El niño, Martín Mantra, es la encarnación del niño terrible por excelencia: hijo de dos actores de telenovelas, acude al colegio acompañado por un guardaespaldas ex luchador enmascarado, y piensa revolucionar el mundo del cine y de la televisión. La visión de México, del lugar de donde viene ese niño increíble, está mediatizada por el niño y por los recuerdos de la propia infancia del narrador argentino y por algo que nunca se dice claramente pero que en ocasiones se asemeja a una enfermedad o a un desplome social y que tal vez sólo sea la ausencia definitiva de la infancia.
La figura simbólica que preside esta primera parte es la de un héroe del pasado, el general (posmortem) Gervasio Vicario Cabrera, mexicano despistado que luchó en la guerra de Independencia de Argentina, víctima de un fusilamiento a todas luces apresurado, de igual forma que la figura simbólica que preside la tercera parte es la de un robot cuya sombra se discierne confundida con las primeras palabras de Pedro Páramo.
El segundo capítulo, a mi juicio el mejor, está construido alfabéticamente, como un diccionario del DF o como un diccionario del abismo. Es, también, la parte más extensa de la novela, de la página 144 a la página 510. Su lectura es abierta: se puede leer linealmente o bien el lector puede entrar por la letra que prefiera. El narrador esta vez es un francés, un francés que sólo ha oído hablar de Martín Mantra y que viaja a México para matar y morir. E incluso para seguir matando después de muerto. Entre las múltiples líneas argumentales que se cruzan como relámpagos, está la vida de Joan Vollmer, muerta en el DF mientras jugaba a Guillermo Tell con Burroughs, su marido, en el papel de Guillermo; y la historia de los luchadores enmascarados mexicanos y la historia de la película nouvelle vague que quiso hacer en Francia uno de estos luchadores enmascarados; y la historia del LIM, el lenguaje internacional de los muertos; y la historia de los monstruos mexicanos y de la pornografía mexicana; y la historia del grupo de rock femenino Anorexia amp; susFlaquitas; y la historia de Martín Mantra como guerrillero milenarista y mediático; sin que falte incluso una historia de amor, pero en París, entre el narrador francés y una joven mexicana.
Palabras de Mantra extraídas al azar: En el apartado “Telenovelas” el lector puede leer: “Las telenovelas son como noticieros mutantes”. En el apartado “Televisores”: “Y me preguntarás cuál es la marca de estos televisores muertos que miran los muertos y te responderé (…) que estas pantallas zombis donde los zombis dan de comer a sus ojos zombis son marca Sonby”. En el apartado “Vómito”: “Así me habla Joan Vollmer, esto es lo que me dice mientras fuma varios cigarrillos invisibles. Me dice que son cigarrillos de marca diferente: unos la hacen hablar en primera persona, otros en tercera persona, en ese entrecortado y espasmódico idioma sísmico que es el Lenguaje Internacional de los Muertos”.
Así pues, los muertos hablan un lenguaje cuya cadencia se asemeja a un temblor. Y Mantra, eso lo descubrimos a medida que nos vamos internando en las distintas capas superpuestas de la novela, se va llenando de muertos, de todos los muertos de México, desde los muertos ilustres hasta los muertos anónimos. Y el temblor que el lector percibe es el temblor del LIM, un lenguaje que también sirve para hacer novelas siempre y cuando éstas se escriban en orden alfabético.
La tercera y última parte de la novela es una fábula futurista. La Ciudad de México ya no existe, aplastada por terremotos permanentes, y entre esas ruinas se alza una nueva ciudad llamada Nueva Tenochtitlán del Temblor. Un robot vuelve al corazón de esa ciudad extraña a buscar a su padre creador, un tal Mantrax. Así se lo ha prometido a su madrecita computadora. Evidentemente, nos hallamos ante una nueva versión de Pedro Páramo o ante el encuentro azaroso, al pie de una piedra de sacrificios, de Pedro Páramo de Rulfo y 2001 de Kubrick, con un final sorprendente.
Pocas novelas tan apasionantes he leído en los últimos años. Con Mantra es con la que más me he reído, la que me ha parecido más virtuosa y al mismo tiempo más gamberra; su carga de melancolía es inagotable, pero siempre está asociada al fenómeno estético, nunca a la cursilería ni al sentimentalismo siempre en boga en la literatura en lengua española. Es una novela sobre México, pero en realidad, como toda gran novela, de lo que verdaderamente trata es sobre el paso del tiempo, sobre la posibilidad e imposibilidad de los sueños. Y también trata, en un plano casi secreto, sobre el arte de hacer literatura, aunque muy pocos se den cuenta de eso.
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Horacio Castellanos Moya: la voluntad de estilo
Por Roberto Bolaño
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La primera persona que me habló de Castellanos Moya fue el escritor guatemalteco Rodrigo Rey Rosa, después de comernos una paella en Blanes en compañía del crítico español Ignacio Echevarría. La segunda persona que me habló de él fue Juan Villoro. De esto ya hace algún tiempo. Por supuesto, intenté buscar, sin mucha esperanza, sus libros en dos librerías de Barcelona y tal como era previsible no los encontré.
Poco después recibí una carta del mismísimo Castellanos Moya y a partir de entonces mantenemos una correspondencia irregular y melancólica, por mi parte teñida además de admiración por su obra, que poco a poco ha ido engrosando mi biblioteca. Hasta ahora he leído cuatro de sus libros. El primero fue El asco, tal vez el mejor de todos, el más crepuscular, una larga perorata en contra de El Salvador, y por el cual Castellanos Moya recibió amenazas de muerte que lo obligaron a partir, una vez más, al exilio.
El asco, por supuesto, no es sólo un ajuste de cuentas o la expresión de profundo desaliento de un escritor ante una situación moral y política, sino también un ejercicio estilístico, la parodia que hace Castellanos Moya de ciertas obras de Bernhard y también una novela para morirse de risa.
Lamentablemente en El Salvador muy pocas personas han leído a Bernhard y aún muchas menos mantienen vivo el sentido del humor. Con la patria no se juega. Esa es la divisa y no sólo en El Salvador, también en Chile y en Cuba, en Perú y en México, e incluso en Austria y más de otro país o región europea. Si Castellanos Moya fuera bosnio o kosovar y hubiera escrito y publicado este libro allí, seguramente no hubiera tenido tiempo de tomar el avión. Aquí reside una de las muchas virtudes de este libro: se hace insoportable para los nacionalistas. Su humor ácido, similar a una película de Buster Keaton y a una bomba de relojería, amenaza la estabilidad hormonal de los imbéciles, quienes al leerlo sienten el irrefrenable deseo de colgar en la plaza pública al autor. La verdad, no concibo honor más alto para un escritor de verdad.
El segundo libro que leí fue la novela La diabla en el espejo , una novela negra, en realidad una novela negrísima, narrada sin embargo por una megapija o una síutica o una pituca de San Salvador, después del fin de la guerra civil, cuando el país ha entrado de lleno en el capitalismo salvaje. La asesinada es una amiga de la narradora, esposa de un empresario. La voz de la narradora, una voz llena de tics, una voz absolutamente lograda, que nos lleva de una habitación semioscura a otra habitación más oscura y así paulatinamente hasta una habitación en la oscuridad total, no es el mayor de sus logros. Este libro, según creo, es el primero que Castellanos Moya publicó en España, en la pequeña editorial Linteo.
El tercero que leí también está publicado en España, en Casiopea, otra editorial pequeña. Se trata de una reedición de El asco, precedida de dos relatos largos: Variaciones sobre el asesinato de Francisco Olmedo, un texto que sin duda merecería estar en cualquier antología del relato actual latinoamericano, y Con la congoja de la pasada tormenta. Ambos relatos indagan en el basural de la historia, y su planteamiento es conjetural, como en las novelas policiacas, pero su desarrollo es en cascada (y desde el primer momento) hacia un horror vagamente familiar, que todos conocemos o del que todos hemos oído hablar.
El último libro de Castellanos Moya que cayó en mis manos es la novela El arma en el hombre, editada por Tusquets México, que prolonga en cierta manera asuntos ya tratados en La diabla en el espejo, algunos destinos que en aquella novela eran marginales o estaban apenas esbozados y que aquí asumen el protagonismo, como Robocop, un ex soldado de un batallón de choque, que al final de la guerra se queda sin trabajo y que decide (o tal vez otros deciden por él) convertirse en asesino a sueldo. Una de sus víctimas es la señora de Trabanino, la amiga íntima de la narradora de La diabla en el espejo, y un crimen que también sale a relucir de pasada en El asco, a tal grado que se podría decir que el asesinato de esa pobre ama de casa burguesa constituye uno de los vértices de la narrativa de Castellanos Moya. Los otros vértices son el horror, la corrupción y una cotidianidad que tiembla en cada una de sus páginas y que hace temblar a sus lectores.
Horacio Castellanos Moya nació en 1957. Es un melancólico y escribe como si viviera en el fondo de alguno de los muchos volcanes de su país. Esta frase suena a realismo mágico. Sin embargo no hay nada mágico en sus libros, salvo tal vez su voluntad de estilo. Es un sobreviviente pero no escribe como un sobreviviente.
(Artículo reproducido en el periódico Milenio Diario, México)
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La inmortalidad literaria
Por Roberto Bolaño
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Yo no sé cómo hay escritores que aún creen en la inmortalidad literaria. Entiendo que haya quienes creen en la inmortalidad del alma, incluso puedo entender a los que creen en el Paraíso y el Infierno, y en esa estación intermedia y sobrecogedora que es el Purgatorio, pero cuando escucho a un escritor hablar de la inmortalidad de determinadas obras literarias me dan ganas de abofetearlo. No estoy hablando de pegarle sino de darle una sola bofetada y después, probablemente, abrazarlo y confortarlo. En esto, yo sé que algunos no estarán de acuerdo conmigo por ser personas básicamente no violentas. Yo también lo soy. Cuando digo darle una bofetada estoy más bien pensando en el carácter lenitivo de ciertas bofetadas, como aquellas que en el cine se les da a los histéricos o a las histéricas para que reaccionen y dejen de gritar y salven su vida.