Y de la falta de principios.
Es lo mismo. Fidelidad. Fidelidad fanática, hasta la muerte. Lealtad al signo primordial regidor de la cabeza y del fuego. Todo lo que no tenga que ver con esto, vaderretro, evade el recto destino combustible de tu estirpe. Coexisten, en tu tipo astral, dos Esteban: el superior y el otro, el deleznable. Y como es obvio, amén de redicho, en ese microcosmos paradojal nosotros gobernamos al Esteban superior; él, el elegido para las tareas luminosas, es quien va a casa de Verónica, sonríe cuando no debe, irradia frescura cuando le arden las zonas del sentimiento y, para darte un ejemplo lastimoso de esto último, decide leer al camarada Lenin en vez de armar una bomba casera, cuando descubre que Josefa Bartolotti lo que tiene es hambre. Él huye por las escaleras en calzoncillos, no honra al padre ni a la madre, codicia mujer e ideas ajenas, no ama a su prójimo ni mucho menos a sí mismo, se olvida de santificar sus propias fiestas, sus efemérides, motivo por el cual deja plantada a la niña de Plaza Irlanda junto a un alegórico relieve, añorando sus anillitos. No interrumpas. Me refiero al impuro, humano, vivo, contradictorio Esteban con antorcha. Porque el artista, fíjate bien, el artista, para sobrevivir en este mundo y en el que se avecina, ha de poseer una fuerte dosis de inmoralidad. De ahí lo de la falta de principios. Inmoralidad -y empleo nomenclaturas a nivel burgués para facilitarte la comprensión jesuíta de conceptos cuyo sentido, en los hechos, te resulta desde antiguo familiar- inmoralidad, o quizá amoralidad, que si bien permitirá a un gran artista obtener espléndidos resultados en la construcción de una catedral en homenaje a la Sagrada Familia, pongo por caso, y no al azar, le impedirá en cambio no ya salvar el alma, que para eso nunca hizo falta la divertida gente del subsuelo, sino también fundar una.
Una qué.
Familia. Sagrada o no.
Qué estupidez. Eso no significa, suponiendo que signifique algo, más que el vulgar reemplazo de una moral por otra.
Naturalmente. Una nueva moral; una moral condenadamente libre. Una moral de la transgresión, una ética del egoísmo y del libertinaje. Pero entendámonos, no de cualquier egoísmo ni de cualquier libertinaje. Algo así como el egoísmo inocente con que opera la naturaleza cuando sacrifica especies enteras para que sobreviva una forma privilegiada, sólo que vivido desde un individuo nada inocente, consciente, abrumado por la culpa, capaz de sacrificar en su corazón todo lo que no se ajuste a la forma de su destino. Cosa que se paga caro, debo serte franco. Y en cuanto al libertinaje, no estamos hablando de francachelas, lamidas, gestas contra natura u otras hazañas de prostíbulo. Eso está bien para los franceses que creen que Sade era libre porque segregaba demasiada testosterona y tenía el coeficiente mental de un escolar despierto. Como te imaginarás, no tengo nada contra ningún tipo de libertinaje y mucho me temo que ninguno de los interlocutores de este diálogo lo tenga. Se trata (también) de un cierto libertinaje de las ideas. Desenfreno mental, corrupción, atrevimiento -sinceridad, hijito-, amor a las peores verdades, que permitirá al artista del que hablábamos racionalizar sus peores impulsos, comprenderlos, descender hasta lo más amargo, lo más depravado, lo más obsceno y vergonzoso. Y si regresa vivo a la superficie, enseñorearse de ellos y hasta tomarles algún cariño. En cuanto al otro libertinaje, lo repito: soy incapaz de argumentar nada en su contra. Si he de ser franco, no arriesgándonos en tu caso a probar con el viejo y fecundo y flagelador ascetismo, es, biológicamente hablando, el único antídoto que se nos ocurre para neutralizar tus citas del Protoevangelio. Conducta que, entre otras cosas, nos pondrá a salvo del calcañar matador de salamandras. Nos apartará de la inocente chupadora de médula espinal. La Decapitadora. Nuestra enemiga. "Perder la cabeza", serle a uno "sorbido el seso". ¡Profundas imágenes! Inventadas Por la sabiduría popular para describir esa mutilación que en tu jerga se denomina amor a una mujer; monogamia El artista es polifacético, multánime, simultáneo, panteísta y polígamo. Lo razonable sería, lo admito, pintar los robustos angelitos de Rafael y fecundar con alegría a la Virgen de San Sixto, y hacerla parir robustos angelitos familiares que corriesen por las dependencias, alborotando, rodando, gritando papi, papi. Eso sería lo muy razonable. Pero, aparte de que a vos -y no como condición universal, a vos, como proyección diabólica de tu profunda incapacidad de amar-, la égloga matrimonial te repugna; aparte de todo eso, ¿quién dijo nunca que el mundo fuera razonable? Hay, por lo tanto, que optar. La Divina Comedia no fue escrita porque Beatriz murió, Beatriz fue asesinada por la Divina Comedia. Hay que matar a Beatriz.
Eso es una frase.
Y eso también. Los únicos vehículos del Gran Salto que hay en tu oficio son las frases. La única cosa que debes aprender es a distinguir las mías de las tuyas. Las hermosas frases de las otras. Considerado a la luz de este axioma El Quijote es una frase más larga, más armoniosa, menos mortal, que la frase prohibido escupir en el suelo. Acertar con una o con la otra. Eso es lo que distingue a un genio de un ferretero higiénico.
Esta es, por fin, la encrucijada.
Tú lo dices, como respondería nuestro mansito. Tú lo dices, jodido Caifas, no yo. De lo contrario, podría suponerse que te prometo algo tan enorme como la genialidad: serafín que, para un ateo tercermundista, equivale, sin violar los principios, a la inmortalidad del alma. Es la inmortalidad del alma. Concilia la teoría del trabajo en la transformación de mono en hombre con las solemnes bóvedas del Wilfrid Barón de los Santos Ángeles con sus arcadas que parecían titánicas y ahora retroceden y se borran, y amenazan borrar para siempre al pequeño elegido que lloraba durante la Consagración, ciego ante el resplandor del intacto cuerpo contenido en la hostia, porque el resplandor emanaba del Santísimo, no del oro del Sagrario. Pero si la encrucijada por fin es ésta, Esteban crece y se totaliza de apuro, recupera el alma, llega certero como una flecha desde el pasado y se clava en el porvenir. Se derrama en el tiempo, contemporáneo del Aconcagua, se mide en edades formidables que avergonzarían a los grandes baobabs. Y entonces nunca más el Gusano Conquistador. Ni la carroña patas arriba reventando inmundicias en la zanja. Y puede asomarse al balcón sin miedo a desmoronarse, dormir desnudo bajo las estrellas, pasar con tranquilidad bajo los andamios, exponerse a las corrientes de aire, mirarse fijamente en el agua y sentirse menos frágil, dueño del Tiempo, no tan propenso a dejar esto sin terminar por casual derrumbamiento del cielo raso o cáncer en la próstata, esto, este viaje en ómnibus hacia el Cerro de las Rosas, o este borrador de un sueño comenzado en el hotel donde hace años se matará Santiago. O esta lluvia por suceder en el parque de Verónica. O esta anotación en un cuaderno apoyado sobre las rodillas, frente a una lámina de Molina Campos, muy lejos para siempre de la ciudad muerta, en un cuartito azul que da a una especie de templo birmano custodiado por dos leones, ahora o ayer o mañana, qué importa cuándo si el tiempo, el tiempo trágico y verdadero y transitorio de la gente no existe en este ómnibus o cuarto de hotel o manicomio o cruce de caminos donde un hombre clama por ser como Dios y abre los brazos en la soledad y se hace clavar de pies y manos a lo largo y ancho y alto del tiempo crucificado en el Tiempo, ajeno para siempre al derrumbe del cielo raso del mundo, a la inflamación de los intestinos, a la caída de la tortuga o a los descarrilamientos. Porque si la alternativa es ésta, Esteban, como la hostia, permanece incólume en cada una de sus partes. O sea que sí, huerfanito, que la alternativa es ésta. Pero que nadie te ha prometido nada.
Debo confesar que empiezo a aburrirme.
Yo diría más bien que estás empezando a asustarte; a comprender, quizá, cómo es este juego.
Todo o nada. Como siempre.
No, querido. Todo contra nada. Si sale cara, gano yo, si sale ceca, perdés vos. Es sencillo. Una vez aceptado a ciegas el contrato yo no he aceptado ningún contrato.
Yo no, exactamente. Una vez aceptado yo -es decir, la otra parte- no contraigo el menor compromiso. Esteban se remonta o lo voltea la muerte gracias a sus propias leyes de inercia. El genio, o es un imperativo categórico de adentro hacia afuera, un reventón voluntario, o a limpiar escupideras al Hospicio de las Mercedes. Más claro, échale agua. El genio, o mejor, el principio genial, es algo así como esos bacilos voraces que dormitan agazapados en algún rincón de todos los organismos vivos. Se nace con ellos.
Todos los hombres nacen con ellos; con la infección enquistada, pero defendiéndose del antropófago cangrejito con una sutil envoltura de calcio, que a veces lo apacigua. y con el genio bostezando como un querubín dentro de un huevo. Sólo habría que provocar, deliberadamente en este caso, el del querubín, la ruptura del cascarón. Contraer la enfermedad espléndida. Del mismo modo que un organismo famélico, defendiéndose del agotamiento, acaba por comerse la película que envuelve al canibalito.
Pero eso es la muerte.
Todo es la muerte. La muerte física. Te pudra la tuberculosis o te pinches el dedo con la espina de una rosa, como el bardo. Sólo que, alguna vez, es la muerte propia. Y aun suponiendo que fuera la absoluta muerte -la absoluta locura-, la última abyecta claudicación de la carne o del espíritu, para ciertas naturalezas no hay más que eso.
O la absoluta vida.
También, según se mire. Yo le llamaría postergar, durante unos segundos de orgullosa y rebelde agonía, la catástrofe humana.
No es mucho.
Un tiempo inmortal en sí mismo.
Tan absoluto como la idea que un imbécil, que se cree Napoleón, tiene acerca del lindo color de su caballo. No. Me harté. Desde hace una hora, por abulia, me oigo parlotear como un peluquero mitómano. Y me harté. Todos esos balidos de tenor de opereta alemana provienen de mí.