Pasó mucho tiempo antes de que la volviera a ver. Paseaba por las Ramblas; parecía perdida. Hablamos, de pie, mientras el frío nos calaba hasta los huesos, de asuntos que nada tenían que ver ni con ella ni conmigo. Acompáñame hasta mi casa, dijo. Vivía cerca del Borne, en un edificio que se estaba viniendo abajo de viejo. Las escaleras eran estrechas y crujían a cada paso que dábamos. Subí hasta la puerta de su casa, en el último piso; para mi sorpresa, no me dejó entrar. Debí preguntarle qué pasaba, pero me fui sin hacer ningún comentario, aceptando las cosas tal como son, tal como a ella le gustaba tomarlas.
Una semana después volví a su casa. El timbre no funcionaba y tuve que golpear varias veces. Pensé que no había nadie. Luego pensé que allí, en realidad, no vivía nadie. Cuando ya me disponía a marchar abrieron la puerta. Era Sofía. Su casa estaba a oscuras y la luz del rellano se apagaba cada veinte segundos. Al principio, debido a la oscuridad, no me di cuenta de que iba desnuda. Te vas a congelar, dije cuando la luz de la escalera me la mostró, allí, muy erguida, más flaca que de costumbre, el vientre, las piernas que tantas veces había besado, en una situación tal de desamparo que en lugar de empujarme hacia ella me enfrió como si las consecuencias de su desnudez las estuviera sufriendo yo. ¿Puedo entrar? Sofía movió la cabeza en un gesto de negación. Supuse que su desnudez seguramente se debía a que no estaba sola. Se lo dije y, sonriendo estúpidamente, le aseguré que no era mi intención ser indiscreto. Ya me disponía a bajar las escaleras cuando ella dijo que estaba sola. Me detuve y la miré, esta vez con mayor cuidado, intentando descubrir algo en su expresión, pero su rostro era impenetrable. Miré, también, por encima de su hombro. El interior de la casa permanecía envuelto en un silencio y en una oscuridad inmutable, pero mi instinto me dijo que allí dentro se ocultaba alguien, escuchándonos, esperando. ¿Te sientes bien? Muy bien, dijo con un hilo de voz. ¿Has tomado algo? No he tomado nada, no estoy drogada, susurró. ¿Me dejas pasar? ¿Puedo prepararte un té? No, dijo Sofía. Puesto a hacer preguntas, antes de irme pensé que no estaría de más hacerle una última: ¿por qué no me dejas conocer tu casa, Sofía? Su respuesta fue inesperada. Mi novio debe estar a punto de llegar y no le gusta encontrarme en compañía de nadie, sobre todo si es un hombre. No supe si enfadarme o tomarlo a broma. Tu novio debe de ser un vampiro, dije. Sofía sonrió por primera vez, si bien una sonrisa débil y lejana. Le he hablado de ti, dijo, te reconocería. ¿Y qué podría hacer, pegarme? No, simplemente se enfadaría, dijo. ¿Me echaría a patadas? (Cada vez estaba más escandalizado. Por un momento deseé que llegara ese novio al que Sofía esperaba desnuda y a oscuras y ver qué ocurría en realidad, qué era lo que se atrevía a hacer.) No te echaría a patadas, dijo. Simplemente se enfadaría, no hablaría contigo y cuando tú te marcharas apenas me dirigiría la palabra. Tú no debes de estar muy bien de la cabeza, no sé si te das cuenta de lo que dices, te han cambiado, no te conozco, farfullé. Soy la misma de siempre, eres tú el imbécil que no se da cuenta de nada. Sofía, Sofía, qué te ha pasado, tú no eres así. Vete de aquí, dijo ella, tú qué sabes cómo soy.
No volví a saber nada de Sofía hasta pasado un año. Una tarde, a la salida del cine, me encontré a Nuria. Nos reconocimos, comentamos la película y al final decidimos irnos a tomar un café juntos. Al cabo de un rato ya estábamos hablando de Sofía. ¿Cuánto hace que no la ves?, me preguntó. Le dije que hacía mucho, pero también le dije que me despertaba algunas mañanas como si la acabara de ver. ¿Cómo si soñaras con ella? No, dije, como si hubiera pasado la noche con ella. Es extraño, a Emilio le pasaba algo parecido. Hasta que ella lo intentó matar, dijo, entonces dejó de tener pesadillas.
Me explicó la historia. Era simple, era incomprensible.
Seis o siete meses atrás Emilio recibió una llamada telefónica de Sofía. Según le contó después a Nuria, Sofía habló de monstruos, de conspiraciones, de asesinos. Dijo que lo único que le daba más miedo que un loco era alguien que premeditadamente arrastrara a otro hacia la locura. Después lo citó en su casa, la misma a la que yo había ido en un par de ocasiones. Al día siguiente Emilio se presentó puntual a la cita. La escalera oscura o mal iluminada, el timbre que no funcionaba, los golpes en la puerta, todo, hasta allí, familiar y predecible. Abrió Sofía. No iba desnuda. Lo invitó a pasar. Emilio nunca había estado en esa casa. La sala, según Nuria, era pobre, pero además su estado de conservación era lamentable, la suciedad goteaba por las paredes, los platos sucios se acumulaban en la mesa. Al principio Emilio no vio nada, tan mala era la iluminación de la habitación, después distinguió a un hombre sentado en un sillón y lo saludó. El tipo no respondió a su saludo. Siéntate, dijo Sofía, tenemos que hablar. Emilio se sentó; para entonces una vocecita en su interior le dijo repetidas veces que algo iba mal, pero no le hizo caso. Pensó que Sofía le iba a pedir un préstamo. Uno más. Aunque la presencia del desconocido alejaba esa posibilidad, Sofía nunca pedía dinero delante de terceros, así que Emilio se sentó y esperó.
Entonces Sofía dijo: mi marido quiere explicarte algunas cosas de la vida. Por un momento Emilio pensó que Sofía se refería a él como «mi marido» y que pretendía que le dijera algo a su nuevo novio. Sonrió. Alcanzó a decir que él no tenía nada que explicar, cada experiencia es única, dijo. De golpe comprendió que las palabras de Sofía iban dirigidas a él, que el «marido» era el otro, que allí pasaba algo malo, muy malo. Intentó ponerse de pie justo cuando Sofía se abalanzó hacia él. El resto era más bien caricaturesco. Sofía sujetó o intentó sujetar a Emilio por las piernas mientras su nuevo compañero lo intentaba estrangular con más voluntad que destreza. Pero Sofía era pequeña y el desconocido también era pequeño (Emilio, en la confusión de la pelea, tuvo tiempo y sangre fría para percibir el parecido físico que existía entre Sofía y el desconocido, como si fueran hermanos gemelos) y el combate o el simulacro de combate no duró demasiado. Tal vez el susto convirtió a Emilio en una persona vengativa: cuando tuvo al novio de Sofía en el suelo se dedicó a patearlo hasta cansarse. Le debió de romper más de una costilla, dijo Nuria, tú ya sabes cómo es Emilio (no, yo no lo sabía, pero igual asentí). Cuando acabó se dirigió a Sofía que inútilmente intentaba sujetarlo por la espalda mientras le daba golpes que Emilio apenas sentía. La abofeteó tres veces (era la primera vez que le ponía la mano encima, según Nuria) y luego se marchó. Desde entonces no habían vuelto a saber nada de ella aunque Nuria, por las noches, sobre todo cuando volvía del trabajo, sentía miedo.
Te explico esto, dijo Nuria, por si tienes la tentación de visitar a Sofía. No, dije, hace mucho que no la veo y no entra en mis planes ir a su casa. Después hablamos de otras cosas, muy brevemente, y nos separamos. Dos días más tarde, sin saber muy bien qué era lo que me impulsaba a hacerlo, aparecí por casa de Sofía.
Ella abrió la puerta. Estaba más flaca que nunca. Al principio no me reconoció. ¿Tanto he cambiado, Sofía?, murmuré. Ah, eres tú, dijo. Luego estornudó y dio un paso hacia atrás. Lo consideré, tal vez equivocadamente, como una invitación a pasar. Sofía no me detuvo.
La sala, la habitación en donde le habían preparado la emboscada a Emilio, aunque mal iluminada (la única ventana daba a un patio de luces lóbrego y estrecho) no parecía sucia. Más bien mi primera impresión fue la contraria. Sofía tampoco parecía sucia. Me senté en un sillón, acaso el mismo en el que se sentó Emilio el día de la emboscada, y encendí un cigarrillo. Sofía permaneció de pie, mirándome como si aún no supiera con exactitud quién era yo. Iba vestida con una falda larga y delgada, más propia para el verano, una blusa y unas sandalias. Llevaba calcetines gruesos que por un instante creí reconocer como míos, pero no, no era posible que fueran míos. Le pregunté cómo estaba. No me contestó. Le pregunté si estaba sola, si tenía algo para beber, si la vida la trataba bien. Como Sofía no se movía me levanté y entré en la cocina. Limpia, oscura, el refrigerador vacío. Miré en las alacenas. Ni una miserable lata de guisantes, abrí la llave del fregadero, al menos tenía agua corriente, pero no me atreví a beberla. Volví a la sala. Sofía permanecía quieta en el mismo sitio, no sé si expectante o no, no sé si ausente, en cualquier caso lo más parecido a una estatua. Sentí una ráfaga de aire frío y pensé que la puerta de entrada estaba abierta. Fui a comprobarlo, pero no, Sofía, después de pasar yo, la había cerrado. Algo es algo, pensé.
Lo que ocurrió después es impreciso o tal vez yo prefiero que sea impreciso. Contemplé el rostro de Sofía, un rostro melancólico o reflexivo o enfermo, contemplé el perfil de Sofía, supe que si permanecía quieto me pondría a llorar, me acerqué por detrás y la abracé. Recuerdo que el pasillo, en dirección al dormitorio y a otro cuarto, se estrechaba. Hicimos el amor lentos y desesperados, igual que antes. Hacía frío y yo no me desvestí. Sofía, en cambio, se desnudó del todo. Ahora estás helada, pensé, helada como una muerta y no tienes a nadie.
Al día siguiente la volví a visitar. Esta vez me quedé mucho más tiempo. Hablamos de cuando ambos vivíamos juntos, de los programas de televisión que veíamos hasta altas horas de la madrugada. Me preguntó si en mi nueva casa tenía televisión. Dije que no. La echo de menos, dijo ella, sobre todo los programas nocturnos. La ventaja de no tener tele es que lees más, dije yo. Yo ya no leo, dijo ella. ¿Nada? Nada, busca, en esta casa no hay libros. Como un sonámbulo, me levanté y recorrí toda la casa, rincón por rincón, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Vi muchas cosas, pero no vi libros, y una de las habitaciones estaba cerrada con llave y no pude entrar. Luego volví con una sensación de vacío en el pecho y me dejé caer en el sillón de Emilio. Hasta entonces no le había preguntado por su acompañante. Lo hice. Sofía me miró y sonrió, creo que por primera vez desde nuestro reencuentro. Fue una sonrisa breve pero perfecta. Se marchó, dijo, y nunca más va a volver. Después nos vestimos y salimos a cenar a una pizzería.
Era tetona, tenía las piernas muy delgadas y los ojos azules. Me gusta recordarla así. No sé por qué me enamoré de ella, pero lo cierto es que me enamoré como un loco y al principio, quiero decir los primeros días, las primeras horas, las cosas marcharon bien, después Clara volvió a su ciudad en el sur de España (estaba de vacaciones en Barcelona) y todo empezó a torcerse.