Así que, cuando, a final de la década de los ochenta, el panorama artístico y literario empezó a cambiar en España, yo comprendí que había llegado mi momento. Tanto por experiencia como por edad, me creía ya maduro como hombre y como artista, lo que corroboraba además el éxito que comenzaba a tener en ciertos ambientes. No muy grandes, es verdad, pero sí bastante influyentes.
Me refiero sobre todo a ciertos ámbitos periodísticos. El de El País, por ejemplo, el principal periódico nacional, que desde su aparición marcaba la moda y las pautas a seguir en la vida y la cultura del país y que, afortunadamente, comenzaba ya a dejar atrás las veleidades posmodernistas que había tenido durante un tiempo (y que no eran más que el reflejo del complejo de inferioridad que tenían todos respecto a Europa) y a apostar por el verdadero arte; es decir, por el que se estaba gestando aquí. Como siempre, había de todo: realismo, surrealismo, abstracto… El nivel era irregular, pero había cuando menos, en la mayoría de los artistas, una intención de autenticidad; justo todo lo contrario de lo que había ocurrido hasta aquel momento. Por eso, tal vez, conectó rápidamente con un público cansado de mimetismos y de imposturas y, por eso, en seguida mucha gente volvió sus ojos hacia nosotros, los jóvenes que empezábamos a abrirnos paso en aquel momento. Fue entonces cuando la prensa, siempre detrás de la realidad, pero queriendo mediatizarla, se lanzó a apadrinar a algunos de esos artistas, entre los que me encontraba yo. Lo que cambiaría de golpe toda mi vida, hasta entonces tan anónima y tranquila.
Todo empezó con un reportaje que publicó El País por aquellos tiempos. «La nueva pintura española» se titulaba, y hablaba de seis pintores. Uno de ellos era yo. Su repercusión fue tan increíble que, en apenas unos meses, pasé de ser un desconocido a que me persiguieran el resto de los periódicos. Y, también, al mismo tiempo, a percibir cómo éstos intentaban convertirme en un personaje más de la actualidad.
Al principio, aturdido por todo aquello, tardé en asumir mi éxito, incluso en entenderlo y aceptarlo como tal. Creía que se trataba de esa especie de espejismo que se produce generalmente cuando uno cambia de vida y que te lleva a verte como una persona nueva. Porque yo seguía siendo el de siempre. Seguía siendo aquel chico que había llegado a Madrid con el deseo de ser pintor y, sobre todo, de ser feliz en la vida. De momento, había conseguido en parte ambas cosas, aun a pesar de todos los contratiempos, pero nunca me había planteado el éxito como objetivo. Para mí, éste era secundario, algo extraño y gratuito cuyos secretos no comprendía y que, por tanto, sólo me interesaba si me ayudaba a vivir mejor.
Pero para los demás era muy distinto. Para los de la galería, para los periodistas, para mis propios amigos y conocidos (con la excepción, claro está, de Suso), el éxito era lo sustancial, incluso más que la propia vida. Para la mayoría de las personas, el éxito determinaba ésta y, por lo tanto, había que tratar de alcanzarlo a toda costa. Por eso no entendían mis recelos hacia él, que consideraban falsos y artificiales, pero que, aparte de ser sinceros, para mí estaban justificados. Porque lo que yo quería era seguir viviendo como hasta entonces. Lo que yo quería entonces era seguir viviendo y pintando y sospechaba que todo aquello me podía apartar de esa intención. Cosa en la que tenía razón, como, por lo demás, los hechos se encargarían pronto de demostrarme.
Porque una cosa era lo que yo quería y otra lo que el destino me tenía reservado y preparado hacía ya tiempo. Una cosa eran mis sueños y otra lo que la gente estaba dispuesta a darme. Y es que, mientras yo trataba de que los cambios que en torno a mí se producían no me afectaran más de la cuenta, mientras trataba de recobrar a los amigos de años atrás, a pesar de su dispersión, mientras intentaba, en fin, solucionar mis problemas económicos sin que ello supusiera grandes cambios en mi vida ni en mi obra, notaba que todo aquello me empujaba en una dirección cuya trascendencia última yo mismo no alcanzaba todavía a comprender. Intuía, sí, que el éxito podía trastocar todos mis deseos, que podía convertirme en una persona distinta de la que era hasta aquel momento, pero ignoraba hasta qué punto iba a trastocar mi vida. Como ignoraba también de qué modo iba a influir en mi percepción y en mi relación con la realidad.
Todo ocurrió poco a poco, como suceden siempre esos procesos. Sin apenas darme cuenta, sin percibirlo casi al principio, pasé del anonimato al relativo conocimiento que mi creciente éxito me otorgaba. Al principio, más modesto y, después ya, fulgurante, a raíz de la exposición que presenté en el 91 en Arco, la feria de arte internacional más importante del año, más urgido por la presión de la galería que por mi convicción de hacerla. Aunque ya había comenzado una nueva etapa pictórica que me alejaba definitivamente de la anterior, todavía no estaba seguro de que lo que estaba haciendo era lo que quería hacer de verdad. Pero a aquéllos, como es obvio, todo esto les interesaba poco. Aunque fingían que sí y me escuchaban con atención cada vez que les contaba mis muchas dudas sobre mi obra, en realidad lo hacían para tranquilizarme, no fuera a ser que empezara a revisar aquélla de nuevo, como ya había hecho otras ocasiones. Mi nombre aparecía cada día en los periódicos, mis cuadros se vendían cada vez mejor y más caros y de lo que se trataba ahora era de aprovechar el momento organizando una exposición que definitivamente me instalara en el centro de la pintura contemporánea. Como repetía Corine, la dueña de la galería, saboreando ya el éxito por anticipado, teníamos el cielo al alcance de la mano.
Yo no lo veía tan claro, pero me dejé llevar. En parte porque pensaba que lo que estaba pintando entonces era algo realmente interesante y diferente y en parte por acabar con aquella deuda que mantenía con la galería y que no acababa de saldar nunca. Una buena exposición, para la que tenía ya obra suficiente, al margen de la que hiciera a partir de entonces y hasta febrero, que era cuando se inauguraba la feria, podía acabar con aquel problema, aparte de servirme a mí de test para ver cómo reaccionaban los críticos ante aquélla.
Había cambiado sustancialmente. Había dejado atrás aquellos colores fríos, los azules y los verdes sobre todo, y los paisajes llenos de hojas que tanto me obsesionaron durante un tiempo y volvía a recuperar los colores cálidos que utilizaba cuando era joven; aunque también usaba los negros y la escala de los grises que conducen desde ellos hasta el blanco. Los motivos, mayoritariamente, eran naturalezas muertas, paisajes inamovibles de raíz minimalista o de inspiración doméstica, entre los que primaban los frutos (las granadas y las bayas, sobre todo; ignoro por qué razón) y los objetos que tenía cerca o me ayudaban en mi trabajo diario como pintor: los pinceles, los óleos, los caballetes, las paletas usadas o a medio usar…
El cambio fue muy notable. Tanto como para que Corine, que se había separado ya de Álvaro y llevaba ahora la galería en solitario, me lo hiciera notar con extrañeza, quizá alarmada por la posibilidad de que aquél interrumpiera mi carrera hacia la gloria, y como para que mis conocidos, aquellos que seguían mi trabajo desde antiguo, como Suso, hubieran de revisar todas sus previsiones, que sin duda pasaban por una evolución más pausada y progresiva de mi estilo. Pero en mi vida habían sucedido muchas cosas en aquel último tiempo; demasiados acontecimientos, y no todos positivos, que me habían hecho cambiar más que los diez años anteriores. El desamor, las rupturas, la pérdida de mi padre, mi repentino éxito como artista, todo aquello había influido en mí más de lo que yo creía. Y eso se reflejaba en mi obra, más segura y decidida, pero también mucho más escéptica. Lo cual no fue inconveniente para que fuera recibida por la crítica como una gran novedad, como un giro decisivo en mi carrera que me iba a llevar muy lejos.
¿Adónde? Eso era lo que yo pensaba mientras a mi alrededor la gente me felicitaba por los elogios que me llegaban de todas partes y por el éxito que, según todos, había logrado en Arco.
Lo comencé a descubrir muy pronto: aquella misma Semana Santa y en el verano, cuando regresé a Gijón, y, antes de eso, en el día a día de mi vida y mis paseos por las calles y los bares de Madrid.
Ya no podía hacer lo que yo quería; o al menos no como antes. Continuamente asediado, no por la gente normal, que ni siquiera sabía quién era, para mi suerte (mi fama no alcanzaba todavía más que a un público concreto, como es lógico), sino por los periodistas y los aficionados a la pintura, comencé a percibir que éstos me veían de manera diferente a como me veía yo todavía. Yo me seguía viendo como el de siempre (salvo en mi economía, que había mejorado un poco), pero ellos me veían como a una persona nueva, no sé si diferente, pero sí más interesante. Lo cual provocaba en mí una sensación extraña, mezcla de halago y de desazón. Más de ésta que de halago normalmente, pese a lo que desde fuera pudiera parecer.
Mi desazón venía, en primer lugar, de mi desconcierto. Por mucho que me dijeran, por más que me insistieran en que por fin había triunfado como pintor, no sólo ya en España, sino incluso fuera de ella (al parecer, a raíz de Arco, se habían empezado a interesar también por mi obra coleccionistas de arte y galeristas del extranjero), yo me seguía viendo como el que era, una persona llena de dudas, sobre todo en lo que afectaba a mi principal pasión. Porque para mí pintar seguía siendo sobre todo una pasión.
Y como tal seguía tomándola. No como una profesión, como la tomaban otros y como pretendían algunos que hiciera yo también, sino como una afición que me permitía vivir, pero que en modo alguno podía ser una profesión. Como me dijo Suso una vez hablando de la literatura, ésta era una actividad en la que había que dominar todas las herramientas del oficio, pero sin olvidar nunca que no lo era. Lo cual servía también para la pintura, cuyas herramientas son, además, más físicas.
Pero para la gente todo eso eran palabras. Cuando hablo de la gente, me refiero a esas personas que pululan día y noche en torno a las galerías (periodistas, galeristas, coleccionistas de cuadros o de dinero) y que no conocen de la pintura más que su aspecto menos real, interesados sólo en el económico o en su proyección social. A éstas, como a algunos de mis amigos de los viejos tiempos, que ahora me criticaban por haberme convertido, según ellos, en famoso (cuando en realidad lo que les pasaba era que me envidiaban precisamente por eso), lo que les interesaba de mí era la popularidad, cuando a mí ésta me seguía dando miedo. Máxime cuando observaba que su influencia en mi vida comenzaba a provocar ya algunos daños.