Flor Estévez. Nadie me ha sido tan cercano, nadie me ha sido tan necesario, nadie ha cuidado tanto de mí con ese secreto tacto suyo en medio de la selvática y ceñuda distancia de su ser dado al silencio, a los monosílabos, a escuetos gruñidos que ni niegan ni afirman. Cuando le consulté el asunto de la madera se limitó a comentar: "No sabía que con la madera se hiciera dinero. Se hacen casas, cercas, cajones, repisas, lo que quiera, pero, ¿dinero? Eso es un cuento. No se lo crea". Fue al escondite en donde guarda sus ahorros y me entregó todo lo que tenía, sin añadir una palabra, sin mirarme siquiera. Flor Estévez, leal y bronca en sus iras, procaz y repentina en sus caricias. Abstraída, viendo pasar la niebla por entre los altos cámbulos, cantando canciones de las tierras bajas, canciones frutales, gozosas, inocentes y teñidas de una aguda nostalgia que se quedaba para siempre en la memoria con la melodía y las palabras de un candor transparente. Y yo aquí remontando este río con un borracho mitad comanche y mitad gringo, un indio mudo enamorado de su motor diesel y un nonagenario que parece nacido de la tumefacta corteza de alguno de estos árboles gigantescos sin nombre ni oficio. No tiene remedio mi errancia atolondrada, siempre a contrapelo, siempre dañina, siempre ajena a mi verdadera vocación.
Abril 20
Hemos entrado de nuevo a una sabana con pequeñas agrupaciones boscosas y extensos pantanos creados por el desbordamiento del río. Bandadas de garzas cruzan el cielo en formaciones regulares que recuerdan escuadrillas en vuelo de reconocimiento. Giran alrededor de la lancha y van a posarse en la orilla con impecable elegancia. Se desplazan con zancadas lentas y prudentes en busca de alimento. Cuando consiguen atrapar un pescado, éste se debate un instante en el largo pico de la garza que sacude la cabeza y la víctima desaparece como en un acto de magia. El sol cae a plomo sobre la tediosa extensión en donde el agua rebrilla entre juncos y lianas. De vez en cuando, como para recordarnos que ha de volver en breve, surge una pequeña muestra de la selva, un tupido grupo de árboles de donde parte la algarabía de monos, pericos y otras aves y el regular y soñoliento canto de los grillos gigantes. La soledad del lugar nos deja como desamparados, sin que sepamos muy bien a qué se debe esta sensación que no tenemos en medio de la jungla, pese a su vaho letal, siempre presente para recordarnos su devastadora cercanía. Tendido en la hamaca veo desfilar, con abúlica indiferencia, este paisaje en donde el único cambio perceptible es la paulatina mutación de la luz a medida que avanza la tarde. La corriente del río apenas se opone al avance del planchón. El motor adquiere un ritmo acelerado y cascabeleante, bastante sospechoso dadas sus precarias condiciones de vetustez y demente inestabilidad. Todo esto apenas lo registro en la superficie casi impersonal de mi atención. Como siempre me sucede después de la visita de los sueños reveladores, he caído en un estado de marginal indiferencia, al borde de un sordo pánico. Lo percibo como un inevitable atentado contra mi ser, contra las fuerzas que lo sostienen, contra la precaria y vana esperanza, pero esperanza al fin, de que algún día las cosas serán mejores y todo comenzará a resultar bien. Me he familiarizado tanto con estos breves períodos de peligrosa neutralidad, que sé que lo mejor es no someterlos a examen. Con ello sólo conseguiría prolongarlos a semejanza de la sobredosis de un medicamento tomado por inadvertencia, cuyo efecto sólo pasará cuando el cuerpo asimile el agente extraño que lo intoxica.
El Capitán se acerca para informarme que al anochecer nos detendremos en una ranchería para cargar combustible y renovar provisiones. Le pregunto, recordando la recomendación del Mayor, sobre el estado de su cantimplora. Entiende que me han alertado al respecto y responde con ligera molestia: "No se preocupe, amigo, ahí compraré lo suficiente para lo que nos queda de camino". Se aleja aspirando el humo de su pipa con el gesto irritado de quien intenta proteger una zona de su intimidad hollada por los extraños.
Mayo 25
Cuando bajamos en la ranchería estaba muy lejos de sospechar que permanecería allí durante varias semanas, entre la vida y la muerte. Que todo el viaje cambiaría por entero de aspecto, hasta convertirse en una agotadora lucha contra el desaliento total y los ataques de algo muy parecido a la demencia.
La ranchería está formada por seis casas alrededor de un potrero que quiere ser plaza. Dos gigantescos árboles, de una frondosidad desmedida, dan sombra a los escuálidos habitantes que allí se reúnen en las tardes, para sentarse en primitivos bancos hechos con troncos apenas desbastados, fumar su tabaco y comentar los vagos y siempre inquietantes rumores que llegan de la capital. El único edificio con techo de zinc y paredes de ladrillo es una escuela que sirve también de iglesia cuando llegan las misiones. Consta del salón de clases, un pequeño cuarto para la maestra y los servicios sanitarios que hace mucho tiempo dejaron de usarse y están llenos de verdín y desperdicios indeterminados. La maestra fue raptada por los indios hace más de un año, y no se volvió a saber de ella hasta que alguien llegó con la noticia de que vivía con un jefe de tribu y había manifestado su propósito de no regresar jamás. La base militar mantiene una dotación exigua de soldados que duermen en hamacas suspendidas en el que fuera salón de clases. Pasan todo el tiempo limpiando sus armas y repitiendo, en monótona letanía, las pequeñas miserias de que se nutre la vida del cuartel.
El Capitán hizo provisión para su cantimplora y comenzamos a acarrear los bidones de diesel para llenar el depósito de la lancha. El trabajo resultaba agotador por el clima húmedo, la temperatura insoportable y la falta de brazos. Nadie quiso ayudarnos en la tarea. El Capitán estaba en una de sus peores rachas, el anciano práctico apenas puede moverse, y tuvimos que hacerlo entre el maquinista y yo, ante la mirada indiferente de los habitantes minados por el paludismo y con los ojos vidriosos y ausentes de quien hace mucho tiempo perdió la más leve esperanza de escapar de allí. En la tarde del primer día sentí náuseas y un intenso dolor de cabeza que atribuí al hecho de haber inhalado tanto tiempo los vapores del combustible que teníamos que transvasar con desesperante lentitud. Al día siguiente continuamos la tarea. El sueño y el descanso, al parecer, habían aliviado algo mis molestias. Al mediodía comencé a sentir un dolor insoportable en todas las coyunturas y unas punzadas en la base del cráneo que me dejaban inmovilizado por breves instantes. Fui a ver al Capitán para preguntarle qué podría ser lo que tenía, se me quedó mirando, y por la expresión de su rostro vi que se trataba de algo serio. Me tomó del brazo y me llevó a una de las hamacas de la escuela. Allí me tendió y me obligó a beber un gran vaso de agua con unas gotas de un líquido amargo de consistencia viscosa y color ambarino. Explicó a los soldados algo en voz baja. Evidentemente tenía que ver con mi estado. Me miraban como a alguien que va a pasar una prueba aterradora con la cual estaban familiarizados. Al poco tiempo regresó el Capitán con mi hamaca del lanchón. La colocó en el extremo opuesto a donde se agrupaban las de los soldados y me llevó allí, casi cargado, sosteniéndome por debajo de las axilas. Me di cuenta que había perdido el tacto en los pies y no sabía si los arrastraba o si trataba de caminar. Empezó a caer la noche. Con el ligero descenso del calor y la llegada de la brisa casi imperceptible que venía del río, comencé a temblar violentamente en un escalofrío que no parecía tener fin. Un soldado me hizo beber algo caliente cuyo sabor no pude distinguir y caí luego en un sopor profundo cercano a la inconsciencia.
Perdí por completo la idea del curso del tiempo. El día y la noche se me mezclaban a veces vertiginosamente. En ocasiones, uno u otra se quedaban detenidos en una eternidad que no intentaba comprender. Los rostros que se acercaban a mirarme me resultaban por completo ajenos, bañados en una luz opalina que les daba el aspecto de criaturas de un mundo ignoto. Tuve pesadillas atroces, relacionadas siempre con las esquinas del techo y el ensamble de las láminas de zinc. Intentaba encajar una esquina en otra, modificando la estructura de los soportes o emparejar los remaches que unían las láminas en forma que no tuvieran la menor variación o irregularidad. En esas tareas ponía toda la fuerza de una voluntad hecha de fiebre y de maniática obsesión, repetidas en serie interminable. Era como si la mente se hubiera detenido de improviso en un proceso elemental de familiarización con el espacio circundante. Proceso que, en la vida diaria, ni siquiera registra la conciencia, pero que ahora se convertía en el único fin, en la razón última, necesaria, inapelable, de mi existencia. Es decir, que yo no era sino eso y sólo para eso seguía vivo. A medida que tales obsesiones se prolongaban y hacían más regulares y, a la vez, más elementales, iba cayendo en un irreversible estado de locura, en una inerte demencia mineral en donde el ser o, más bien, lo que había sido, se disolvía con una rapidez incontrolable. Cuando ahora trato de relatar lo que entonces padecía, me doy cuenta de que las palabras no alcanzan a cubrir totalmente el sentido que quiero darles. ¿Cómo explicar, por ejemplo, el pánico helado con el que observaba esta monstruosa simplificación de mis facultades y la inconmensurable extensión del tiempo vivido en tal suplicio? Es imposible describirlo. Simplemente porque, en cierta forma, es extraño y por entero opuesto a lo que solemos creer que es nuestra conciencia o la de nuestros semejantes. Nos convertimos, no en otro ser, sino en otra cosa, en un compacto mineral hecho de aristas interiores que se multiplican en forma infinita y cuyo registro y recuento constituyen la razón misma de nuestro durar en el tiempo.
Las primeras palabras inteligibles que escuché fueron: "Ya pasó lo peor. Se salvó de milagro". Alguien con camisa caqui sin insignias de ninguna clase, rostro regular y moreno con un bigote oscuro y recto, las pronunció desde una lejanía inexplicable, dado que estaba a pocos centímetros de mi cara observándome fijamente. Después supe que el Mayor había venido en el Junker. Del botiquín, que siempre llevaba consigo, sacó un medicamento que me inyectaron cada doce horas y, al parecer, fue el que me salvó la vida. También me contaron que en mis delirios mencioné varias veces el nombre de Flor Estévez y que otras insistía en la necesidad de subir un río para tomar el fuerte de San Juan, que tenía sitiado el capitán Horacio Nelson, a pocos kilómetros del lago de Nicaragua. Parece también que hablé en otros idiomas que nadie pudo identificar, aunque el Capitán me comentó después que cuando me había escuchado gritar: "¡Godverdomme!" se convenció de que estaba a salvo.