– Claro que es lo de menos. -Hablé con vos. -Elijan ustedes.
– Qué ustedes.
– Vos -dije-. O Beatriz.
Lo dije mirando un lugar intermedio entre tu cuerpo y el del jujeño. Hubo un pequeño silencio. ¿Qué irá a pasar ahora?, pensé mientras me tomaba un trago de whisky salido de no sé dónde, porque no recordaba haberlo pedido. El efecto fue descomunal, como si me reventaran un petardo dentro de la cabeza.
– A mi isla, sí -dijo Beatriz.
Epa.
Cerré un segundo los ojos. "Qué te pasa", oí preguntar. Nada, contesté remotamente con la cabeza metida a presión en el eje de una girándula, oooh, fascinado por la cohetería y los colores.
– Nada. Se me heló hasta el alma.
– Te has de haber tragado el hielo -dijo Santiago.
– No tomes esas porquerías -habías dicho.
– Tomate un caldillo -dijo Santiago.
– Entonces es cierto que te vas mañana -dice una voz en la quinta de Verónica mientras yo respondo alguna cosa y pienso que si uno consigue memorizar los meses al revés está absolutamente sobrio. Diciembre, noviembre, septiembre. No, antes está octubre. Agosto, julio. Abrí los ojos y volví a mirar el espacio vacío entre tu cuerpo y el del jujeño.
– A mi isla, sí -dijo Beatriz-. Déjense de dar vueltas y nos vamos.
– Adelante -dije yo-. Por lo menos, todavía estoy vivo. ¿Ya les hablé de la grieta en el mirador?
– Algo.
– Menos mal, porque la casa podía estar en la isla y nosotros cuatro vivir allí. Claro que si la casa no les gusta, nos mudamos.
– Qué nos íbamos a mudar, si era la mejor casa de la isla. No sé si te dije que estudié astronomía. Yo me la pasaba asomado a la rajadura, catalogando estrellas.
– Necesito hablar con Mariano -dijo Graciela.
Marzo, febrero, enero. Ah, macho viejo y peludo, pensé, si paso este sacudón no tomo una gota más en vida. El bar lentamente iba quedándose quieto.
– Yo hacía buñuelos de manzana -dijiste.
– Y yo me los comía -dijo Santiago.
– Te aclaro que el padre Cherubini iba en ese auto. Siempre van juntos -dije yo, un poco a destiempo pero con voz normal-. Y en cuanto a lo de comerte los buñuelos vos solo, está por verse.
– Yo hacía más, no se peleen -dijo Beatriz.
– Y tocábamos la guitarra y el charango -dijo Santiago-. Yo el charango porque soy de Aries.
– Yo también soy de Aries.
– ¡No!
– Sí.
– Qué raro -dijo Santiago-. ¡Beatriz! -gritó de pronto.
Miraba hacia la salida del bar. Ahora, pensé, el mozo da parte al manicomio de Oliva.
– Se va -dijo Santiago-. En cuanto algo la asusta, ella se va.
Hubo una pausa.
– Anda a buscarla -dije yo.
Santiago te miró, me miró, miró furtivamente hacia el mostrador, se puso de pie y caminó gesticulando hacia la puerta. Cuando volvieron de allá, Beatriz decía sabes que no me gusta que tomes de esa manera, después te pones mal, y Santiago gritaba que ser borracho no es deshonra, peor es ser puto.
– Santiago, estás loco -dijiste vos. Estabas alarmada realmente, no sé de qué lado de la realidad; pero debió de ser en aquél porque miraste al mozo y encendiste un cigarrillo. La primera vez que te veía fumar.
– Todo en orden -dijo Santiago-. Fijate, ya no llora más.
Motivo más que suficiente como para celebrarlo en la isla bebiendo vino en bota con ensalada de hinojo, robar nísperos del color de las abejas, andar los cuatro desnudos a medianoche, vos trenzar collares de ceibos y yo colgártelos, Santiago y yo pescar mojarritas de panza de plata, a ustedes darles lástima y volverlas a tirar al río, salir nosotros a cazar chanchos salvajes a garrotazos, comprar ustedes cosas inútiles en los remates de aduana y nosotros pagarlas sin mover un músculo…
(-¿Qué tipo de cosas? -dijo Beatriz.
– Qué sé yo, sobre todo tulipas -dijiste vos.
– Tulipas pero con cenefas -dijo Beatriz.
– Sobre todo tulipas de ópalo con cenefas -dijiste vos.)…y aunque nada de esto pudo suceder hubo, en algún instante brevísimo de la tarde, algo así como un dibujo que estuvo a punto de cerrarse, un orden a punto de reconstruirse, pero en ese momento vi cruzar desde el hotel al señor Ripul, todo pantalones y mal agüero, el señor Ripul que entró en el café, llegó a nuestra mesa y habló con Santiago.
– Teléfono de Jujuy, señor. Lo llaman de la maternidad.
Nos miramos.
– Se acabó -dijo sonriendo Santiago.
Y ya que hay que explicar las cosas de algún modo, puedo decir que en ese momento vi realmente y por última vez en mi vida a Beatriz, vi sus ojos enormes e incrédulos que interrogaban al jujeño y supe en el corazón que Santiago no le había dicho nada de esto ni había roto con su mujer, típico del jujeño, son tan buenos estos desgraciados que por no lastimar a nadie siempre terminan haciendo las cosas del peor modo posible, Beatriz ahí, sus ojos como dos grandes gotas de agua purísima sobre una hoja verde, llorando de este lado de acá de la realidad, en ese bar frente al hotel o en la quinta de Verónica, y yo nunca había visto nada parecido a esto, lloraba de frente, a cara descubierta y era una cosa monstruosa e insensata, lloraba sonriendo mientras retrocedía hacia la nada, vos tenías las manos cruzadas sobre el mantel y te mirabas la punta de los dedos, íbamos a tener que irnos de la isla, una lástima, se estaba bien allá, hasta demasiado bien, no podía durar toda la vida.
Santiago cruzó.
– Para qué tomas esas porquerías -dijo Graciela.
– Para despertarme -dijo Espósito.
El final de este libro es necesariamente imposible. Con los años, Espósito recordaría las últimas horas de aquella larga noche como un hombre que trata de reconstruir un sueño ajeno, sabiendo que nada de lo que imagina corresponde esencialmente a lo que el otro intenta contarle; sabiendo, sobre todo, que la verdad de los sueños ni siquiera puede ser comprendida por el que ha soñado, porque esas imágenes absurdas, esos rostros vagamente familiares, esas situaciones imposibles, sólo tienen significado en el ámbito y en los paisajes del sueño, según otras leyes, que están más allá de nuestra razón y con un lenguaje que no es el de la vigilia. Nada de esto está sucediendo ahora, pensó al volver del planetario; y también: Hace años que me fui de esta casa. Dos ideas que no significaban nada y que, sin embargo, en aquel momento, tuvieron la solidez de una certeza que no exige ni admite la menor demostración. También pensó que si esto era lo que se llama estar borracho no resultaba muy agradable. La casa y la poca gente que quedaba parecían ir diluyéndose, como una acuarela bajo el agua. Todo era un poco más lento, más apagado, más incierto de lo debido. De tanto en tanto, un sector de la realidad parecía destacarse imperiosamente, como si algo gritara desde allí. Las manos de Graciela, por ejemplo. Ella había dicho que debía hablar con Mariano pero estaba hablando con Patricio. Esteban vio el movimiento circular, lento, con que los dedos de Graciela acariciaban el camafeo sobre su pecho. Duró un segundo. Ella giró la cabeza y desde allá miró a Esteban. Apartó la mano, le sonrió. La forma de una hoja puede servir para reconstruir un árbol y hasta una especie entera, o, un hueso mínimo, un animal extinguido hace milenios. Ciertos gestos casi imperceptibles son algo así.
– Adiós, joven -dijo el arquitecto. Verónica apareció junto a Esteban.
– Rompan lo que gusten -dijo-. Yo me retiro a mis ruinas. La niña del camafeo te conducirá a tu cuarto.
– Verónica miró hacia el lugar donde Graciela hablaba con Patricio. -Supongo -agregó.
– Patricio ya no estaba. Graciela y Mariano hablaban en voz baja.
– Dónde te habías metido -dijo Verónica.
– Di una vuelta por la casa. Quiero preguntarte algo.
– Adiós, querida -dijo la chica que descendía de Bustos.
– Mi marido te dejó saludos -dijo Verónica-. Qué hacían vos y mi marido, uno a cada lado del nogal.
– Entonces es cierto que yo hablé con él -dijo Esteban.
– Me parece que esta conversación ya la tuvimos -dijo Verónica.
– La tormenta. Nos vamos.
– Gracias por haber venido -dijo Verónica.
– Hablábamos -dijo Esteban.
– Y de qué hablaban.
– De cierta clase de hijos de puta -dijo Esteban. Verónica pareció a punto de decir algo. Se limitó a sacar un cigarrillo de una cajita labrada que había sobre una mesa.
– Dame fuego. Qué querías preguntarme.
– Varias cosas. Una tiene que ver con Santiago. Me gustaría saber si vos estuviste enamorada de Santiago.
– Quién te contó un disparate tan precioso.
– Nadie. Es algo que se me ocurrió hace un momento, algo que tiene que ver con tu planetario.
– Sí -dijo Verónica-. Y qué más querés saber.
– Quiénes son todos ustedes, qué es esta casa. Quién es Graciela.
Verónica lo miraba como si lo viese por primera vez.
– Bueno, es más grave de lo que yo pensaba. Te hago preparar un buen café.
Hizo ademán de irse. Esteban la tomó del brazo.
– Necesito saber cómo es ella.
– Caramba -dijo Verónica.
– Qué quiere decir eso.
– Me estás apretando el brazo.
– Contéstame.
– Preciosa reunión -dijo la japonesita-. Adiós.
– Gracias por venir -dijo Verónica.
– Yo te alcanzo -dijo Lalo.
– Quiere decir -dijo Verónica -que la gente, la gente real, no es. Veo que a esta altura el café no te va a servir de nada. -Sirvió dos vasos altos de whisky con hielo y le dio uno a Esteban. -¿Cómo te puedo explicar? La gente, la gente real, nunca es. La gente está. Va y viene, y todo es según cómo, y desde dónde se la mire llegar o irse. La mayoría de las veces lo mejor es no mirar.
Esteban observaba fascinado los reflejos del hielo entre las marejadas de aquel líquido untuoso.
– No mirar.
– Deja de revolver ese vaso y tómatelo de una vez -dijo Verónica-. Mareas. No mirar a la gente, amor. Lo que sí voy a decirte es esto. Hace treinta y siete años que Verónica se acuesta todas las noches con Verónica y todavía no sabe si existe, y vos, que llegaste ayer y anuncias a todo el mundo que te vas mañana como si tuvieras que asistir a tu propio funeral, mientras todavía se discute en aquel sillón si dormirás una sola noche con Graciela, queros saber cómo es, cómo somos todos. Vamos al parque a mirar la tormenta, a lo mejor te despeja. Me queros explicar, de paso, cómo te las ingenias para embarullar todo. ¿Qué hace ella, allá?