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Los gavilanes que gritan sobre los precipicios y giran buscando su presa son la única imagen que se me ocurre para evocar a los hombres que juzgan, legalizan y gobiernan. Malditos sean.

Una caravana no simboliza ni representa cosa alguna. Nuestro error consiste en pensar que va hacia alguna parte o viene de otra. La caravana agota su significado en su mismo desplazamiento. Lo saben las bestias que la componen, lo ignoran los caravaneros. Siempre será así.

Poner el dedo en la llaga. Oficio de hombres, tarea bastarda que ninguna bestia sería capaz de cumplir. Necedad de profetas y de charlatanes agoreros. Mala calaña y, sin embargo, tan escuchada y tan solicitada.

Todo lo que digamos sobre la muerte, todo lo que se quiera bordar alrededor del tema, no deja de ser una labor estéril, por entero inútil. ¿No valdría más callar para siempre y esperar? No se lo pidas a los hombres. En el fondo deben necesitar la parca, tal vez pertenezcan exclusivamente a sus dominios.

Un cuerpo de mujer sobre el que corre el agua de las torrenteras, sus breves gritos de sorpresa y de júbilo, el batir de sus miembros entre las espumas que arrastran rojos frutos de café, pulpa de caña, insectos que luchan por salir de la corriente: he ahí la lección de una dicha que, de seguro, jamás vuelve a repetirse.

En el Crac de los Caballeros de Rodas, cuyas ruinas se levantan en un acantilado cerca de Trípoli, hay una tumba anónima que tiene la siguiente inscripción: "No era aquí". No hay día en que no medite en estas palabras. Son tan claras y al mismo tiempo encierran todo el misterio que nos es dado soportar.

¿En verdad olvidamos buena parte de lo que nos ha sucedido? ¿No será más bien que esta porción del pasado sirve de semilla, de anónimo incentivo para que partamos de nuevo hacia un destino que habíamos abandonado neciamente? Torpe consuelo. Sí, olvidamos. Y está bien que así sea.

Ensartar, una tras otra, estas sabias sentencias de almanaque, bisutería inane nacida del ocio y de la obligada espera de un cambio de humor de la corriente, sólo sirve, al final, para dejarme aún más desprovisto de la energía necesaria para enfrentar el trabajo aniquilador de este clima de maldición. Torno a recorrer la lista y las escuetas biografías de quienes asaltaron al de Orléans en su lóbrega esquina de la Rue Vieille-du -Temple y a enterarme de su posterior castigo en manos de Dios o de los hombres; que de todo hubo.

Abril 7

Antier murió uno de los soldados. Acababan de disolverse los bancos de arena y el motor se había puesto en movimiento cuando el golpeteo de uno de los fusiles cesó de repente. El práctico me llamó para que le ayudara a examinar el cuerpo que yacía inmóvil, mirando a la espesura en medio de un charco de sudor que empapaba las hojas de palma. El compañero había tomado el fusil del difunto y observaba a éste sin decir palabra. "Hay que enterrarlo ahora mismo" -comentó el práctico con el tono de quien sabe lo que dice. "No -contestó el soldado- tengo que llevarlo al puesto. Allá están sus cosas y mi teniente tiene que hacer el parte". Nada dijo el práctico, pero era claro que el tiempo le iba a dar la razón. En efecto, hoy atracamos para enterrar el cuerpo que se había hinchado monstruosamente y dejaba una estela de fetidez que atrajo una nube de buitres. Encima de los soportes del toldo de popa se había instalado ya el rey de la bandada, un hermoso buitre de luciente azabache con su gorguera color naranja y su opulenta corona de plumas rosadas. Parpadeaba dejando caer una membrana azul celeste con la regularidad de un obturador fotográfico. Sabíamos que mientras él no diera el primer picotazo al cadáver los demás jamás se acercarían. Cuando cavamos la fosa, en el límite del playón y la selva, nos miraba desde su atalaya con una dignidad no exenta de cierto desprecio. Hay que reconocer que la belleza del majestuoso animal se imponía hasta el punto de que su presencia dio al apresurado funeral un aire heráldico, una altivez militar acordes con el silencio del lugar, interrumpido apenas por el golpe de la corriente contra el fondo plano de la barca.

Viajamos por una región en donde los claros se suceden con exactitud que parece obra de los hombres. El río se remansa y apenas se nota la resistencia del agua a nuestro avance. El soldado sobreviviente ha superado la crisis y toma las blancas pastillas de quina con una resignación castrense. Ahora cuida las dos armas de las que nunca se desprende. Conversa con nosotros bajo el parasol del Capitán y nos relata historias de los puestos de avanzada, la convivencia con los soldados del país fronterizo y las riñas de cantina los días de fiesta, que terminan siempre con varios muertos de uno y otro bando que son enterrados con honores militares como si hubiesen caído en cumplimiento del deber. Tiene la malicia de los hombres del páramo, silba las eses cuando habla y pronuncia con esa peculiar rapidez que hace las frases difíciles de comprender mientras nos acostumbramos al ritmo de un idioma usado más para ocultar que para comunicar. Cuando Ivar comienza a preguntarle sobre ciertos detalles del puesto fronterizo relacionados con el equipo que usan y con el número de conscriptos que alberga, entrecierra los ojos, sonríe ladino y contesta algo que nada tiene que ver con la cuestión. De todos modos no parece sentir mucha simpatía por nosotros y creo que no nos perdona el que hayamos enterrado a su compañero sin su consentimiento. Pero hay, además, otra razón más simple. Como toda persona que ha recibido una formación militar, para él los civiles somos una suerte de torpe estorbo que hay que proteger y tolerar; siempre empeñados en negocios turbios y en empresas de una flagrante necedad. No saben mandar ni saben obedecer, o sea, no saben pasar por el mundo sin sembrar el desorden y la inquietud. Hasta en el más nimio gesto nos lo está diciendo todo el tiempo. En el fondo siento envidia, y aunque siempre estoy tratando de minar su inexpugnable sistema, no puedo menos de reconocer que éste lo preserva del sordo estrago de la selva cuyos efectos comienzan a manifestarse en nosotros con aciaga evidencia.

La comida que prepara el práctico es simple y monótona: arroz convertido en una pasta informe, frijoles con carne seca y plátano frito. Luego, una taza de algo que pretende ser café, en verdad un aguachirle de sabor indefinido, con trozos de azúcar mascabado que dejan en la taza un sedimento inquietante de alas de insectos, residuos vegetales y fragmentos de origen incierto. El alcohol no aparece jamás. Sólo el Capitán lleva siempre consigo una cantimplora con aguardiente, de la que toma con implacable regularidad algunos tragos y jamás ofrece a los demás viajeros. Tampoco dan ganas de probar la tal pócima que, a juzgar por el aliento que despide su dueño, debe ser un destilado de caña de la más ínfima calidad, producido de contrabando en alguna ranchería del interior, y cuyos efectos saltan a la vista.

Después de cenar, cuando el soldado terminó sus historias, todos se dispersaron. Yo permanecí en la proa en espera de un poco de aire fresco. El Capitán, con las piernas colgando sobre la borda, disfrutaba su pipa. El humo se supone que ahuyenta los mosquitos, lo que en este caso no me sorprendería dada la pésima calidad de la picadura cuyo agrio aroma no recuerda para nada el del tabaco. El hombre se sentía comunicativo, cosa en él poco frecuente. Empezó a relatarme su historia, como si la locuacidad del soldado le hubiera soltado la lengua por un proceso de osmosis muy común en los viajes. Lo que pude sacar en claro de ese monólogo desarticulado, dicho con voz pedregosa y en el que intercalaba largos períodos circulares, carentes de sentido alguno, no dejó de interesarme. Había episodios que me resultaron familiares y que bien podían haber pertenecido a ciertas épocas de mi propio pasado.

Había nacido en Vancouver. Su padre fue minero y luego pescador. Su madre era piel roja y había huido con su padre. Los hermanos de ella los persiguieron durante semanas, hasta que un día consiguió que un tabernero amigo suyo los emborrachara. Cuando salieron, los estaba esperando en las afueras, y allí los mató. La india aprobó la conducta de su hombre y se casaron a los pocos días en una misión católica. La pareja hacía una vida itinerante. Cuando él nació, lo dejaron al cuidado de las monjas de la misión. Un día no regresaron más. Al cumplir quince años, el muchacho huyó de allí y empezó a trabajar como ayudante de cocina en los barcos pesqueros. Más tarde se alistó en un buque-tanque que llevaba combustible para Alaska. En el mismo barco viajó luego al Caribe, y durante algunos años hizo la ruta entre Trinidad y las ciudades costeras del continente. Transportaban gasolina de aviación. El capitán del barco se encariñó con el muchacho y le enseñó algunos rudimentos del arte de navegar. Era un alemán al que le faltaba una pierna. Había sido comandante de submarino. No tenía familia y desde la mañana comenzaba a beber una mezcla de champaña y cerveza ligera, acompañada de pequeños bocadillos de pan negro con arenques, queso roquefort, salmón o anchoas. Un día amaneció muerto, tirado en el suelo de su camarote. En la mano apretaba la Cruz de Hierro que escondía debajo de la almohada y enseñaba con orgullo en la altamar de sus borracheras. Empezó entonces para el joven una larga peregrinación por los puertos de las Antillas, hasta que vino a recalar en Paramaribo. Allí se organizó con la dueña de un burdel, una mulata con mezcla de sangres negra, holandesa e hindú. Era inmensamente gorda, de un carácter jovial, fumaba constantemente unos puros delgados hechos por las pupilas de la casa. Le encantaban los chismes y llevaba el negocio con un talento admirable. Nuestro hombre se aficionó al ron con azúcar fundido y limón. Cuidaba de tres mesas de billar que había a la entrada del establecimiento, más para distraer a las autoridades que para beneficio de los clientes. Pasaron varios años; la pareja se entendía y complementaba en forma tan ejemplar que llegó a ser una institución de la que se hablaba en todas las islas. Llegó un día una muchacha china a trabajar en la casa. Sus padres la vendieron a la dueña y fueron a instalarse en Jamaica con el dinero recibido. Le escribieron dos o tres postales y luego no volvió a saber de ellos. La nueva pupila no tenía aún dieciséis años, era menuda, silenciosa y apenas hablaba unas pocas palabras en papiamento. El marino se fijó en ella y la llevó a su cuarto varias veces, bajo la mirada tolerante y distraída de la matrona. Acabó por apasionarse de la china y huyó con ella, llevándose algunas joyas de la dueña y el poco dinero que había en la caja del billar. Rodaron algún tiempo por el Caribe, hasta cuando fueron a parar a Hamburgo en un carguero sueco en el que trabajó como ayudante de bodega. En Hamburgo gastaron el poco dinero que habían logrado reunir. Ella se contrató en un cabaret de Sankt-Pauli. Hacía un número de complicada calistenia erótica con dos mujeres más. Subían las tres a un pequeño escenario y allí duraban muchas horas en una inagotable pantomima que excitaba a la clientela mientras ellas permanecían ausentes, conservando en el rostro una sonrisa de autómatas y en el cuerpo una elasticidad de contorsionistas que no conocía la fatiga. La china pasó luego a participar en un sketch con un tártaro gigantesco, algo acromegálico, y una clarinetista clorótica que se encargaba del comentario musical de la rutina asignada a la pareja. Un día, el Capitán -ya se llamaba así entonces- se vio involucrado en un negocio de tráfico de heroína y tuvo que abandonar Hamburgo y a la china para no caer en manos de la policía.

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