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Pero Pichula Cuéllar sufre un accidente que lo marcará por el resto de su vida y que lo hace diferente; la novela es la profundización en esa diferencia. Es el intento colectivo por explicar esa diferencia, el progresivo distanciamiento de Pichula Cuéllar de sus iguales hasta alcanzar una distancia abismal, de relato de terror mezclado con el relato de costumbres. Una distancia, por otra parte, pendular, con flujos y reflujos, pues si bien Cuéllar se va alejando de sus iguales, no por ello deja de ser uno más del grupo, y en esa medida sus intentos de aproximación suelen ser más dolorosos, más reveladores de la fotografía de conjunto, que su distanciamiento radical. El descenso a los infiernos, narrado entre grititos y susurros, es, de alguna manera, el descenso a otro tipo de infierno al que se verán abocados los narradores. De hecho, lo que aterroriza a los narradores es que Pichula Cuéllar es uno de ellos, y que empeña, de forma natural, su voluntad en ser uno de ellos, y que únicamente la fatalidad lo hace diferente. En esa diferencia, los narradores pueden verse a sí mismos en su real estatura, el infierno al que ellos hubieran podido llegar y no llegan.

Toda anomalía es infernal, aunque tras la destrucción de Cuéllar lo que las voces que arman el relato tienen ante sí es la planicie de la madurez, la tranquila destrucción de sus cuerpos, la resignada y total aceptación de una mediocridad burguesa a la que Cuéllar se ha sustraído mediante el horror, un precio sin duda demasiado alto, el único precio posible, como parece sugerirnos en algunos momentos el joven Vargas Llosa.

He hablado antes de la velocidad que tienen Los cachorros y sus tres hermanas gemelas. No hablé de su musicalidad, una musicalidad sustentada en el habla cotidiana, en las voces que puntúan el relato, y que se imbrica con la velocidad del texto. Velocidad y musicalidad son dos constantes en Los cachorros y de alguna manera este ejercicio magistral sobre la velocidad y la musicalidad le sirve a Vargas Llosa de ensayo para la que poco después sería una de sus grandes novelas y una de las mejores escritas en español del siglo XX: Conversación en La Catedral (publicada en 1969), cuya forma, original y arriesgada, guarda más de un parecido con Los cachorros.

Los jefes es el primer libro de Vargas Llosa. Entre sus relatos hay uno en donde aparece por primera vez el sargento Lituma, que recorre como un camaleón toda la obra de Vargas Llosa, otro cuenta los flecos de una traición, entre la maligna broma de un viejo, otro un doble duelo, otro un episodio caciquil. Todos son fríos y objetivos. En todos se vislumbra una dignidad desesperada.

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El País. Lunes, 21 de enero de 2002

Las palabras y los gestos

ROBERTO BOLAÑO

Era un gran escritor. Un gran hombre. Así hay que empezar siempre, decía un socorrista de la Cruz Roja. El parche antes de la herida. Pero resulta sofocante, en cierto modo, el alud de elogios en el día de su muerte. ¿Que murió con un ademán impasible, sin mover ni un músculo de la cara? Esa afirmación, ridícula e intrascendente, nada añade a un prestigio fundado tanto en las palabras como en los gestos.

¿Cómo murió Luis Martín-Santos, dando gritos, quejándose con un hilo de voz? ¿Cómo murió Juan Benet, perdido en un laberinto, viendo desfilar los fantasmas de España detrás de una catarata de lágrimas o de caspa o de piedad? Resulta sofocante el alud de elogios. Hoy he leído que Arrabal, junto con dos de sus amigos prestigiosos, consideraba a Cela el más grande escritor vivo universal. Quiero pensar que el dolor, seguramente, hace delirar. ¿Qué impulsa o qué sostiene tanta unanimidad? ¿El Nobel? ¿Son las hordas de Benavente que vuelven con muletas del olvido? Tanta unanimidad, francamente, asquea. Tanto crítico literario improvisado, tanto universitario mediocre, tanto funcionariado suelto.

Ni siquiera Cela, que tantas cosas hizo, y que algunas, quiero creer, las hizo solo y bien, se merece algo así. Ningún escritor de verdad se merece algo así. La literatura, al contrario que la muerte, vive en la intemperie, en la desprotección, lejos de los gobiernos y de las leyes, salvo la ley de la literatura que sólo los mejores entre los mejores son capaces de romper. Y entonces ya no existe la literatura, sino el ejemplo.

Entre el macho anciano y el caballero perplejo, entre el Dalí entrado en carnes y el académico inmóvil, entre el hombre que ganó todos los premios y el tipo que despreció olímpicamente a todos los maricones, hay un hueco secreto para el mejor Cela, uno de los mejores prosistas, en plural, de la España de la segunda mitad del siglo XX, un ser humano feliz con Marina, un tipo peligrosamente parecido a nosotros.

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El principio del Apocalipsis

ROBERTO BOLAÑO

EL MUNDO | 24/10/2001

Historia de Mayta, como casi todas las obras de Vargas Llosa (excepción hecha de su novela erótica), se presta a más de una o dos lecturas.Se puede leer como el sueño de unos jóvenes pobres e ingenuos, que no tarda en convertirse en pesadilla, y se puede leer, también, como el transcurso obstinado de una pesadilla que, para sopresa de todos, cada vez se hace más soportable, más cotidiana, más triste y más irremediable, y también acepta una lectura como nota a pie de página, tanto por su estructura como por su argumento o discurso, de su obra maestra Conversación en La Catedral, e incluso se puede leer como epílogo o como estudio agregado o como excrecencia de otra de sus grandes obras, La guerra del fin del mundo, novela ésta cuya lectura, en los tiempos que corren, a mí al menos me resulta más reveladora que El corazón de las tinieblas, de Conrad, que el propio Vargas Llosa recomienda para aproximarnos al enfrentamiento entre Oriente y Occidente, entre civilización y barbarie.

Por supuesto, también se puede leer como un cuadro de una situación cultural y política no sólo peruana sino latinoamericana, la de los años que van desde finales de los 50 y principios de los 60, con las primeras luchas armadas, luchas hechas en nombre de la revolución y por tanto de la Ilustración, hasta los años 80, la época de Sendero Luminoso y las guerrillas milenaristas, en donde se desata, sobre todo en Perú, aquello que se dio en llamar el horror latinoamericano.

Historia de Mayta nos pone en la peor de las situaciones. La guerrilla avanza por todas partes, barriéndolo todo, tanto a los representantes de la derecha como a los de la izquierda no dogmática, con un trasfondo que se asemeja a ciertas pinturas de Brueghel o a una invasión de extraterrestres. El paisaje, ciertamente, es exagerado, pero en modo alguno inverosímil. Los limeños viven en una suerte de estado de sitio permanente y la violencia extrema es ejercida no sólo por la guerrilla milenarista sino también por la Policía y el Ejército y también por los escuadrones de la muerte. En medio de este caos, un escritor o un periodista, que puede ser Vargas Llosa o no, se decide a escribir la historia de la primera guerrilla peruana, iniciada en 1958, antes incluso de la toma del poder por Fidel Castro.

El logro mayor de la novela

Y aquí aparece Mayta, cuyo retrato es, posiblemente, el logro mayor de esta novela. Mayta no es un muchacho, pero se comporta como un muchacho, es decir, Mayta permanece en una especie de adolescencia premeditada, no se sabe a ciencia cierta si buscada o aceptada con resignación. Mayta es, objetivamente, un inadaptado, pero no es violento ni manipulador ni mucho menos un nihilista.Mayta milita en un partido trotskista de siete miembros, escisión de otro partido trotskista de 20, pero antes lo ha hecho en el partido comunista y antes en el APRA, y de todos se ha marchado por su natural disposición a disentir y a dudar. A Mayta le gustaría ducharse todos los días pero en el cuarto que alquila no hay ducha y se tiene que conformar con ir a los baños públicos una vez cada tres días. Mayta es gordo y nadie diría de él que es atractivo y también es homosexual en una época en que ser homosexual estaba considerado, en Perú y en Latinoamérica, una desviación infame.

Por tanto Mayta oculta su homosexualidad, sobre todo a sus compañeros (pues la izquierda y la derecha, tratándose de temas sexuales, siempre han marchado como hermanos siameses en Latinoamérica) y la sublima o la aplasta bajo una montaña de trabajos de propaganda o militancia o alimenticios que asume con la disposición de un santo. En gran medida, eso es lo que es Mayta: un santo contemporáneo, tentado por el diablo en el desierto, cuyo grado de solidaridad (o de prístina fe) es tan grande que se antoja monstruoso.

Bastaría con esto para que la novela de Vargas Llosa fuera memorable.Pero hay más: el joven alférez que inspira la guerrilla, un caudillo ingenuo e impetuoso cuya fragilidad, intuida desde el primer momento, mientras suena en un pickup un mambo o un bolero, se advierte con los caracteres del fin de la inocencia; los compañeros reciclados de Mayta y sus distintas versiones de éste; las pequeñas historias que el periodista va escuchando y que, en apariencia, nada tienen que ver con la novela pero que constituyen, todas juntas, un entramado riquísimo; la historia del profesor Ubilluz, una posible versión del intelectual criollo y provinciano por excelencia; la composición de la novela, tan similar a un rompecabezas que se va armando en el abismo; el sentido del humor de Vargas Llosa, que salta, a la manera balzaquiana, incluso por encima de sus propias convicciones políticas; las convicciones políticas que ceden, como sólo les sucede a los escritores verdaderos, ante las convicciones literarias. Y finalmente la simpatía y la piedad, que acaso otros llamen objetividad, por sus propios personajes.

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El gran fresco del Renacimiento

ROBERTO BOLAÑO

EL MUNDO | 06/04/2001

Durante la primera mitad del siglo XX, en Buenos Aires, vivieron y formaron parte de una misma generación, y por lo tanto se conocieron, escritores de la talla de Roberto Arlt, Ernesto Sábato, Julio Cortázar, Adolfo Bioy Casares, José Bianco, Eduardo Mallea, Jorge Luis Borges. Algunos tuvieron como maestro a Macedonio Fernández. Como si esto no bastara, un día llegó a la Argentina Witold Gombrowicz y allí se quedó.

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