Y así fueron pasando los años, mi familia volvió a Chile excepto mi hermana menor que se casó con un ruso, mi padre murió en Santiago y tuvo unos funerales muy bonitos según me escribieron, Jimmy Fodeba continuó viviendo en Moscú y trabajando en un hospital (su padre volvió a la República Centroafricana, donde lo mataron) y Pultakov y yo seguimos juntos moviéndonos como dos ratas por los gimnasios e instalaciones deportivas. Llegó la democracia (aunque a mí la política siempre me ha dejado indiferente), se acabó la Unión Soviética, llegó la libertad, llegaron las mafias. Moscú se convirtió en una ciudad bonita y alegre, con esa alegría feroz tan propia de los rusos. Pero para comprender esto hay que conocer el alma eslava y tú, con todos los libros que has leído, me parece que no la conoces. De pronto todo se nos hizo demasiado grande para nosotros. Pultakov, que en el fondo era estalinista (algo que nunca entenderé porque con Stalin seguramente hubiera acabado en Siberia), añoraba los viejos tiempos. Yo, por el contrario, me amoldé a la nueva situación y decidí ahorrar dinero, ahora que se podía, para marcharme de allí de una vez por todas y empezar a conocer el mundo, Europa, África, que pese a mi edad, ya tenía más de treinta y estaba lo que se dice talludito, imaginaba como el reino de la aventura, una frontera sin límites, un nuevo cuento infantil en donde podría empezar de nuevo, ser feliz, encontrarme a mí mismo como decíamos los cabros de Santiago de 1973. Así fue como me hice, casi sin darme cuenta, empleado fijo de Misha Pavlov. Éste, por supuesto, se había vuelto poderoso y rico. Por aquel entonces lo apodaban Billy el Niño. No me preguntes por qué. Billy el Niño era rápido con el revólver, Misha no sacaba con rapidez ni su tarjeta de crédito; Billy el Niño era valiente y por las películas que he visto ágil y delgado, Misha también era valiente, pero gordo como un buda (incluso para los criterios rusos) e incapaz del menor ejercicio físico. Seguí como corredor de apuestas, pero pronto comencé a hacerle otro tipo de trabajos. A veces me mandaba a ver a un jugador que yo conocía con un fajo de billetes para perder el partido. En cierta ocasión llegué a sobornar a medio equipo de fútbol, uno por uno, halagando a los más sensibles y amenazando veladamente a los más remisos. Otras veces me encargaba convencer a otros apostadores para que se retiraran del juego o no hicieran olas. Pero la mayor parte del tiempo mi labor consistía en proporcionar informes sobre deportistas, uno detrás de otro, aparentemente sin sentido alguno, que el informático de Pavlov metía incansablemente dentro de su computadora.
Sin embargo aún había otra cosa que yo hacía. La mayoría de las queridas de los gángsters moscovitas eran cabareteras, actrices o aspirantes, muchachas que se dedicaban al strip-tease. Era lo normal, así ha sido siempre. Pero a Pavlov lo que le gustaba eran las atletas, las que se dedicaban al salto de longitud, las corredoras de corta y media distancia, las de triple salto, de vez en cuando se prendaba de alguna jabalinista, pero por encima de todo lo que prefería eran las atletas de salto de altura. Decía que eran como gacelas, las mujeres perfectas, y no le faltaba razón. Y yo se las conseguía. Me acercaba a los campos de entrenamiento y le concertaba citas. Algunas estaban encantadas con la posibilidad de pasar un fin de semana con Misha Pavlov, pobrecitas, otras, la mayoría, no. Pero yo siempre le conseguía a las mujeres que él quería aunque para eso tuviera que gastar dinero de mi propio bolsillo o recurrir a las amenazas. Y así fue como una tarde me dijo que quería a Natalia Mijailovna Chuikova, una atleta de dieciocho años, de la región de Volgogrado, que acababa de llegar a Moscú y que tenía esperanzas de ingresar en el equipo olímpico. No sé qué fue lo que me llamó la atención, pero desde el primer momento me di cuenta de que Pavlov hablaba de la Chuikova de una manera diferente. Cuando me dio la orden de traérsela estaba acompañado de dos de sus compinches y éstos, después de que el jefe hubo hablado, me guiñaron los ojos como diciendo: Roger Strada, cumple al pie de la letra lo que se te ha ordenado pues Billy el Niño esta vez va en serio.
Dos días después conseguí hablar con Natalia Chuikova. Fue en la pista cubierta de Spartanovka, en el bulevar del Deporte, a las nueve de la mañana, que no era ciertamente mi hora de levantarme pero que era la única hora en que podía encontrar allí a la saltadora. Primero la vi de lejos: estaba a punto de echar a correr hacia el listón y se concentraba apretando los puños y mirando hacia arriba, como si rezara o como si buscara un ángel. Después me acerqué y le dije quién era. ¿Roger Strada?, dijo ella, eso significa que eres italiano. No me atreví a desengañarla del todo: le dije que era chileno y que en Chile vivían muchos italianos. Medía un metro setenta y ocho y no debía de pesar 55 kilos. Tenía el pelo largo y castaño que se recogía en una coleta sencilla pero en la cual se concentraba toda la gracia del mundo. Sus ojos eran casi negros del todo y tenía, te lo juro, las piernas más largas y más hermosas que he visto en mi vida.
No fui capaz de decirle el motivo de mi visita. La invité a tomar una Pepsi-Cola, le dije que me gustaba su técnica y después me fui. Esa noche no sabía qué le iba a decir a Pavlov, qué mentira le iba a contar. Finalmente opté por lo más sencillo. Dije que Natalia Chuikova era una mujer que requería tiempo, un espécimen distinto de los que él conocía.
Misha me miró con esa cara que tenía de foca y de niño vicioso y dijo que estaba bien, que me daba tres días de tiempo. Cuando Misha te daba tres días había que solucionar el asunto en tres días, ni uno más. Así que estuve cavilando durante unas horas, preguntándome a qué se debía mi actitud, qué era lo me frenaba, hasta que decidí zanjar el asunto lo más rápido posible. Al día siguiente, muy temprano, volví a ver a Natalia. Fui de los primeros en llegar a la pista. Estuve durante mucho rato observando a los atletas que iban y venían, todos medio dormidos como yo, conversando o discutiendo aunque sus voces apenas me llegaban como un murmullo, voces en sordina que nada querían decir o gritos en ruso que de pronto ya no comprendía, como si hubiera olvidado el idioma, hasta que entre la gente apareció Natalia y se puso a hacer ejercicios de calentamiento. Su entrenador tomaba notas en una pequeña libreta. Otras dos saltadoras de altura hablaban con ella. A veces se reían. Otras veces, después de saltar, se sentaban en el suelo y se enfundaban en unos chándals azules y rojos que no tardaban en quitarse. A veces bebían agua. Al cabo de media hora de felicidad me di cuenta de que estaba enamorado. Era la primera vez que me ocurría. Antes había querido a un par de putas. Había sido injusto o justo, poco importaba. Ahora estaba enamorado. Hablé con ella. Le expliqué la historia de Misha Pavlov, quién era, qué quería. Natalia se escandalizó, luego le pareció divertido. Accedió, pese a mis consejos en contra, a verlo. Concerté la cita lo más tarde que pude. En el ínterin la invité al cine a ver una película de Bruce Willis, que era uno de sus actores favoritos, y a cenar a un buen restaurante. Conversamos largo y tendido. Su vida, sin carecer de durezas y desengaños, había sido un ejemplo de perseverancia y voluntad, todo lo contrario que la mía. Sus gustos eran sencillos, no aspiraba a tener dinero sino a ser feliz. En materia sexual, que era lo que a mí me interesaba sonsacarle, tenía amplitud de miras. Al principio esto me entristeció, pensé que Natalia ya estaba en el saco de Pavlov, la imaginé pasando por la cama de todos sus guardaespaldas, la perspectiva me pareció insoportable. Pero después comprendí que Natalia hablaba de una sexualidad que yo simplemente no entendía (y que sigo sin entender), lo que no la empujaba necesariamente a los brazos de toda la banda. También comprendí que, pese a todo, yo debía protegerla.
Una semana después Pavlov me envió como recadero suyo a la pista cubierta con un gran ramo de claveles blancos y rojos que seguramente le habían costado un ojo de la cara. Natalia guardó las flores y me pidió que la esperara. Estuvimos todo el día juntos, primero en el centro (en donde le compré dos novelas de Bulgákov, su autor preferido, en un puesto ambulante de la calle Stáraya Basmánnaya) y luego en el cuartito donde ella vivía. Le pregunté qué tal le había ido. Su respuesta, te lo juro, me dejó helado. Dijo que las flores lo explicaban todo. Qué poder de concreción, amigo, qué frialdad, ella era rusa y yo chileno, sentí cómo se me abría el precipicio y allí mismo me puse a llorar a moco tendido. Muchas veces he pensado en aquella tarde de llanto que cambió mi vida. No le encuentro explicación, sólo sé que me sentí como un niño y que sentí, por primera vez, todo el frío de Moscú y que también por primera vez ese frío me pareció inaguantable. Esa misma tarde hicimos el amor.
A partir de entonces yo estaba en las manos de Natalia y ésta estaba en las manos de Misha Pavlov. La situación en sí no parecía tener más misterios, pero conociendo a Pavlov yo sabía que me la jugaba acostándome con Natalia. Además, con el paso de los días, la certidumbre de que Natalia se acostaba con él -y además yo sabía con exactitud cuándo lo hacía, a qué hora- me fue agriando el carácter, sumiéndome en depresiones y contribuyendo a que empezara a ver las cosas de mi vida (y las cosas de la vida en general) de una manera fatalista. Me hubiera gustado tener entonces un amigo con el que hablar y desahogarme. Pero con Pultakov era impensable y Jimmy Fodeba siempre estaba muy ocupado y ya no solíamos vernos con la asiduidad de antes. No me quedó más remedio que aguantar y esperar.
Así transcurrió un año.
Con Pavlov la vida era curiosa; su propia vida estaba dividida al menos en tres partes y yo tuve el honor o la desgracia de conocerlas todas: la del Pavlov hombre de negocios rodeado permanentemente de sus guardaespaldas y que despedía un tufillo a dinero y a sangre que enervaba los sentidos, la del Pavlov enamoradizo o lachero como decíamos en Santiago y que a mí particularmente me despertaba el peor lado de mi imaginación y me hacía sufrir y la del Pavlov del círculo íntimo, el Pavlov de espíritu inquieto, ocupado o con ganas de ocupar su ocio, sus «momentos de íntimo reposo» como él decía, en asuntos relacionados con la literatura y con las artes, porque Pavlov, cuesta de creer, leía mucho, y claro, le gustaba hablar de lo que leía. Para tal fin solía convocar a tres personas que eran, digamos, la facción cultural o cosmopolita de su banda. El novelista Fédor Petróvich Semionov, un italiano de verdad que estudiaba ruso y que estaba becado en la Escuela de Idiomas de Moscú, llamado Paolo Ripellino, y yo, a quien presentaba siempre como su amigo Roger Strada aunque a veces me tratara como a un perro. Dos rusos y dos italianos, decía Pavlov con una sonrisita en la boca. Lo decía para disminuirme delante de Ripellino pero éste siempre me trató con respeto. Las reuniones, pese a todo, eran divertidas, aunque a veces recibíamos una llamada telefónica a medianoche y teníamos que acudir de inmediato a una de las muchas casas que Pavlov poseía por todo Moscú, a horas en que el cuerpo sólo pedía cama, y aguantar las disquisiciones de nuestro jefe. Los gustos de Pavlov eran eclécticos, como suele decirse, ¿verdad? Yo, con franqueza, sólo he leído a Bulgákov y lo leí por amor a Natalia, del resto no tengo ni idea, no soy hombre de lecturas, eso se nota. Semionov escribía, según tengo entendido, novelas pornográficas y Ripellino tenía un guión que quería que Pavlov se lo financiase, un asunto de karatekas y mafiosos. El único que allí sabía de literatura era nuestro anfitrión. Así que Pavlov se largaba a hablar de Dostoievski, por ejemplo, y los demás le seguíamos el rastro. Al día siguiente yo me iba a la biblioteca y buscaba datos sobre Dostoievski, resúmenes de sus obras y de su vida y así ya tenía algo que decir en la próxima reunión, aunque Pavlov casi nunca se repetía, una semana hablaba de Dostoievski, a la siguiente hablaba de Boris Pilniak, quince días después de Chéjov (del que decía que era marica, no sé por qué), después se metía con Gógol o con el propio Semionov cuyas novelas pornográficas ponía por las nubes. Éste era todo un personaje. Debía tener mi edad, tal vez un poco mayor, y era uno de los protegidos de Pavlov. Una vez me dijeron que había hecho desaparecer a su mujer. Yo ni me creí el rumor ni me lo dejé de creer. Semionov parecía capaz de todo, menos de morder la mano de Pavlov. Ripellino era distinto, un buen muchacho, el único que confesaba abiertamente no haber leído a ninguno de los novelistas sobre los que nuestro jefe solía monologar, aunque sí había leído poesía (poesía rusa, bien rimada y fácil de recordar) que a veces recitaba de memoria, generalmente cuando ya todos estábamos borrachos. ¿Y quién es ése?, preguntaba Semionov con una voz cavernosa. Pushkin, pues quién si no, le contestaba Ripellino. Entonces yo aprovechaba y me largaba a hablar sobre Dostoievski y Pavlov y Ripellino volvían a recitar a dúo el poema de Pushkin y Semionov sacaba una libretita y hacía como que tomaba notas para su próxima novela. Otras veces hablábamos sobre el espíritu eslavo y el espíritu latino y por supuesto en ese tema Ripellino y yo llevábamos las de perder. Cuántas cosas sabía Pavlov sobre el alma eslava, ni te lo imaginas, qué profundo y qué triste podía ser entonces. Generalmente Semionov acababa llorando y Ripellino y yo nos rendíamos a las primeras de cambio. No siempre estábamos los cuatro solos, por descontado. A veces Pavlov mandaba traer a algunas putas. A veces nos encontrábamos con una o dos caras desconocidas, algún director de revista minoritaria, algún actor sin trabajo, algún militar retirado que conociera de verdad las obras completas de Alexéi Tolstói. Gente agradable o desagradable, gente que tenía negocios con Pavlov o que esperaba recibir algún favor de él. Las veladas a veces terminaban bien, incluso. Otras veces acababan francamente mal. Nunca entenderé el alma eslava. Una vez Pavlov les mostró a sus invitados unas fotos de lo que llamaba su «selección femenina de salto de altura». Al principio yo no quise verlas, pero me llamaron y tuve que ir. Eran las cuatro o cinco chicas que yo le había conseguido. Entre ellas estaba Natalia Chuikova. Me sentí mal y creo que Pavlov se dio cuenta y me abrazó con sus enormes brazos y se puso a cantarme al oído una canción de borracho que hablaba de la muerte y del amor, las dos únicas cosas verdaderas de la vida. Recuerdo que me reí o traté de reírle la ocurrencia a Pavlov, como hacía siempre, pero la risa apenas me salió. Más tarde, mientras los demás dormían la mona o se habían ido, estuve un rato sentado junto a la ventana mirando las fotos con calma. Lo que son las cosas: todo me pareció bien entonces, todo me pareció conforme (como decía mi padre), respirando con fuerza, tranquilo, libre. Y también pensé que el alma eslava no se diferenciaba tanto del alma latina, eran, resumiendo, la misma cosa, igual que el alma africana que presumiblemente iluminaba las noches de mi amigo Jimmy Fodeba. El alma eslava, acaso, aguantaba mucho más alcohol, pero eso era todo.