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“Huesos en el desierto” no sólo es una fotografía del mal y de la corrupción en México, sino también una metáfora del incierto futuro de toda Latinoamérica.

Ya no me acuerdo en qué año empecé a cartearme con Sergio González Rodríguez. Sólo sé que mi cariño y mi admiración por él no ha hecho sino crecer con el tiempo. Su ayuda, digamos, técnica, para la escritura de mi novela, que aún no he terminado y que no sé si terminaré algún día, ha sido sustancial. Ahora acaba de aparecer su libro, “Huesos en el desierto” (Anagrama), un libro que indaga directamente en el horror y que Sergio ha presentado estos días en Barcelona. Próximamente el libro será distribuido a toda Latinoamérica. Y seguramente traducido a otros idiomas. Pero antes sucedieron otras cosas. Entre ellas, un intento de asesinato del que Sergio se salvó por los pelos. Y varios seguimientos. Y amenazas y teléfonos intervenidos. Cosas que hubieran espantado a cualquier otra persona, pero que Sergio, con una calma aplastante, sólo ha experimentado como quien observa llover.

Lo cierto es que, más que una lluvia, lo que Sergio ha observado y luego de alguna manera vivido, es un huracán. Su libro, que aparece en la colección Crónicas de Anagrama, en donde se encuentran libros de Wallraff, Kapuscinski y Michael Herr, no sólo no desmerece en nada de la compañía de estos mitos del periodismo, sino que incluso, como ellos, precisamente, transgrede a la primera ocasión las reglas del periodismo para internarse en la no-novela, en el testimonio, en la herida e incluso, en la parte final, en el treno. “Huesos en el desierto” es así no sólo una fotografía imperfecta, como no podía ser de otra manera, del mal y de la corrupción, sino que se convierte en una metáfora de México y del pasado de México y del incierto futuro de toda Latinoamérica. Es un libro no en la tradición aventurera sino en la tradición apocalíptica, que son las dos únicas tradiciones que permanecen vivas en nuestro continente, tal vez porque son las únicas que nos acercan al abismo que nos rodea.

Ayer, sin embargo, Sergio estuvo en mi casa y estuvimos hablando de cosas más leves. Mi niña se apropió de Paola, la muchacha que iba con él. Carolina sirvió jamón y queso. Abrimos una botella de vino. Sergio me trajo de regalo medio kilo de café de mi añorada y aborrecida cafetería La Habana, de la calle Bucareli. Paola y Carolina se fumaron un Delicados sin filtro. Recordamos los viejos camiones Pegaso del transporte urbano del DF y nos reímos. Luego yo me quedé callado y pensé que si alguna vez me encuentro en una situación jodida sería una garantía tener a Sergio González Rodríguez a mi lado. Viva México.

84, Charing Cross Road

Lunes 16 de diciembre de 2002

Hace no muchos años vi una película en la tele, basada en el libro “84, Charing Cross Road”, aunque yo por entonces no tenía ni idea de que el libro existiera. Era muy tarde, cerca de las cuatro de la mañana y la película estaba empezada. Aun así, me pareció magnífica. Decir que era sobria y contenida es caer en un recurso fácil: lo era, pero eso evidentemente no era lo más importante, ni siquiera el que sus actores fueran buenísimos. Su principal virtud, al menos eso me pareció aquella única vez que la vi, era su carácter de obra abierta, de boceto lo suficientemente estimulante como para que el espectador rellenara los vacíos con dos o tres o diez películas mentales que nada tenían que ver, al menos en apariencia, con lo que sucedía en la pantalla.

Las mejores lágrimas son las que nos hacen mejores y las que no se alejan demasiado de la risa.

Hace poco me topé con el libro, “84, Charing Cross Road” (Anagrama, 2002), en el que se inspiraba la película y, contra lo que suele suceder, el libro me pareció aun mejor. Su autora es Helen Hanff y el volumen en cuestión, que tiene menos de cien páginas, está constituido por las cartas auténticas que la señorita Hanff, neoyorquina, pobre, judía, aspirante a escritora, le envía a un librero de Londres en los años posteriores a la segunda guerra mundial.

Las cartas, al principio, tratan exclusivamente sobre temas bibliófilos, pero la señorita Hanff no tarda en inmiscuirse en la vida de todos los empleados de la librería. ¿Cómo se inmiscuye? Pues enviando regalos “necesarios”, cosas como huevos en polvo (primera noticia: no tenía idea de que alguna vez se hubieran comercializado huevos en polvo), jamón, azúcar, café, hasta, pasado el tiempo, regalos no tan necesarios, como medias de nylon para las empleadas y para la esposa del librero. Regalos que emocionan a los ingleses (que tienen muchas cosas racionadas) y que emocionan al lector y que establecen una especie de hermandad entre la señorita Hanff y sus amistades epistolares.

Por supuesto, los ingleses también empiezan a enviar regalos a la señorita Hanff: colchas o manteles, libros raros, fotos. Llegado a este punto, el lector, para no quedarse atrás, se pone a llorar y en esas lágrimas, si uno quiere perder el tiempo observando sus propias lágrimas, algo nada recomendable, puede encontrar el oscuro mecanismo de ciertos textos de Dickens: las mejores lágrimas son las que nos hacen mejores y las mejores lágrimas, asimismo, son las que no se alejan demasiado de la risa.

Hay algunas otras curiosidades en el libro de la admirable señorita Hanff (Filadelfia, 1918-Nueva York, 1997). Por ejemplo, el hecho demostrable de que jamás compraba un libro sin haberlo leído previamente en la Biblioteca Pública, es decir, estamos ante una gran relectora más que ante una gran lectora. Y otra más: su absoluto desdén por la ficción, que sólo con los años se fue atemperando. De esto último buena prueba es “84, Charing Cross Road”, en donde tanto las cartas de ella como las cartas de sus corresponsales londinenses son, contra lo que en ocasiones pudiera llevar a engaño, completamente auténticas.

Un último detalle: la librería Marks amp; Co, que se ocupaba de libros usados y que atendía a sus clientes en el 84 de Charing Cross Road, ya no existe. Pero sus buenos precios, su profundo buen hacer en materia libresca y la gentileza de sus empleados perviven en este libro como ejemplo para futuros libreros y librerías, dos especies en peligro de extinción.

Jaume Vallcorba y los premios

Lunes 23 de diciembre de 2002

Días de reconocimiento para Jaume Vallcorba, el fundador de la editorial en lengua catalana Quaderns Crema y de la editorial en lengua castellana El Acantilado, quien ha tenido buenas noticias. Imre Kertész obtuvo el Premio Nobel y nadie, hasta ese momento, se había fijado en él, salvo Vallcorba, que es un experto en descubrir restaurantes ocultos y libros y autores raros.

En realidad, Vallcorba es experto en muchas cosas. En cierta ocasión hablábamos de Guiraut de Bornelh, un trovador provenzal del que yo creía saber algo, y de Jaufré Rudel, y posiblemente hasta de Marcabrú, cuando de pronto Vallcorba se puso a recitar a estos tres trovadores en su lengua y yo diría que hasta con el acento que le imprimían al provenzal o al occitano en la época en que fueron compuestos los poemas, con las variantes regionales de cada caso. Son cosas que, dichas así, de golpe, podrían atemorizar a cualquiera. Quiero decir: su conocimiento exhaustivo de la literatura medieval o de la literatura latina, la punta de un iceberg profundo y sólido en donde gira, a veces de forma armoniosa y a veces de forma caótica, aquello que es de todos y que se llama cultura europea. Pero basta conocerlo para perder cualquier prevención o temor. La cultura, nos dice Jaume Vallcorba con cada cosa que hace, es juego y es riesgo (juego y riesgo de la inteligencia), y si al final no nos reímos, francamente no vale la pena.

Con cada cosa que hace, Vallcorba nos dice que la cultura es juego y riesgo (juego y riesgo de la inteligencia), y si al final no nos reímos, francamente no vale la pena.

Sólo así se entiende su catálogo y el prestigio que en tan pocos años ha alcanzado El Acantilado. ¿Quién, si no él, se iba a atrever a publicar a Stefan Zweig o a Schnitzler? ¿A Lafcadio Hearn, a

Bracque, a Satie? ¿Quién se podía dar el gustazo de publicar “El cantar de los cantares” de Guido Ceronetti, hacer una segunda edición de los “Líricos griegos arcaicos” de Juan Ferraté, cuando está bien claro, o parecía estarlo, que los únicos interesados en este libro ya teníamos la primera edición, publicada hace siglos en Seix Barral, y que por lo tanto no íbamos a comprar la suya, o, en el colmo de los colmos, “El sueño de Polífilo” de Francesco Colonna?

Pero lo verdaderamente increíble de Vallcorba, lo pienso ahora que él está en Estocolmo invitado por Kertész, es su actitud ante los libros, su incansable curiosidad, su increíble modestia. Modestia que se ha agudizado, si cabe, al serle otorgado este año el premio al mejor editor de España. Y que no le impide, ni mucho menos, seguir visitando librerías tan extrañas como los restaurantes en donde come, o conversando con autores inéditos que otros editores despacharían en medio minuto, o embarcándose (con sigilo, pero también con arrojo) en empresas en donde sólo se embarcan, hasta donde yo sé y conozco, sólo los catalanes, algunos catalanes. Es más, apretando la tuerca yo diría: algunos editores catalanes. He tenido la felicidad de conocer a tres. Uno me ha enseñado mucho. El otro es una persona encantadora, en el sentido medieval del término, para seguir la terminología del sacrificado Rudel. El tercero es Jaume Vallcorba, cuyo destino ignoro, pero cuya presencia agradezco a Dios. No por mí, que no creo en Dios y que ya leí todo lo que tenía que leer, sino por los lectores. Aunque también por mí.

Tiziano retrata a un hombre enfermo

Lunes 30 de diciembre de 2002

En los Uffizi, de Florencia, se encuentra este curioso lienzo de Tiziano. Durante un tiempo no se supo quién fue el autor del óleo. Primero fue atribuido a Leonardo y luego a Sebastiano del Piombo. Sin que esté probado de forma absoluta, hoy todos los críticos se inclinan por la autoría de Tiziano.

En el cuadro vemos a un hombre aún joven, de pelo largo y rizado, de color marrón oscuro, puede que con un ligero matiz rojizo, de barba y bigote, que, mientras posa, deja que su mirada se pierda hacia la derecha, probablemente en dirección a una ventana que no vemos, una ventana que, sin embargo, podemos imaginar cerrada, con las cortinas abiertas o suficientemente abiertas para que penetre en la estancia una luz amarilla, luz que el tiempo confundirá con los barnices que cubren el óleo.

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