Apoyaste la cucharita sobre el plato. Cuando todo estuvo en orden, arrimaste hacia mí la taza como quien ha iniciado algo importantísimo y ahora alienta al otro a que lo termine victoriosamente.
– Se te enfría -dijiste.
Me reí. Me reí de tal manera que casi me caigo de la silla.
– Vos me entendés -dije.
Dijiste que sí, mientras yo cantaba para adentro una cosa que sonaba más o menos como aspeti siñorina le diré con due parole qui son e que facho e come vivo. Qui son. ¿Qui son? Sonó un poeta. ¿Que cosa facho? Scribo. ¿E come vivo? Vivo.
– Las dos y media -dijo una voz, a mi espalda.
Las dos y media. ¿Las dos y media de la tarde? Según esto me has estado esperando en este café casi dos horas. Me doy vuelta y le pregunto al señor de la otra mesa qué hora dijo. El hombre, sorprendido, también se da vuelta y durante unos segundos que parecen durar muchísimo nos quedamos así, retorcidos e incómodos, casi tocándonos. Una cara solemne y vegetal. Como una mandioca que fuera al mismo tiempo profesor de urbanística. Me parece haberlo visto la noche anterior, en el Paraninfo, enmarcado en una de las paredes. No sé a quién puede haberle dicho la hora, porque con él no hay nadie. Tal vez es un hombre preocupado y habla solo; tal vez la voz vino de alguna otra parte.
– La hora -le digo.
– Ah, sí. Cómo no -dice. Busca en el chaleco su reloj de doble tapa, heredado de fray Mamerto Esquiú, lo abre, se pone los anteojos de leer. -Catorce y veinticuatro, exactamente.
– Muy amable, licenciado. Gracias.
– El gusto ha sido mío -pasmosamente dice el hombre. Tal vez tiene un sentido del humor prodigioso; tal vez es un melancólico que se ríe secretamente del mundo. Tal vez he estado dialogando sin saberlo con un ser solitario y extraño que merecía todo mi respeto De nuevo frente a mí tus ojos. La palabra es convencional pero irremplazable: relámpago. Tan fugaz que casi se me escapa. Hace un segundo significó algo.
– Qué pasa -pregunto.
– Ahora nada.
– No, no digo ahora. Hace un momento.
– Pensaba -dijiste. Acercaste tu cuerpo hacia mí por encima de la mesa. Muchacha en la cama, acurrucándose Me invadió de pronto una invencible ternura y me dejé arrastrar por ella, qué podía perder. Un caballero angelical con cara de mandioca, tal vez algo loco, había realizado un mínimo milagro. Hay en vos, pensé, zonas claras e infantiles que me desconciertan y que acaso temo mucho más que a las otras. Y en las otras para qué pensar. Y vos dijiste: -Cosas oscuras, no sé. Tenés pozos de resentimiento y hasta de maldad. No hagas caras, es cierto. Y a veces, como hace un momento, cuando hiciste esa morisqueta, es como si salieras de un lugar tormentoso a otro de transparencia. No te rías.
– No me río.
El señor de la mesa de atrás se ha levantado. Debió correr su mesa hacia adelante para no molestarme pidiendo que yo corriera mi silla. Tan sigiloso y gentil que apenas alcanzo a verlo salir del café. Pienso algo absurdo y, por alguna razón, casi intolerable. La primera persona de la ciudad que desaparece para siempre de mi vida.
Caras, lugares, palabras. Hay, incluso, palabras que fueron pronunciadas no sé cuándo, y que no encuentran sitio, como si hubiesen sucedido en el plazo brevísimo de un sueño que, al ser contado, maravilla por su extensión; recuerdo la palabra frialdad y una voz que dice: "Qué poco significan ciertas palabras, ésa por ejemplo, o egoísmo. Quién sabe dónde terminan la frialdad y el egoísmo y empieza lo único verdadero que tenemos, chango. Vivir. Pero a qué le llaman, qué es vivir para estos atorrantes", dijo Santiago y no se refería a nadie en especial, ni siquiera daba la impresión de estar hablando conmigo. Detrás de él había un largo paredón de piedra contra el que parecía borrarse el gris de su traje, y asomaban unos árboles. Antiguos, había dicho antes, como el miedo. "Estamos solos sobre el corazón de la tierra atravesados por un rayo de sol, y de pronto anochece", lo dijo y yo me asombré: era difícil imaginar al jujeño leyendo a Quasimodo. "Vivir. Hoy lo nombraste a Balzac: ¿vos te crees que se pueden escribir semejantes novelas si el gordo hubiera hecho alguna vez lo que éstos llaman vivir? Dos mil personajes, madre mía… Pero me gusta la vida, ahí está la cosa. La vida de ellos, sí, más que la de Balzac. Quiero tomar vino en bota y cojer tirado en el pasto, estoy podrido de libros y de emparedarme en una pieza a la luz de una lamparita eléctrica en pleno día o en plena tarde, mientras afuera un sol redondo grandote como chupetín de mil pesos. Ahí tenés una metáfora." Se rió. "Y la mujer y los hijos", dijo con seriedad, "en la pieza de al lado, tratando de no pisar fuerte para no meter bulla porque el poeta está de parto. Papá escribe… Vean qué lindo. Sin embargo, era lindo… Me miras con cara de risa; soy contradictorio. Y cómo querés que sea. Porque oíme, ¿de qué mierda sirve la vida?… Suponete un tipo que nace a contramano, algo así como un albañil con las ideas de un arquitecto gótico, que quiere hacer la Portada de la Gloria de Santiago de Compostela, pero con un fratacho y medio kilo de cal, que viene y te dice: y vos te crees que vale la pena tu famosa vida, tus verdes yuyos y tu linda chinita, tus vides como manzanas y todo el cielo arriba y toda la gente abajo y toda la risa de dos changos gordos como el niño Jesús, y uno en camino, si no podes levantar el San Lorenzo, como quería Leonardo, y ponerlo sobre otro pedestal, o escribir los dos mil personajes de Balzac… Te regalo un tema, Espósito: un pobre infeliz que, cuando se sentía modesto, lo menos que pensaba era cantar la guerra de Troya y se enganchó en el ejército de Agamenón y anduvo a los hachazos y violó a una teucra. Y se tomó todo el vino de la ciudad, cantando y asolando. Pero escribir, no pudo. O pior, fíjate. Un día se topó con un linyera ciego que, por un vaso de tintillo, agarraba el laúd y se acompañaba en la Ilíada. Me reí.
– Llegaste tarde -dije-. Eso se llama Mozart y Salieri, y lo escribió Puschkin.
Santiago, que estaba apoyado en la pared, se puso a caminar tranquilamente. Lo seguí. Me pasó un brazo por el hombro y murmuró:
– Te das cuenta. Eso, justamente, es lo que yo digo. Luego volvió a hablar de los árboles.
– Pero por supuesto, doctor. Total y definitivamente de acuerdo. Yo también creo, es más, afirmo, y hasta me atrevería a desafiar a que alguien me desmintiera, que este país es un cachivache.
– No, joven, no -dijo Cantilo-. Yo quise decir todo lo contrario.
– Yo también, doctor, y ése es el origen de uno de nuestros peores malentendidos. Me refiero a los argentinos, no a usted y a mí, se entiende. Pensándolo bien, qué tiene que ver el país. ¿Qué es el país? Nada, un abstracto. Este país y cualquier país es su gente. Usted, ese gordo, la señorita Cavarozzi. Hasta yo mismo soy el país. ¿Adonde quiero llegar? Permítame. -Yo estaba dispuesto a hablar del peronismo con aquel hombre antes de que acabara el entreacto o aunque debieran suspender el drama de Strindberg. Pero tal vez ha llegado el momento de ser justo. Si hubiera sabido, esa primera noche, dos o tres de las cosas que hoy sé, a este libro le faltarían unas cuantas páginas. Una de las cosas que sé es que Cantilo no es como yo lo estoy viendo; y me adelanto a escribirlo por miedo de olvidar sus soldaditos. Cantilo tallaba soldaditos de madera. Húsares, patricios, paisanos montoneros del alto de un pulgar, legionarios. A esto le llamaba con un poco de vergüenza su hobby, y era en realidad una conmovedora forma de la locura que era también un arte. Tenía un tallercito casi secreto en el Cerro de las Rosas y ahí, sábados y domingos, se entregaba como un demiurgo un poco mamarracho a aserrar y pulir e iluminar guerreros de una perdida epopeya nacional microcósmica. Este agrónomo de grandes calzoncillos que por alguna razón muy superior a mi entendimiento también era odontólogo, y por alguna otra razón, que descubrí o creí descubrir al día siguiente, aceptaba que su mujer se acostara con tipos como yo, merece un poco de respeto. Eso es lo que quiero decir, y a su modo ya me lo había adelantado Santiago. -No sea tan ansioso, doctor, si no me deja redondear el concepto va a dar la impresión de que habla usted solo. Y el conocimiento es más amigo del silencio que de la palabra, como dicen los árabes. Tiempo al tiempo. No se siente la utilidad de las nalgas hasta que nos nace un forúnculo. La boca del sabio está en su corazón. Hoy mismo, por ejemplo, en el tren que me traía a Córdoba, vea lo que me pasa. Me encuentro en el coche salón con un señor, uno de esos caballeros, fíjese, asépticos. Pulcros. Que más bien parecen una farmacia. -El jujeño se ahogó con el vino. Vos y Verónica, lejos, allá en la oscuridad de la barra. Y oyendo toser a Santiago pensé: Un amigo, uno de esos remotos amigos de adolescencia con los que bastaba una mirada, un gesto subrepticio de complicidad, sin que hubiera que explicar nada. Ahí está lo que falta en esta mesa. -¿Me sigue? Bueno, que el hombre hablaba, como nosotros, del país. De este país. Y, por supuesto, a los diez minutos se la agarró ¿con… qué? Exacto, doctor. Con el peronismo. Sólo en un país como éste, ¿no es cierto?, podría darse un fenómeno de circo como el peronismo. Él no era el país. Mongo Aurelio era el país.
La señorita Cavarozzi, en otro mundo desde el final del acto, aún no se había repuesto de la virilidad de Kurt, quien, en cuanto Alicia se sacó la blusa, se precipitó como una bestia sobre ella, le mordió la garganta, y luego de arrojar a la primera actriz y a la señorita Etelvina en cualquier parte, salió violentamente por el lateral izquierdo.
El doctor Cantilo dijo:
– No me negará, joven, que el peronismo…
– Qué le voy a negar, doctor. Si fue lo mismo que argumenté yo. No me va a negar que el peronismo, considerado como fenómeno histórico, fue el producto espiritual de una profunda necesidad argentina. Ya sé lo que va a decir, le dije, se lo leo en la cara. No se ganó Zamora en una hora. Que Perón haya sido un dictador y hasta un payaso, está bien, es decir está mal. Lo oiré es lo que no está de ningún modo. Cómo qué otro. Lo otro es la negrada, los lirios del campo, los cabecitas negras, los que se nos vinieron el 17 de octubre con el bombo. El pueblo, la murga, llámelos como quiera. Lo otro es lo que ni el propio Perón se imaginaba, y en eso estamos de acuerdo, no sólo no se los imaginaba sino que si no los para le expropian hasta el tordillo. Que la policía y las torturas y la picana, todo lo que quiera, le dije. Que la quema de las iglesias y la Alianza Libertadora, no me aparto; pero Josefa Bertolotti, que no le había puesto un par de zapatillas a sus hijos hasta que se las regaló Eva Perón, y no me salga con la demagogia y la mala fe política, le dije, doctor, porque entonces Josefa Bartolotti se pone a gritar viva la demagogia, o basta de demagogia, y se hace comunista, ella qué como tiene que ver con las torturas y la picana. Seamos mayéuticos. Hemos quedado o no hemos quedado en que un país es la gente. No es una pregunta, así que no hace falta contestarla. Hemos quedado. Josefa Bartolotti, por lo tanto, también es este país. Muy bien. También hemos quedado en que esta ejemplar matrona de vasta prole no tiene nada que ver con los aspectos negativos del fenómeno analizado, pero que ella misma, en cambio, calzada por primera vez de dignidad y zapatillas, es per se un fenómeno positivo. La parte cachivache y a raer de la faz de la Tierra ¿cuál sería entonces? Pero sí, doctor. Justamente lo que yo le dije a mi ocasional contertulio del coche comedor. La parte a raer somos nosotros, los tilingos, los de la picana, los incendiarios, los fabricantes de cepillos. Quién tiene la culpa de la desgracia del peronismo, Josefa Bartolotti, que sólo buscaba calzarse de autoestima y, como dicen los bereberes, encontrar su propio centro para irradiar desde allí la llama de su amor fati, o nosotros, usted y yo, que nos pasamos doce años rezando para que Perón nos metiera presos, cosa de tener después algo que contar.