunta, la que espera una respuesta. Quiero ver a A, dice B. Debería haber dicho: quiero hablar con A. Al menos, la mujer lo entiende así y se lo hace notar. B no contesta, pide perdón, insiste en que quiere ver a A. De parte de quién, dice la mujer. Soy B, dice B. La mujer duda unos segundos, como si pensara quién es B y al cabo dice muy bien, espere un momento. Su tono de voz no ha cambiado, piensa B, no trasluce ningún temor ni ninguna amenaza. Por el teléfono, que la mujer ha dejado seguramente sobre una mesilla o sillón o colgando de la pared de la cocina, oye voces. Las voces, ciertamente ininteligibles, son de un hombre y una mujer, A y su joven compañera, piensa B, pero luego se une a esas voces la de una tercera persona, un hombre, alguien con la voz mucho más grave. En un primer momento parece que conversan, que A es incapaz de no prolongar aunque sólo sea un instante una conversación interesante en grado sumo. Después, B cree que más bien están discutiendo. O que tardan en ponerse de acuerdo sobre algo de extrema importancia antes de que A coja de una vez por todas el teléfono. Y en la espera o en la incertidumbre alguien grita, tal vez A. Después se hace un silencio repentino, como si una mujer invisible taponara con cera los oídos de B. Y después (después de varias monedas de un duro) alguien cuelga silenciosamente, piadosamente, el teléfono.

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