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Llevó una mecedora al corredor que miraba a los cafetales de la orilla del río y se sentó en ella con una actitud de espera, como si la brisa nocturna que no tardaría en venir fuera a traer un alivio a su profunda pero indeterminada desventura. La corriente de las aguas al chocar contra las grandes piedras acompañó a lo lejos sus palabras, agregando una opaca alegría al repasar monótono de sus asuntos, siempre los mismos, pero ahora inmersos en la indiferente e insípida cantilena que traicionaba su presente condición de vencido sin remedio, de rehén de la nada. "Vendí ropa de mujer en el vado del Guásimo. Por allí cruzaban los días de fiesta las hembras de páramo, y como tenían que pasar el río a pie y se mojaban las ropas a pesar de que trataran de arremangárselas hasta la cintura, algo acababan comprándome para no entrar al pueblo en esas condiciones".

"En otros años, ese desfile de muslos morenos y recios, de nalgas rotundas y firmes y de vientres como pecho de paloma, me hubiera llevado muy pronto a un delirio insoportable. Abandoné el lugar cuando un hermano celoso se me vino encima con el machete en alto, creyendo que me insinuaba con una sonriente muchacha de ojos verdes, a la que le estaba midiendo una saya de percal floreado. Ella lo detuvo a tiempo. Un repentino fastidio me llevó a liquidar la mercancía en pocas horas y me alejé de allí para siempre".

"Fue entonces cuando viví unos meses en el vagón de tren que abandonaron en la vía que, al fin, no se construyó. Alguna vez le hablé de eso. Además, no tiene importancia".

"Bajé, luego, a los puertos y me enrolé en un carguero que hacía cabotaje en parajes de niebla y frío sin clemencia. Para pasar el tiempo y distraer el tedio, descendía al cuarto de máquinas y narraba a los fogoneros la historia de los últimos cuatro grandes Duques de Borgoña. Tenía que hacerlo a gritos por causa del rugido de las calderas y el estruendo de las bielas. Me pedían siempre que les repitiera la muerte de Juan sin Miedo a manos de la gente del Rey en el puente de Montereau y las fiestas de la boda de Carlos el Temerario con Margarita de York. Acabé por no hacer cosa distinta durante las interminables travesías por entre brumas y grandes bloques de hielo. El capitán se olvidó de mi existencia hasta que, un día, el contramaestre le fue con el cuento de que no dejaba trabajar a los fogoneros y les llenaba la cabeza con historias de magnicidios y atentados inauditos. Me había sorprendido contando el fin del último Duque en Nancy, y vaya uno a saber lo que el pobre llegó a imaginarse. Me dejaron en un puerto del Escalda, sin otros bienes que mis remendados harapos y un inventario de los túmulos anónimos que hay en los cementerios del Alto Roquedal de San Lázaro".

"Organicé por entonces una jornada de predicaciones y aleluyas a la salida de las refinerías del río Mayor. Anunciaba el advenimiento de un nuevo reino de Dios en el cual se haría un estricto y minucioso intercambio de pecados y penitencias en forma tal que, a cada hora del día o de la noche, nos podría aguardar una sorpresa inconcebible o una dicha tan breve como intensa. Vendí pequeñas hojas en donde estaban impresas las letanías del buen morir en las que se resumía lo esencial de la doctrina en cuestión. Ya las he olvidado casi todas, aunque en sueños recuerdo, a veces, tres invocaciones:

riel de la vida suelta tu escama
ojo de agua recoje las sombras
ángel del cieno corta tus alas".

"A menudo me vienen dudas sobre si verdad estas sentencias formaron parte de la tal letanía o si más bien nacen de alguno de mis fúnebres sueños recurrentes. Ya no es hora de averiguarlo ni es cosa que me interese".

Suspendió el Gaviero, en forma abrupta, el relato de sus cada vez más precarias andanzas y se lanzó a un largo monólogo, descosido y sin aparente propósito, pero que recuerdo con penosa fidelidad y un vago fastidio de origen indeterminado:

"Porque, al fin de cuentas todos estos oficios, encuentros y regiones han dejado de ser la verdadera substancia de mi vida. A tal punto que no sé cuáles nacieron de mi imaginación y cuáles pertenecen a una experiencia verdadera. Merced a ellos, por su intermedio, trato, en vano, de escapar de algunas obsesiones, éstas sí reales, permanentes y ciertas, que tejen la trama última, el destino evidente de mi andar por el mundo. No es fácil aislarlas y darles nombre, pero serían, más o menos, éstas:

'Transar por una felicidad semejante a la de ciertos días de la infancia a cambio de una consentida brevedad de la vida'.

'Prolongar la soledad sin temor al encuentro con lo que en verdad somos, con el que dialoga con nosotros y siempre se esconde para no hundirnos en un terror sin salida'.

'Saber que nadie escucha a nadie. Nadie sabe nada de nadie. Que la palabra, ya, en sí, es un engaño, una trampa que encubre, disfraza y sepulta el precario edificio de nuestros sueños y verdades, todos señalados por el signo de lo incomunicable'.

'Aprender, sobre todo, a desconfiar de la memoria. Lo que creemos recordar es por completo ajeno y diferente a lo que en verdad sucedió. Cuántos momentos de un irritante y penoso hastío nos los devuelve la memoria, años después, como episodios de una espléndida felicidad. La nostalgia es la mentira gracias a la cual nos acercamos más pronto a la muerte. Vivir sin recordar sería, tal vez, el secreto de los dioses' ".

"Cuando relato mis trashumancias, mis caídas, mis delirios lelos y mis secretas orgías, lo hago únicamente para detener, ya casi en el aire, dos o tres gritos bestiales, desgarrados gruñidos de caverna con los que podría más eficazmente decir lo que en verdad siento y lo que soy. Pero, en fin, me estoy perdiendo en divagaciones y no es para esto a lo que vine".

Sus ojos adquirieron una fijeza de plomo como si se detuvieran en un espeso muro de proporciones colosales. Su labio inferior temblaba ligeramente. Cruzó los brazos sobre el pecho y comenzó a mecerse lentamente, como si quisiera hacerlo a ritmo con el rumor del río. Un olor a barro fresco, a vegetales macerados, a savia en descomposición, nos indicó que llegaba la creciente. El Gaviero guardó silencio por un buen rato, hasta cuando llegó la noche con esa vertiginosa tiniebla con la que irrumpe en los trópicos. Luciérnagas impávidas danzaban en el tibio silencio de los cafetales. Comenzó a hablar de nuevo y se perdió en otra divagación cuyo sentido se me iba escapando a medida que se internaba en las más oscuras zonas de su intimidad. De pronto comenzó de nuevo a traer asuntos de su pasado y volví a tomar el hilo de su monólogo:

"He tenido pocas sorpresas en la vida -decía-, y ninguna de ellas merece ser contada, pero, para mí, cada una tiene la fúnebre energía de una campana de catástrofe. Una mañana me encontré, mientras me vestía en el sopor ardiente de un puerto del río, en un cubículo destartalado de un burdel de mala muerte, con una fotografía de mi padre colgada en la pared de madera. Aparecía en una mecedora de mimbre, en el vestíbulo de un blanco hotel del Caribe. Mi madre la tenía siempre en su mesa de noche y la conservó en el mismo lugar durante su larga viudez. '¿Quién es?', pregunté a la mujer con la que había pasado la noche y a quien sólo hasta ahora podía ver en todo el desastrado desorden de sus carnes y la bestialidad de sus facciones. 'Es mi padre', contestó con penosa sonrisa que descubría su boca desdentada, mientras se tapaba la obesa desnudez con una sábana mojada de sudor y miseria. 'No lo conocí jamás, pero mi madre, que también trabajó aquí, lo recordaba mucho y hasta guardó algunas cartas suyas como si fueran a mantenerla siempre joven' Terminé de vestirme y me perdí en la ancha calle de tierra, taladrada por el sol y la algarabía de radios, cubiertos y platos de los cafés y cantinas que comenzaban a llenarse con su habitual clientela de chóferes, ganaderos y soldados de la base aérea. Pensé con desmayada tristeza que esa había sido, precisamente, la esquina de la vida que no hubiera querido doblar nunca. Mala suerte".

"En otra ocasión fui a parar a un hospital de la amazonía, para cuidarme un ataque de malaria que me estaba dejando sin fuerzas y me mantenía en un constante delirio. El calor, en la noche, era insoportable, pero, al mismo tiempo, me sacaba de esos remolinos de vértigo en los que una frase idiota o el tono de una voz ya imposible de identificar eran el centro alrededor del cual giraba la fiebre hasta hacerme doler todos los huesos. A mi lado, un comerciante picado por la araña pudridora se abanicaba la negra pústula que invadía todo su costado izquierdo. 'Ya se me va a secar', comentaba con voz alegre, 'ya se me va a secar y saldré muy pronto para cerrar la operación. Voy a ser tan rico que nunca más me acordaré de esta cama de hospital ni de esta selva de mierda, buena sólo para micos y caimanes'. El negocio de marras consistía en un complicado canje de repuestos para los hidroplanos que comunicaban la zona por licencias preferenciales de importación pertenecientes al ejército, libres de aduana y de impuestos. Al menos eso es lo que torpemente recuerdo, porque el hombre se perdía, la noche entera, en los más nimios detalles del asunto, y éstos, uno a uno, se iban integrando a la vorágine de las crisis de malaria. Al alba, finalmente, conseguía dormir, pero siempre en medio de un cerco de dolor y pánico que me acompañaba hasta avanzada la noche. 'Mire, aquí están los papeles. Se van a joder todos. Ya lo verá. Mañana salgo sin falta'. Esto me dijo una noche y lo repitió con insistencia feroz mientras blandía un puñado de papeles de color azul y rosa, llenos de sellos y con leyendas en tres idiomas. Lo último que le escuché, antes de caer en un largo trance de fiebre, fue: '¡Ay qué descanso, qué dicha. Se acabó esta mierda!' Me despertó el estruendo de un disparo que sonó para mí como si fuera el fin del mundo. Volví a mirar a mi vecino: su cabeza deshecha por el balazo temblaba aún con la fofa consistencia de un fruto en descomposición. Me trasladaron a otra sala, y allí estuve entre la vida y la muerte hasta la estación de las lluvias cuya brisa fresca me trajo de nuevo a la vida".

"No sé por qué estoy contando estas cosas. En realidad vine para dejar con usted estos papeles. Ya verá qué hace con ellos si no volvemos a vernos. Son algunas cartas de mi juventud, unas boletas de empeño y los borradores de mi libro que ya no terminaré jamás. Es una investigación sobre los motivos ciertos que tuvo César Borgia, Duque de Valentinois, para acudir a la corte de su cuñado el rey de Navarra y apoyarlo en la lucha contra el rey de Aragón, y de cómo murió en la emboscada que unos soldados le hicieron, al amanecer, en las afueras de Viana. En el fondo de esta historia hay meandros y zonas oscuras que creí, hace muchos años, que valía la pena esclarecer. También le dejo una cruz de hierro que encontré en un osario de almogávares que había en el jardín de una mezquita abandonada en los suburbios de Anatolia. Me ha traído siempre mucha suerte, pero creo que ya llegó el tiempo de andar sin ella. También quedan con usted las cuentas y comprobantes, pruebas de mi inocencia en el asunto de la fábrica de explosivos que teníamos en las minas del Sereno. Con su producto nos íbamos a retirar a Madeira la médium húngara que entonces era mi compañera y un socio paraguayo. Ellos huyeron con todo, y sobre mí cayó la responsabilidad de entregar cuentas. El asunto está ya prescrito hace muchos años, pero cierto prurito de orden me ha obligado a guardar estos recibos que ya tampoco quiero cargar conmigo".

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