A quienes sí ve es a los escritores de París. No tan a menudo como él en el fondo hubiera deseado, pero los ve y a veces habla con ellos y ellos saben (generalmente de forma vaga) quién es él, incluso hay quien ha leído un par de poemas en prosa de Leprince. Su presencia, su fragilidad, su espantosa soberanía, a algunos les sirve de acicate o de recordatorio.
Para Enrique Vila-Matas
Un poeta lo puede soportar todo. Lo que equivale a decir que un hombre lo puede soportar todo. Pero no es verdad: son pocas las cosas que un hombre puede soportar. Soportar de verdad. Un poeta, en cambio, lo puede soportar todo. Con esta convicción crecimos. El primer enunciado es cierto, pero conduce a la ruina, a la locura, a la muerte.
Conocí a Enrique Martín pocos meses después de llegar a Barcelona. Tenía mi edad, había nacido en 1953 y era poeta. Escribía en castellano y catalán con resultados esencialmente idénticos aunque formalmente disímiles. Su poesía en castellano era voluntariosa y afectada y en no pocas ocasiones torpe, carente de cualquier atisbo de originalidad. Su poeta preferido (en esta lengua) era Miguel Hernández, un buen poeta que ignoro por qué razón gusta tanto a los malos poetas (arriesgo una respuesta que me temo incompleta: Hernández habla de y desde el dolor, y los malos poetas suelen sufrir como animales de laboratorio, sobre todo a lo largo de su dilatada juventud). En catalán, en cambio, su poesía hablaba de cosas reales y cotidianas, y únicamente la conocíamos sus amigos (lo que en realidad es un eufemismo: su poesía en castellano probablemente también la leíamos sólo los amigos, la única diferencia, al menos en cuanto a lectores se refiere, era que la poesía en castellano la Publicaba en revistas de tiraje ínfimo que sospecho sólo nosotros examinábamos y en ocasiones ni siquiera nosotros, y las escritas en catalán nos las leía en los bares o cuando visitaba nuestras casas). Pero el catalán de Enrique era malo -¿cómo podían los poemas ser buenos sin dominar el poeta la lengua en que los escribía?; supongo que eso entra en el apartado de los misterios de la juventud-. El caso es que Enrique no tenía ni idea de los rudimentos de la gramática catalana y la verdad es que escribía mal, ya fuera en castellano o catalán, pero yo aún recuerdo algunos de sus poemas con cierta emoción a la que no es ajena el recuerdo de mi propia juventud. Enrique quería ser poeta y en ese empeño ponía toda la fuerza y toda la voluntad de las que era capaz. Su tenacidad (una tenacidad ciega y acrítica, como la de los malos pistoleros de las películas, aquellos que caen como moscas bajo las balas del héroe y que sin embargo perseveran de forma suicida en su empeño) a la postre lo hacía simpático, aureolado por una cierta santidad literaria que sólo los poetas jóvenes y las putas viejas saben apreciar.
En aquella época yo tenía veinticinco años y pensaba que ya lo había hecho todo. Enrique, por el contrario, quería hacerlo todo y se preparaba a su manera para comerse el mundo. Su primer paso fue sacar una revista o un fanzine de literatura que costeó con sus propios ahorros, pues tenía dinero ahorrado y un trabajo desde los quince años en no sé qué oscura oficina cercana al puerto. A última hora los amigos de Enrique (e incluso algún amigo mío) decidieron no incluir mis poemas en el primer número y eso, aunque me pese reconocerlo, enturbió durante algún tiempo nuestra amistad. Según Enrique, la culpa fue de otro chileno, un tipo al que conocía desde hacía mucho, que sugirió que dos chilenos eran demasiados chilenos para un primer número de un fanzine de literatura española. Por aquellos días yo estaba en Portugal y cuando volví opté por lavarme las manos. Ni la revista tenía nada que ver conmigo ni yo tenía nada que ver con la revista. No acepté las explicaciones de Enrique, en parte por comodidad, en parte para satisfacer mi orgullo herido, y me desentendí de la empresa.
Durante un tiempo dejamos de vernos. Por gente que ambos conocíamos y a la que solía encontrar en los bares del Casco Antiguo, nunca dejé de enterarme, de una forma sucinta y casual, de sus últimas andanzas. Así supe que de la revista (se llamaba Soga Blanca, un título profético, aunque me consta que no fue a él al que se le ocurrió) sólo salió un número, que intentó montar una obra de teatro en un ateneo de Nou Barris y que lo corrieron a gorrazos después de la primera representación, que planeaba sacar otra revista.
Una noche apareció por mi casa. Llevaba bajo el brazo una carpeta llena de poemas y quería que los leyera. Fuimos a cenar a un restaurante de la calle Costa y después, mientras tomaba café, leí algunos. Enrique esperaba mi opinión con una mezcla de autosatisfacción y miedo. Comprendí que si le decía que eran malos nunca más lo volvería a ver, además de arriesgarme a una discusión que se podía prolongar hasta altas horas de la noche. Dije que me parecían bien escritos. No mostré excesivo entusiasmo, pero me cuidé de deslizar la más mínima crítica. Incluso le dije que uno de ellos me parecía muy bueno, uno a la manera de León Felipe, un poema en donde añoraba las tierras de Extremadura en donde él nunca había vivido. No sé si me creyó. Sabía que entonces yo leía a Sanguinetti y que seguía (si bien eclécticamente) las enseñanzas sobre poesía moderna del italiano y que por lo tanto no me podían gustar sus versos sobre Extremadura. Pero hizo como que me creía, hizo como que se alegraba de habérmelos leído y después, sintomáticamente, se puso a hablar sobre su revista muerta en el número 1 y ahí fue donde yo me di cuenta de que no me creía pero que se lo callaba.
Eso fue todo. Estuvimos hablando un rato más, sobre Sanguinetti y Frank O'Hara (Frank O'Hara aún me gusta, a Sanguinetti hace mucho que no lo leo), sobre la nueva revista que pensaba sacar y para la que no me pidió poemas y luego nos despedimos en la calle, cerca de mi casa. Pasaron uno o dos años hasta que lo volví a ver.
Por entonces yo vivía con una mexicana y nuestra relación amenazaba con acabar con ella, conmigo, con los vecinos, a veces incluso con la gente que se atrevía a visitarnos. Estos últimos, advertidos, dejaron de venir a nuestra casa y por aquellos días casi no veíamos a nadie; éramos pobres (la mexicana, pese a pertenecer a una familia acomodada del D.F., se negaba terminantemente a recibir ayuda económica de ésta), nuestras peleas eran homéricas, una nube amenazante parecía cernirse permanentemente sobre nosotros.
Así estaban las cosas cuando Enrique Martín volvió a aparecer. Al traspasar el umbral con una botella de vino y un paté francés, tuve la impresión de que no quería perderse el último acto de una de mis peores crisis vitales (aunque en realidad yo me sentía bien, la que se sentía mal era mi amiga), pero luego, cuando nos invitó por primera vez a cenar a su casa, cuando quiso que conociéramos a su compañera, me di cuenta de que en el peor de los casos Enrique no había venido a contemplar sino a ser contemplado, y que en el mejor de los casos aún parecía sentir una cierta estima por mí. Y sé que no aprecié ese gesto en lo que valía, sé que al principio contemplé su irrupción con desagrado, y que mi manera de recibirlo fue o quiso ser irónica, cínica, probablemente sólo aburrida. La verdad es que por aquellos días yo no era una buena compañía para nadie. Esto lo sabía todo el mundo y todo el mundo me evitaba o me rehuía. Pero Enrique sí quería verme y a la mexicana, vaya uno a saber por qué oscuros motivos, Enrique, su compañera, le cayeron bien y las visitas, las cenas se sucedieron hasta un total de cinco, no más.
Por supuesto, para cuando reanudamos la amistad, aunque la palabra es excesiva, pocas eran las cosas en que no disentíamos. Mi primera sorpresa fue conocer su casa (cuando lo dejé de ver aún vivía con sus padres y después supe que compartió un piso con otros tres, un piso al que por una u otra razón yo nunca fui). Ahora vivía en un ático del barrio de Gracia, lleno de libros, discos, cuadros, una vivienda amplia, tal vez un poco oscura, que su compañera había decorado con gusto camaleónico, pero en el que no faltaban ciertos detalles curiosos, objetos traídos de sus últimos viajes (Bulgaria, Turquía, Israel, Egipto) que a veces trascendían el recuerdo de turista, la imitación. Mi segunda sorpresa fue cuando me dijo que ya no escribía poesía. Lo dijo en la sobremesa, delante de la mexicana y de su compañera, aunque en realidad la confesión iba dirigida a mí (yo jugaba con una daga árabe, enorme, con la hoja labrada por ambas caras, supongo que de difícil uso práctico), y cuando lo miré su rostro exhibía una sonrisa que quería decir soy adulto, he comprendido que para disfrutar del arte no hace falta hacer el ridículo, no hace falta escribir ni arrastrarse.
La mexicana (que era pura dinamita) se condolió de su renuncia, lo obligó a contar la historia de la revista en donde no fui publicado, finalmente encontró plausibles y sensatas las razones que Enrique esgrimió en defensa de su renuncia y le predijo un no muy tardío regreso a la literatura con las fuerzas renovadas. La compañera de Enrique estuvo de acuerdo en un noventainueve por ciento. Las dos mujeres (aunque por razones obvias mucho más la compañera de Enrique) parecían encontrar decididamente más poético el que éste se dedicara a su trabajo -lo habían ascendido, el ascenso lo llevaba a veces a visitar Cartagena y Málaga por razones que no quise averiguar-, a su colección de discos, a su casa y a su coche, que a malgastar las horas imitando a León Felipe o en el mejor de los casos (es un decir) a Sanguinetti. Yo no expresé ninguna opinión y cuando Enrique me preguntó directamente qué pensaba (Dios mío, como si fuera una pérdida irreparable para la lírica española o catalana), le contesté que cualquier cosa que él hiciera estaría bien. No me creyó.
La conversación, aquella noche o una de las cuatro que aún nos restaban, giró hacia los hijos. Lógico: poesía-hijos. Y recuerdo (y esto sí lo recuerdo con total claridad) que Enrique admitió que le gustaría tener un hijo, la experiencia del hijo fueron sus palabras textuales, no su mujer sino él, es decir tenerlo nueve meses dentro de su barriga y parirlo. Recuerdo que cuando lo dijo yo me quedé helado, la mexicana y su compañera lo miraron con ternura, y a mí me pareció ver, y eso fue lo que me dejó helado, lo que años después, pero desgraciadamente no muchos años después, sucedería. Cuando la sensación pasó, fue breve, apenas un chispazo, la afirmación de Enrique me pareció una boutade que ni siquiera merecía contestación. Por descontado, ellos querían tener hijos, yo, para variar, no, al final de los cuatro de aquella cena el único que tiene un hijo soy yo, la vida no sólo es vulgar sino también inexplicable.